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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El cielo sobre Darjeeling (55 page)

BOOK: El cielo sobre Darjeeling
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Parpadeó. Le llegó desde lejos un sonido que no supo identificar, uniforme, susurrante. A continuación, su rostro se contrajo involuntariamente en una sonrisa. Llovía. Alzó bruscamente la cabeza, pero la dejó caer de nuevo con un quejido de intenso dolor. «El monzón...» Debían haber pasado muchas semanas desde su huida de Delhi aquel horroroso día. Giró la cabeza e intentó reconocer algo, pero todo se le nublaba. Volvió a parpadear y, poco a poco, enfocó la vista. A partir de formas vagas fueron dibujándose los contornos de una mesita llena de botellitas y pequeños cuencos de barro. Apareció en su campo visual la figura de un anciano de barba blanca. La imagen se desdibujó y recuperó la nitidez. El viejo reapareció y, con el pulgar y el índice, le abrió los párpados y examinó sucesivamente los ojos de su paciente. Luego le cogió la muñeca y le tomó el pulso con toda atención.

—Amjad Das —dijo Mohan a duras penas, perplejo tanto por recordar aquel nombre después de tantos años como por el hecho de no sentir ya apenas dolor al hablar.

Las arrugas en torno a los ojos del anciano médico se hicieron más profundas cuando sonrió.

—El mismo, Vuestra Alteza. Con ello deduzco que vuestra memoria ha resistido bien.

—El chico...

—Duerme, gracias a Visnú. Tendrá que vivir con unas cicatrices muy feas, pero se restablecerá por completo.

El médico vaciló un instante, como si fuera a añadir algo, pero permaneció en silencio y, muy serio, se puso a preparar una medicina junto a la mesa.

Mohan se incorporó a duras penas y apartó la fina sábana.

—¡Alto! —le espetó bruscamente Amjad Das, casi con enfado—. ¡No os podéis levantar todavía!

Mohan Tajid estuvo tentado de darle la razón. Le dolía cada centímetro del cuerpo; se notaba los huesos, los músculos y los tendones blandos como col hervida.

—Tengo que levantarme —replicó, apretando los dientes. Se incorporó hasta quedar sentado y arrastró una pierna por encima del borde de la cama.

El médico dejó de golpe el cuenco en la mesita.

—Con todos mis respetos, Vuestra Alteza, ¡los Chand están todos cortados por el mismo patrón!

Mohan respondió a esa observación con una sonrisa cansina.

—Con todos los años que lleva usted al servicio de la familia no debería esperar otra cosa.

—En efecto —dijo Amjad Das, resoplando—. ¡Pero ahora quedaos donde estáis! Voy a enviaros a alguien para que se ocupe de Vuestra Alteza...

A Mohan le pareció que pasaban horas hasta que estuvo bañado, afeitado y vestido. Continuamente veía chiribitas y las piernas se le doblaban. Sin embargo, cuando se dispuso a abandonar la habitación rechazó toda ayuda. Con un brazo vendado todavía, fue tanteando con cuidado, apoyándose en las paredes. Sentía una extraña sensación al ir cojeando por el pasillo en el que había crecido y que hacía tanto que no veía, profundamente familiar y al mismo tiempo horrorosamente ajeno.

Abrió la puerta con suavidad y se adentró en la fresca semipenumbra del cuarto. En la ventana murmuraba la lluvia monzónica, a lo lejos retumbaban los truenos. Una corriente de aire hinchaba las ligeras cortinas, mezclando el aire que olía a hierbas y ungüentos de la habitación con el aroma fresco de la tierra recién mojada. Ian dormía como un tronco un sueño tranquilo, sin fiebre, con vendas en la cabeza, la mitad del rostro y un brazo, hasta el hombro. Fue entonces cuando Mohan notó la presencia del hombre que estaba sentado en una silla, al lado de la cama, contemplando al chico, y necesitó unos instantes para reconocer a su padre, el rajá.

Había envejecido, tenía el pelo cano bajo el turbante ricamente guarnecido y su barba era tan blanca como su chaqueta bordada, extrañamente gruesa y a la vez encogida. Mohan creyó que no le había oído entrar y ya se disponía a salir a hurtadillas de la habitación cuando el rajá dijo en un tono suave:

—Se parece a ella.

Las lágrimas afloraron a los ojos de Mohan Tajid. El dolor por Sitara fue como un puñetazo del que la mano bondadosa de Krishna lo había protegido durante mucho tiempo. Quiso responder, pero la tristeza y la cólera le cerraron la garganta.

El anciano Chand alzó la cabeza y, por primera vez tras todos aquellos años, se miraron de nuevo a los ojos padre e hijo.

—Cuéntame lo que pasó.

