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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

El bueno, el feo y la bruja (6 page)

Sonreía, disfrutando el momento.

—¡Edden! —le grité cuando se retiraba hacia la acera.

—Glenn, lleva a la señorita Morgan y a Jenks a su oficina. Ya me contarás lo que encuentras en el apartamento de Dan Smather.

—¡Sí, señor! —gruñó. Sus nudillos alrededor del volante mostraban una intensa presión. Tenía parches rosas de ungüento en las muñecas y el cuello. No me importaba que hubiese oído casi toda la conversación. No era bienvenido y cuanto antes lo entendiese, mejor.

4.

—A la derecha en la siguiente esquina —dije apoyando el brazo en la ventanilla bajada del coche camuflado de la AFI. Glenn se pasó los dedos por su pelo corto y se rascó la cabeza. No había dicho ni una palabra en todo el camino. Su mandíbula se fue relajando lentamente conforme se dio cuenta de que yo no pensaba darle conversación. No venía nadie detrás de nosotros, pero puso el intermitente antes de girar en mi calle.

Llevaba gafas de sol y observó el barrio residencial con sus aceras con sombra y los trozos de césped. Estábamos en pleno barrio de los Hollows, el refugio extraoficial de la mayoría de los inframundanos de Cincinnati desde la Revelación, cuando todos los humanos que sobrevivieron huyeron hacia el centro de la ciudad buscando una falsa sensación de seguridad. Siempre había existido cierta mezcla, pero la mayoría de los humanos viven y trabajan en Cincinnati desde la Revelación y los inframundanos trabajan y
mmm
… se divierten en los Hollows.

Creo que Glenn estaba sorprendido de que el barrio se pareciese a cualquier otro, hasta que te fijabas en las runas pintadas en la rayuela y en que la canasta de baloncesto estaba un tercio más alta de lo que estipula la NBA. Pero también era un sitio tranquilo, apacible. Podía achacarse a que las escuelas inframundanas no terminaban casi hasta medianoche, pero en gran parte era por instinto de supervivencia.

Cualquier inframundano mayor de cuarenta había pasado su juventud intentando ocultar que no era humano, una tradición asociada al miedo del perseguido, vampiros incluidos. Aquí el césped lo cortan hoscos adolescentes los viernes, los coches se lavan religiosamente los sábados y se amontona la basura ordenadamente en la calle los miércoles. Pero las farolas son apagadas a tiros o con hechizos en cuanto el ayuntamiento las reemplaza y nadie llama a la Sociedad Protectora si ve a un perro suelto, pues puede tratarse del niño del vecino saltándose las clases.

La peligrosa realidad de los Hollows permanece cuidadosamente oculta. Nosotros mismo sabemos que si nos salimos de los límites impuestos por los humanos, los miedos ancestrales volverán a resurgir y arremeterán contra nosotros. Perderían lastimosamente y, en general, a los inframundanos nos gusta que las cosas permanezcan equilibradas como están. La escasez de humanos significaría que los brujos y hombres lobos sustituirían las necesidades de los vampiros y aunque algún que otro brujo «disfrutase» del estilo de vida vampírico a su entera discreción, nos uniríamos para echarlos si intentasen convertirnos en forraje. Los vampiros más ancianos lo sabían y por eso se aseguraban de que todo el mundo jugase según las reglas de los humanos.

Afortunadamente la parte más salvaje de los inframundanos gravitaba de forma natural por las afueras de los Hollows y alejada de nuestros hogares. La hilera de clubes nocturnos a ambos lados del río era especialmente peligrosa desde que enjambres de humanos animados atraían a los de instinto depredador más fuerte como fuegos en una noche fría, prometiendo calor y consuelo de supervivencia. Nuestras casas parecían lo más humanas posible. Los que se desviaban demasiado de la típica familia americana eran animados en una fiesta de intervención bastante particular a encajar un poco más… o a mudarse al campo donde no hiciesen tanto daño. Mi vista pasó por un irónico cartel que asomaba entre una maceta de dedaleras: «Duermo de día. Me como a los vendedores». Al menos, la mayoría se comportaba.

—Puedes aparcar ahí, a la derecha —dije señalando.

Glenn frunció el ceño.

—Creía que íbamos a tu oficina.

Jenks voló de mi pendiente hasta el espejo retrovisor.

—Ya estamos —dijo insidiosamente.

Glenn se rascó la mandíbula produciendo un sonido seco con su uña sobre su barba.

—¿Llevas una agencia desde tu casa?

Suspiré ante su tonito condescendiente.

—Más o menos. Aquí está bien.

Se detuvo frente a la casa de nuestro vecino Keasley, el «viejo sabio», quien poseía tanto el equipo médico como los conocimientos de una sala de urgencias en miniatura para quienes fuesen capaces de mantener la boca cerrada al respecto. Al otro lado de la calle había una pequeña iglesia de piedra cuyo campanario se elevaba por encima de dos gigantescos robles. Ocupaba cuatro parcelas y venía con su propio cementerio.

