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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El cielo sobre Darjeeling (12 page)

A Helena se le había hecho un nudo en el estómago al ver que Ian acercaba los labios al oído de lady Fitzwilliam mientras bailaban y esta echaba hacia atrás la cabeza y se reía a carcajadas antes de volver a arrimarse a él.

Ahora, mientras Ian tenía en sus brazos en cada baile a una dama con un vestido de color diferente, se le llenaron los ojos de lágrimas con el recuerdo de todas las humillaciones sufridas y se mordió el labio inferior para retenerlas.

La sensación de que alguien la observaba la llevó a alzar la vista. En medio de las damas y los caballeros de más edad, que se conformaban con contemplar a los bailarines e intercambiar los cotilleos más recientes, había un hombre mirándola, y no con curiosidad ni de manera posesiva, sino más bien como si le formulara una pregunta. Era casi una cabeza más alto que la mayoría de los presentes, ancho de hombros y vigoroso sin parecer tosco. Irradiaba calma y fuerza: la fuerza de un hombre que ha trabajado físicamente con dureza y la calma fruto de una vida rica en experiencia. Helena era consciente de que no era adecuado devolverle la mirada, pero no fue capaz de evitarlo. Él hizo un leve gesto, como dispuesto a volverse, pero fue directamente hacia ella, maniobrando con habilidad entre toda aquella gente que reía y charlaba.

Helena se quedó de piedra. A pesar de que conocía muy pocas cosas relativas a las formas en el trato social, estaba al corriente del mayor de los tabúes: las personas, y más siendo de diferente sexo, tenían que ser presentadas por mediación de otras. No estaba permitido tomar la iniciativa, pero a ese caballero parecía no importarle en absoluto aquella norma. Miró ansiosa a su alrededor, buscando un modo de escapar de allí, pero en torno a ella parecía haberse levantado un muro impenetrable de seda, organdí y terciopelo que impedía cualquier huida. El corazón se le salía por la boca y clavó obstinadamente los ojos en la punta de su zapato, que asomaba del vestido.

Con expresión indiferente se colocó a su lado, pegado a la pared, con las manos cruzadas por detrás del frac, que le quedaba impecable, dando muestras de estar observando el trajín del salón de baile. Helena lo contempló disimuladamente con el rabillo del ojo. Su rostro pulcramente afeitado, rematado por el pelo castaño peinado hacia atrás, era anguloso, denotaba resolución y valor. No era el rostro delicado de un aristócrata. La frente alta y ancha daba paso a unas mejillas y una barbilla vigorosas; tenía la nariz recia, quizás un poco demasiado ancha, un poco torcida como consecuencia tal vez de una antigua reyerta. De cerca parecía mayor; una arruga vertical entre las cejas y dos que corrían horizontales a las comisuras de la boca, delataban que se encontraba ya cerca de los cuarenta. El suyo era un rostro generoso, firme, pero la expresión de sus ojos y de sus finos y suaves labios denotaba sensibilidad.

—Creía que era el único que no se está divirtiendo aquí esta noche —dijo al cabo de un rato, hablando con la cabeza vuelta hacia el salón.

Helena negó con la suya, sin mirarle.

—No.

—Aunque me sorprende no ver en la pista de baile a una señora joven como usted.

Helena permaneció en silencio; era demasiado vergonzosa para admitir que nunca había aprendido a bailar. Con el rabillo del ojo vio que él la estaba examinando con insistencia.

—Debería tomar una copa. —Hizo una seña a uno de los camareros para que se acercara y cogió dos copas de champán de la bandeja.

La bebida fresca hormigueó en su lengua y le dejó una agradable calidez en el estómago que se extendió por el resto de su cuerpo. Notó que iba venciendo la timidez.

Él la miró escrutador.

—¿Mejor?

Ella asintió con un gesto y una breve sonrisa iluminó involuntariamente su semblante.

—Permítame que me presente; soy Richard Carter.

Helena le tendió la mano derecha y, cuando los labios del hombre rozaron la seda de su guante, la invadió una agradable sensación de calidez. Su mirada fue cómplice cuando volvió a erguirse, como si hubiera leído en la de la joven lo que estaba sintiendo en ese momento. El oscuro tono ámbar de sus ojos hundidos bajo las cejas se intensificó.

—Helena L... Neville. —No la falta de costumbre, sino pensar en el odioso marido que le había dado aquel apellido en contra de su voluntad fue lo que hizo que le encontrara un regusto amargo.

Richard Carter la miró absorto.

—La bella Helena, la radiante, raptada por Teseo, casada con el rey Menelao de Esparta, amada por Paris y motivo de la cruel y sangrienta guerra por la ciudad de Troya... ¿Cuánta confusión ha causado usted ya a lo largo de su vida?