Los dos caminaban en silencio: Mohan con andar lento e inseguro pero recuperando las fuerzas con cada paso que daba; el rajá pesadamente, sus pasos acompañados por el repiqueteo de su bastón con empuñadura de plata repujada en las losas de piedra. Se sentaron en una sala lujosamente decorada con sillones a la moda occidental y, cuando se retiraron las criadas que les habían servido refrescos y encendido los quinqués para iluminar la luz crepuscular de aquella tarde lluviosa, Mohan Tajid comenzó a relatar lo sucedido de una manera sobria y objetiva. El rajá le escuchaba en silencio, sin moverse ni interrumpirlo una sola vez, sin mirarle a la cara.

Cuando acabó su relato, Mohan se humedeció la garganta seca con un vaso de
chai
. El rajá continuó en silencio, contemplando un punto en algún lugar del triángulo formado por la alfombra, la punta del bastón y sus pantuflas bordadas. Finalmente carraspeó y tomó la palabra.

—Rani nunca me perdonó que ordenara vuestra persecución todos estos años. Nunca lo dijo, porque para eso era una esposa demasiado sumisa, pero me lo hizo sentir cada día, hasta en su lecho de muerte.

Mohan Tajid se quedó mirando fijamente al frente, apático. Así pues, Kamala, su madre, tampoco vivía ya... Le asustó que le afectara tan poco esa noticia, como si hubiera consumido toda la tristeza, todo el dolor del que era capaz. Hubo una pausa muy larga, en la que el rajá fue repasando con su bastón los arabescos de la alfombra.

—Siempre he vivido y actuado según dictan la fe y las leyes de nuestros antepasados —dijo el anciano finalmente con la voz ronca.

—Lo sé —respondió Mohan Tajid. Conocía a su padre y sabía que sus palabras eran un intento de justificación, un ruego de perdón, aunque Dheeraj Chand fuera demasiado orgulloso para formularlo así.

El anciano Chand asintió meditabundo antes de mirar a la cara a su hijo.

—¿Os quedaréis aquí?

—No sabemos adónde ir —dijo Mohan Tajid con esfuerzo y tirando del vendaje de su brazo.

Su padre volvió a asentir con la cabeza y se levantó.

—Siempre es bueno regresar a donde arraigaron los abuelos.

Se dispuso a abandonar la habitación, y Mohan sintió una opresión dolorosa en el corazón cuando vio el aspecto cansino del anciano, como roto a pesar de su esfuerzo por mantenerse erguido. De camino hacia la puerta el rajá se volvió.

—¿Cómo se llama el chico?

Mohan titubeó brevemente y decidió darle el nombre hindú de Ian.

—Rajiv.

El anciano Chand escuchó con atención los ecos de aquel nombre antes de asentir con la cabeza.

—Un buen nombre para un guerrero.

Cuando la puerta se cerró suavemente tras su padre, Mohan Tajid se recostó con cansancio en el sillón. Le dolía todo el cuerpo y estaba exhausto. Se preguntó si había obrado correctamente al llevar a Ian hasta allí; sin embargo, sabía perfectamente que no le había quedado más remedio que decidirse por esa opción.

17

Los británicos llevaban meses luchando por mantener la India para la Corona y fueron llegando poco a poco tropas de otras partes del Imperio: soldados estacionados en Birmania, procedentes de Persia, de China y de Mauricio; escoceses de las Tierras Altas con sus kilts y sus barbas pelirrojas; regimientos procedentes de Malta y de Suráfrica en otoño; finalmente, en noviembre, desembarcó en el puerto de Bombay un regimiento de húsares procedente de Southampton. En septiembre cayó Delhi después de más de dos meses de sitio, y los ingleses festejaron su victoria con saqueos, asesinatos y ejecuciones.

Se había demostrado que era válida la estrategia de Dheeraj Chand de escapar inteligentemente de los tentáculos del Imperio británico. La situación apartada de su principado también era conveniente. Las olas de la guerra llegaban hasta Jaipur, pero en las estepas y desiertos de Rajputana reinaba la calma, y en especial Surya Mahal era una de las pocas islas de paz en las que no descargó la tormenta que tenía su centro en el valle del Ganges y cuyos ramales alcanzaban las fronteras de ese vasto país.

Fue también en septiembre cuando Ian regresó definitivamente al reino de los vivos. Los médicos del rajá, al frente de los cuales estaba Amjad Das, lograron realizar un buen trabajo en todo lo que estaba en sus manos. A pesar de que tenía el brazo hasta el hombro todavía débil y macilento por las largas semanas de inmovilización, las heridas estaban bien curadas y podría volver a utilizarlo igual que su brazo sano. Sin embargo, llevaría de por vida las cicatrices, también en la mejilla.

«Igual que si Brahma me hubiera regalado a mi sobrino una segunda vez», pensó Mohan el día que entró en la habitación del enfermo y vio a Ian con la mirada clara y despierta.

—¿Dónde estamos? —le preguntó el chico en lugar de saludarlo.