Alquilar una iglesia en desuso no había sido idea mía sino de Ivy. Me había costado un poco acostumbrarme a ver las tumbas a través de la pequeña vidriera de mi cuarto, pero la cocina con la que estaba equipada compensaba el hecho de tener a humanos muertos enterrados en el patio trasero.

Glenn paró el motor y se produjo un nuevo silencio. Escudriñé los jardines vecinos antes de salir. Era un hábito que había adquirido durante el no tan lejano periodo en el que pesaba sobre mí una amenaza de muerte y que consideraba prudente mantener. El viejo Keasley estaba en su porche como siempre, balanceándose y vigilando la calle. Le saludé con la mano y él levantó la suya en respuesta. Sabiendo que me habría advertido si hubiese sido necesario, salí del coche y abrí la puerta trasera para sacar mi depósito con el pez.

—Ya lo cojo yo, señora —dijo dando un portazo.

Le dediqué una mirada de cansancio por encima del techo del coche.

—Deja de llamarme señora, ¿vale? Me llamo Rachel.

Su atención se fijó en algo detrás de mí y se puso visiblemente tenso. Me giré rápidamente, esperando lo peor y relajándome al ver a una nube de niños pixie descendiendo con un agudo coro de conversaciones demasiado rápidas para poder seguirlas. Habían echado de menos a papá Jenks, como siempre. Mi amargo humor desapareció al ver a las veloces criaturas volando en picado vestidas de verde claro y dorado, arremolinándose alrededor de su padre en una especie de pesadilla Disney. Glenn se quitó las gafas de sol con los ojos marrones abiertos de par en par y la boca desencajada.

Jenks soltó un penetrante silbido con las alas y la horda se abrió lo suficiente para que pudiera volar hasta mí.

—Oye, Rachel —dijo—, estaré detrás si me necesitas.

—Vale. —Miré a Glenn y murmuré—: ¿Está Ivy en casa?

El pixie siguió mi mirada hasta el humano e hizo una mueca, sin duda imaginándose lo que haría Ivy al conocer al hijo del capitán Edden. Jax, el primogénito de Jenks, se unió a su padre.

—No, señorita Morgan —dijo forzando su voz de preadolescente hasta un tono más grave de lo habitual—, ha salido a unos recados. A la tienda, a la oficina de correos, al banco. Dijo que volvería antes de las cinco.

El banco, pensé con un estremecimiento. Se suponía que debía esperar hasta que yo tuviese el resto de mi alquiler. Jax describió tres círculos alrededor de mi cabeza, mareándome.

—Adiós, señorita Morgan —gritó y salió disparado para reunirse con sus hermanos, que escoltaban a su padre hacia la parte trasera de la iglesia, al tocón de roble en el que Jenks había instalado a su familia numerosa.

Resoplé al ver que Glenn daba la vuelta al coche por detrás y se ofrecía de nuevo a llevar el depósito de agua. Negué con la cabeza y lo levanté, no pesaba tanto. Me empezaba a sentir culpable por haber dejado que Jenks le echase polvos pixie, pero entonces no sabía que iba a tener que ser su niñera.

—Vamos, entra —le dije mientras empezaba a cruzar la calle hacia los anchos escalones de piedra.

El sonido de las suelas duras de sus zapatos se detuvo en seco.

—¿Vives en una iglesia?

Entrecerré los ojos.

—Sí, pero no duermo con muñecas de vudú
[1]
.

—¿Eh?

—No importa.

Glenn masculló algo y mi culpabilidad aumentó.

—Gracias por traerme a casa —dije subiendo los escalones de piedra. Tiré de la hoja derecha de la puerta doble de madera para dejarlo pasar. No dijo nada y añadí—: De verdad, gracias.

Sus pasos vacilaron en la escalera y se me quedó mirando. No sabría decir qué pensaba.

—De nada —dijo finalmente, aunque su voz no me dio ninguna pista tampoco.

Fui delante a través del vestíbulo vacío hacia el santuario aun más vacío. Antes de que nosotras alquilásemos la iglesia había sido una guardería. Los bancos y el altar habían sido retirados para crear una amplia zona de juego. Ahora lo único que quedaba eran las vidrieras y una tarima ligeramente elevada. La sombra de una enorme cruz, que hacía tiempo había desaparecido de la pared, era un inquietante recordatorio. Miré hacia el alto techo viendo la familiar sala con otros ojos mientras Glenn la inspeccionaba. Estaba en silencio. Había olvidado lo tranquila que era.