—Ninguna. —Una inexplicable nostalgia sobrecogió a Helena. En ese instante fue como si desfilara ante ella su vida gris, monótona y sombría de impotencia.

—Entonces quizá lo haga ahora... Conmigo lo ha conseguido, en todo caso.

—¿Por qué razón? —Helena lo miró directamente, perpleja.

—Bueno... —Bebió unos sorbos de su copa—. Me estoy preguntando por qué una dama joven tan encantadora, en un baile, se queda sola en un rincón en lugar de divertirse. Me pregunto cómo justifica su esposo desatenderla a usted en lugar de disfrutar con cada minuto de su compañía.

El rubor tiñó las mejillas de Helena, como un reflejo de su vestido, por la alegría y la vergüenza de ser objeto de unos cumplidos tan poco habituales.

—Bueno... —comenzó a decir, insegura al principio de cómo reaccionar. Luego montó en cólera—. No le importo demasiado.

—Pero debería importarle —respondió Richard en voz baja, rozándole el brazo con suavidad—. ¿Por qué se ha casado si no con usted? ¿Por dinero? ¿Por un nombre, por un título nobiliario?

Helena soltó una carcajada amarga.

—No, nada de eso, se lo aseguro.

—¿Por qué entonces? Disculpe —se interrumpió con un gesto nervioso—, no pretendo ser indiscreto. Es solo que...

—No —Helena sacudió la cabeza—, no tiene usted por qué pedir disculpas. —Miró fijamente su copa—. No sé por qué, de verdad que no lo sé.

—¿Y usted? ¿Por qué le dio el sí?

—Yo... —comenzó a decir Helena, pero se le quebró la voz. Gritaba interiormente: «Porque me obligó, porque no me dejó otra opción, porque quiere torturarme.» Al final añadió con brevedad, aliviada de poder confiárselo a alguien—: Porque tuve que hacerlo.

—¡Esa costumbre atroz del matrimonio concertado! —gruñó Richard con rabia, más para sí mismo que para Helena—. Incluso en mi tierra, en los Estados Unidos, la clase alta sigue fiel a ella, a pesar de tener en tan alta estima valores como la democracia, la igualdad y la libertad.

—¿Está usted...? Quiero decir... —Helena comenzó a tartamudear y volvieron a subírsele los colores cuando se dio cuenta de que aquella no era una conversación que debieran mantener unos perfectos desconocidos.

Pero él sabía lo que le quería preguntar, y sacudió la cabeza con una sonrisa.

—No. Soy un romántico empedernido y sigo buscando el gran amor. ¿Cree usted en el amor?

La mirada de Helena se perdió entre la gente que bailaba y cotilleaba mientras sus pensamientos se retrotraían. Recordó los libros que había leído, las horas que había paseado por los acantilados o galopado con
Aquiles
por la playa dejándose llevar por su imaginación, gozando del dolor agridulce de una nostalgia carente de motivo pero real, y soñando que un mago malvado la tenía atrapada y ella esperaba al caballero que la liberaría, hasta que al final perdía la esperanza. Entonces había llegado Ian y la había encerrado en una prisión todavía más opresora... y de por vida, además.

—No, ya no —respondió finalmente con dureza, mirando a Richard con los ojos centelleantes.

Él respondió a su mirada con un gesto meditabundo. Era una mujer extraña, muy joven, tuvo que admitir con cierto disgusto. Casi le doblaba la edad y, sin embargo, daba la impresión de ser más madura de lo que cabía esperar. Allí estaba, torpe y tímida, casi paralizada por la tensión, con una actitud completamente distinta de las damas jóvenes de la alta sociedad, quienes, pese a la reserva propia de su condición social, eran conscientes de su aspecto exterior y, por consiguiente, de su valía, y se preocupaban por gustar, ya fuera con timidez o con coquetería. Pero ella tenía algo diferente. Había algo distinto en su modo de moverse, en la mirada, en su modo de fruncir el ceño; algo que se percibía en la entonación de una sílaba, de una palabra, algo que despertaba su curiosidad, que lo fascinaba. Le recordaba los momentos en que alguno de sus representantes esparcía ante él el contenido de una bolsa de piedras preciosas en bruto extraídas de la roca y él las cogía una por una y veía o, mejor dicho, sentía cuál valía, laminada, para ribetear un traje de gala, y cuál, convenientemente tallada y engastada en oro, destellaría en el escote de una dama convertida en parte de una valiosa alhaja.