—En el palacio de Surya Mahal —respondió Mohan. Cogió una silla y se sentó al lado de la cama—. En el corazón de Rajputana. Aquí nacimos... aquí nací y me crie yo.

—¿Dónde está mi madre? —la pregunta de Ian fue así de simple y precisa, sin titubeos, como si presintiera cuál era la respuesta.

Era ese el momento que tanto había temido Mohan Tajid todo el tiempo que había estado pendiente de Ian en aquella habitación de enfermo. Bajó la vista y sintió cómo le perforaban los ojos del chico.

—Está muerta —dijo Mohan en voz baja—. Como... como tu hermana.

Cuando alzó la vista vio que Ian miraba fijamente un punto en el cuarto; sus ojos, ya en absoluto infantiles, eran duros cómo el ónice.

—¿Cómo murieron?

—Hubo... hubo una explosión. —Mohan inspiró profundamente—. Cuando intentábamos huir de la ciudad. No sé nada más con detalle.

—Yo... yo me acuerdo del estallido —dijo el chico, e involuntariamente se pasó la mano derecha sin vendar por el cuello, como si siguiera notando allí la presión del filo del sable de Bábú Sa’íd—. Recuerdo también el desierto, el calor. —Se quedó un rato abismado en sus recuerdos, hasta que volvió a fijar su mirada en Mohan—. ¿Y mi padre?

Mohan tragó saliva y permaneció en silencio unos instantes. ¿Cómo habría podido explicarle lo que él mismo no entendía, lo que él mismo no sabía? Le describió aquellos últimos minutos con todo detalle, tal como lo guardaba todavía en su recuerdo.

—¿Nos encontrará aquí? —Ian lo miraba con una expresión más inquisitiva que implorante. Volvía a ser un niño vulnerable y desamparado cuando añadió en voz baja—: Porque nos estará buscando, ¿verdad?

Mohan asintió con la cabeza y le aseguró, con una opresión dolorosa en el pecho:

—Seguro que sí. Lo más tardar cuando acabe la guerra.

Sin embargo, lo dudaba y, lo que era peor, constató en la mirada de Ian que también él dudaba de tal cosa.

Amjad Das les prescribió ejercicio a los dos para robustecer nuevamente sus músculos atrofiados, así que Mohan e Ian caminaban por el palacio a diario y cada día una hora más por los interminables pasillos y los patios interiores, en los que entretanto volvía a brillar el sol. No le pasaban inadvertidas a Ian la destreza de generaciones de canteros y tallistas, la suntuosidad de las telas bordadas, de la marquetería, de los muebles valiosos, los candelabros, las estatuas, las alfombras, y no se hartaba de admirar la belleza opulenta del palacio. Formulaba miles de preguntas. Preguntaba por su abuelo, el rajá, por la vida que había llevado Mohan Tajid allí, por su madre, por su padre. Mohan Tajid dudaba al principio si contarle las circunstancias de su huida del palacio, la causa de su partida abrupta del valle de Kangra. Sin embargo, Ian se obstinaba en querer saber, lo acribillaba a preguntas y asimilaba con todo detalle las descripciones de Mohan. A continuación caía en un silencio ensimismado que se fue convirtiendo en un rasgo característico de su personalidad. Parecía haber desaparecido el niño que había en él. Era precoz, demasiado precoz, había madurado y se había hecho adulto.

—Aquí —dijo Mohan cuando pisaron el jardín asilvestrado, descolorido y polvoriento a la pálida luz del atardecer—. Aquí nos encontrábamos siempre tu padre y yo en secreto. Y aquí se tropezó con tu madre.

Ian miró a su alrededor en silencio, contempló las ramas, que habían crecido en exceso, llenas de flores mustias, la maleza seca de varios otoños sobre las baldosas sucias que en su día fueron blancas y azuladas, la fuente seca. Se encontraba, callado y ensimismado, en el mismo lugar en el que había sido engendrado. Levantó la vista hacia el Ánsú Berdj, la cárcel de su madre.

—¿Por qué nos ha dejado con vida? —preguntó finalmente.

Mohan sacudió la cabeza.

—No lo sé. Quizá porque pensó que ya había ocurrido más que suficiente para el honor de la familia.

Ian contempló el manzano con sus frutos manchados y arrugados. Muchos habían caído del árbol y se pudrían en el suelo.

—Nunca más quiero depender del favor de otra persona —murmuró, más para sí mismo que para Mohan, y este último sintió un escalofrío en la espalda por la dureza de su voz.

—Ven —tocó a Ian con suavidad en el hombro—, tenemos que irnos. El rajá quiere conocerte.

Ya era de noche, los quinqués estaban encendidos. Dheeraj Chand los esperaba en uno de sus aposentos, sentado en una silla tapizada de madera de cerezo tallada. Detrás de él había un guerrero armado con mirada vigilante.

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