Ivy había repartido colchonetas por media iglesia, dejando un estrecho pasillo desde la entrada hasta las habitaciones traseras. Al menos una vez a la semana nos entrenábamos para mantenernos en forma, ahora que ambas éramos independientes y no andábamos por las calles todas las noches. Invariablemente la cosa acababa conmigo sudando y llena de cardenales y a ella ni siquiera se le alteraba la respiración. Ivy era una vampiresa viva, tan viva como yo y con un alma. Había sido infectada con el virus vampírico en el vientre de su madre, que entonces aún estaba viva. No tenía que esperar por lo tanto a estar muerta para que el virus comenzase a moldearla. Ivy había nacido con algo de ambos mundos, el de los vivos y el de los muertos. Estaba atrapada en el medio hasta que muriese y se convirtiese en una auténtica no muerta. De los vivos poseía un alma, lo que le permitía salir bajo el sol, tener una religión sin sentir dolor y vivir en terreno consagrado si quería, lo que de hecho hacía para fastidiar a su madre. De los muertos poseía unos pequeños pero afilados colmillos, la habilidad para proyectar su aura y darme un miedo atroz y su poder para embelesar a quienes se dejasen. Su fuerza y velocidad sobrehumanas eran claramente menores que las de un verdadero no muerto, pero aun así estaban muy por encima de las mías. Y aunque no la necesitaba para mantenerse en buen estado de salud, como les sucedía a los vampiros no muertos, sentía una inquietante sed de sangre, que continuamente luchaba por suprimir ya que era una de los pocos vampiros vivos que habían renunciado a la sangre. Me imaginaba que Ivy debía de haber tenido una infancia interesante, pero me daba miedo preguntar.

—Pasa a la cocina —dije entrando por el arco al fondo del santuario. Me quité las gafas de sol al pasar delante de mi cuarto de baño. Antes era el baño de caballeros y los sanitarios habituales habían sido reemplazados por una lavadora secadora, un pequeño lavabo y una ducha. Este era el mío. El baño de señoras al otro lado del pasillo había sido transformado en un baño más convencional con bañera. Ese era el de Ivy. Tener baños separados hacía la vida muchísimo más fácil.

No me gustaba la forma en la que Glenn juzgaba en silencio así que cerré las puertas tanto del dormitorio de Ivy como del mío al pasar. Antes habían sido oficinas. Entró en la cocina arrastrando los pies detrás de mí y se detuvo unos instantes para asimilarlo todo. Le pasaba a la mayoría de la gente.

La cocina era enorme y en parte por eso había accedido a vivir con una vampiresa en una iglesia. Tenía dos hornillas, un frigorífico tamaño familiar y una gran isla central sobre la que colgaba una rejilla de utensilios y cacerolas relucientes. El acero inoxidable brillaba y el espacio de trabajo era muy amplio. A excepción de mi pez beta en la gran copa de brandy sobre el alféizar y la enorme mesa de madera antigua que Ivy usaba para su ordenador, la cocina parecía la de un programa de cocina. Era lo último que uno se esperaría encontrar en la parte trasera de una iglesia… y me encantaba.

Dejé el depósito de agua con el pez en la mesa.

—¿Por qué no te sientas? —dije deseando poder llamar a los Howlers—. Vuelvo enseguida. —Titubeé notando cómo mis buenos modales se abrían paso hacia mi boca—. ¿Quieres algo de beber… o algo? —le pregunté.

Los ojos marrones de Glenn eran ilegibles.

—No, señora —dijo con voz tensa y con algo más que un tonito de sarcasmo que me hizo desear poder soltarle una bofetada y decirle que se relajase. Ya me encargaría de su actitud luego, ahora tenía que llamar a los Howlers.

—Bueno, pues siéntate —dije dejando entrever algo de mi malestar—, vuelvo enseguida.

La salita estaba justo al lado de la cocina, al otro lado del pasillo. Mientras buscaba el número del entrenador en mi bolso pulsé el botón de los mensajes en el contestador.

—Hola, Ray-ray, soy yo —surgió la voz de Nick con tono metálico por la grabación. Eché un vistazo por el pasillo y bajé el volumen para que Glenn no lo oyera—. Ya las tengo. Tercera fila arriba a la derecha. Ahora vas a tener que cumplir tu palabra y conseguirnos pases para el
backstage
. —Hubo una pausa—. Sigo sin creerme que lo conozcas. Hablamos luego.

Se me aceleró la respiración por la emoción cuando colgó. Había conocido a Takata hacia cuatro años cuando se fijó en mí en un concierto del solsticio. Creí que me iban a echar cuando un hombre lobo fortachón con camiseta de la organización me acompañó entre bastidores mientras tocaban los teloneros.

Resulta que Takata había visto mi melena encrespada y quería saber si era natural o por un hechizo, y en caso de que fuese natural, si usaba algún encantamiento para lograr que algo tan salvaje se quedase en su sitio. Anonadada y poniéndome en evidencia a mí misma sin cesar admití que era natural, aunque esa noche lo había potenciado. Luego le di uno de mis amuletos para domarlo (mi madre y yo habíamos dedicado una buena parte de mi adolescencia en perfeccionarlo). Entonces se rió y desenredó uno de sus rizos rubios para mostrarme que su pelo era aun peor que el mío. La electricidad estática lo hacía flotar y pegarse a todo. Desde entonces no me había vuelto a alisar el pelo.

Mis amigas y yo habíamos visto el concierto entre bambalinas y después Takata y yo condujimos a sus guardaespaldas a una divertida caza por Cincinnati durante toda la noche. Estaba segura de que me recordaría, pero no tenía ni idea de cómo ponerme en contacto con él. No es que pudiese llamarlo y decirle: «¿Me recuerdas? Tomamos café durante el solsticio hace cuatro años y hablamos de cómo alisar los rizos».

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