Así que deseaba saber más cosas de ella: de dónde era; qué había visto y vivido; qué sueños tenía; qué sentía; qué pensaba. Sin embargo, no tuvo tiempo de formularle aquellas preguntas.

—Ya veo que has hecho amistades rápidamente en mi ausencia.

Ambos se volvieron al oír la voz helada de Ian.

Los dos hombres se estudiaron mutuamente sin decir palabra, midiéndose. En el aire había una tensión palpable, similar al silencio que precede una tormenta y que rasga el primer trueno.

Richard sonrió finalmente.

—Ha sido para mí un placer conversar con su esposa. Un placer que querría volver a tener en una próxima ocasión. Richard Carter —se presentó con una reverencia y tendió la mano derecha a Ian en un gesto desarmante y cautivador.

—No creo que vaya a ser posible tal cosa. —Ian agarró con tanta fuerza el brazo de Helena que a esta se le escapó un leve gemido de dolor—. Partimos mañana temprano de viaje.

Se despidió con una inclinación tan leve que equivalía prácticamente a una ofensa, y empujó a la joven por el salón de baile en dirección al vestíbulo.

Richard se los quedó mirando un buen rato, después incluso de que la masa de invitados se los hubiera tragado. Necesitó un rato, como si antes tuviera que revisar la hora pasada desde que la había visto por primera vez estando en la galería, para tomar una decisión.

—Volveremos a vernos en Darjeeling, bella Helena —murmuró finalmente, y apuró la copa de un trago.

7

Veloz como una flecha, la alargada masa del barco surcaba el azul del Mediterráneo. La espuma de las olas invernales llegaba pulverizada por encima de la borda y se mezclaba con el intenso viento, que, sin embargo, traía consigo una dulce ligereza, como la promesa de una costa bendecida por un clima más benigno. Helena se ajustó más el abrigo largo que, pese a la ligereza de su tela (lana de cabra de Cachemira, tal como le había explicado Mohan Tajid) abrigaba maravillosamente. El viento hizo que el ancho ribete de piel de su capucha le acariciara las mejillas. No parecía tener bastante con las bocanadas de aire fresco y salado. Respiró muy profundamente, hasta que se mareó, pero aquello le procuró mucho bien después de los días pasados bajo cubierta, aguantándole la cabeza a Jason mientras este, mareado por el balanceo y los bandazos del barco, vomitaba incesantemente. Había estado aplicándole paños húmedos en la frente ardiente y mojada de sudor, y velando su sueño cuando por fin se dormía intranquilo hasta que las náuseas volvían a despertarlo. Apenas había diferencia entre el día y la noche, y habían sido demasiado pocas las horas en las que, relevada por Jane, se había dormido de agotamiento hasta que el llanto de Jason y sus llamadas reclamando su presencia la arrancaban de su sueño. Estaba cansada, pero se trataba de un cansancio agradable que la anestesiaba manteniendo a raya el dolor de la despedida. No obstante, se sentía mucho más viva de lo que se había sentido en aquella casa ajena. Cada ola que cabalgaba el delgado cuerpo del barco para desplomarse en el valle siguiente la alejaba más de Inglaterra, de su antigua vida y de Marge.

«Marge...» Las lágrimas acudieron a sus ojos. Le quemaban pese al frío aire marino.

Silenciosa y perdida, todavía con aquel detestable vestido de baile, se había quedado de pie en el vestíbulo, como en el ojo del huracán que Ian desencadenó a su regreso sacando a todos los criados de la cama y haciéndoles recoger sus cosas.

No le había dirigido ni una sola palabra a ella, como si no existiera. Sin embargo, la embargaba la sensación de que era únicamente por su culpa por lo que partían con precipitación, tanta que aquello más bien parecía una fuga. ¿Culpa de qué? ¿Qué había hecho mal?

No había despuntado todavía el día cuando dos coches de caballos los llevaron al puerto a ellos y las innumerables cajas. El eco del golpeteo de los cascos en el pavimento era devuelto a un volumen insoportable por los silenciosos muros de las casa. Incluso el dique del puerto permanecía a oscuras y desierto. No se distinguían apenas las siluetas de los barcos en la negrura de la noche cubierta por la algodonosa niebla de primeras horas de la mañana. Solo había un barco iluminado y animado por una trepidante actividad. Los hombres corrían de aquí para allá como piezas de un mecanismo de reloj bien engrasado, se daban breves órdenes unos a otros y esperaban la confirmación; luego las máquinas silbaron y los émbolos se movieron y el humo salió de las altas chimeneas, más denso que la niebla londinense, haciendo vibrar el barco.

Mohan Tajid llevaba en brazos a Jason, todavía dormido.

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