—¿Señorita Morgan? —dijo un hombre negro con voz profunda y áspera.
Miré a los lobos tras de mí y luego de nuevo al coche y a él. Un Crown Victoria negro con un hombre con traje negro solo significaba una cosa: era de la Agencia Federal del Inframundo, el equivalente humano de la si. ¿Qué querría la AFI?
—Sí, ¿y quién eres tú?
Se molestó.
—He hablado con la señorita Tamwood. Me dijo que la encontraría aquí.
Ivy. Apoyé una mano en la ventanilla abierta.
—¿Está Ivy bien?
Apretó los labios. El tráfico se acumulaba detrás.
—Lo estaba cuando hablé con ella por teléfono.
Jenks revoloteó frente a mí con su carita asustada.
—Te han olfateado, Rachel.
Resoplé por la nariz. Eché la vista atrás. Vi a uno de los tres hombres lobo y este me pilló mirándolo y ladró para avisar al resto. Los otros dos acudieron a la llamada, trotando sin prisas. Tragué saliva. Era comida para perros. Se acabó. Comida para perros. Game over. Pulsar «Reinicio».
Girándome agarré la manecilla de la puerta y tiré. Me lancé dentro y di un portazo.
—¡Arranca! —grité, volviéndome para mirar por el cristal de atrás. La cara alargada del hombre adoptó una expresión de asco al mirar atrás por el espejo retrovisor.
—¿Vienen con usted?
—¡No! ¿Esta cosa anda o simplemente te sientas aquí para jugar al solitario? —emitiendo un sonido grave de irritación, aceleró con suavidad. Me giré en el asiento y observé a los lobos detenerse en mitad de la calle. Sonaron las bocinas de los coches que se vieron obligados a frenar por su culpa. Volviéndome hacia atrás agarré el depósito y cerré los ojos aliviada. Echaría una bronca a Ivy por esto, juré. Voy a usar sus queridos mapas como cobertura para las malas hierbas del jardín. Se suponía que vendría a recogerme ella, no un esbirro de la AFI.
El pulso me volvía a la normalidad y me giré para observar al conductor. Era por lo menos una cabeza más alto que yo, que ya era bastante, con los hombros bonitos, el pelo rizado negro muy corto, la mandíbula cuadrada y un aire de estirado que pedía a gritos que le diese una colleja. Era bastante musculoso, aunque sin exagerar. No tenía ni rastro de barriga. Con su traje negro que le quedaba como un guante y su camisa blanca con corbata negra, podría ser el chico de calendario de la AFI. Llevaba el bigote y la barba recortados a la última moda: tan mínimos que apenas se veían, aunque en mi opinión se le había ido la mano con la loción para después del afeitado. Clavé la vista en la funda para las esposas de su cinturón, deseando tener todavía las mías. Eran de la si y ahora las echaba mucho de menos.
Jenks se colocó en su sitio habitual sobre el espejo retrovisor, donde el viento no pudiese rasgar sus alas. El arrogante hombre lo observaba fijamente, lo que me indicaba que no trataba a menudo con pixies. Qué suerte la suya.
La radio emitió una llamada acerca de un ladrón en el centro comercial y la apagó rápidamente.
—Gracias por llevarme —dije—, ¿te manda Ivy?
Apartó la vista de Jenks.
—No. Ella solo nos dijo que estaría aquí. El capitán Edden quiere hablar con usted. Algo relacionado con el concejal Trent Kalamack —dijo el agente de la AFI con tono indiferente.
—¡Kalamack! —aullé y luego me maldije a mí misma por haberlo hecho. El maldito ricachón quería que trabajase para él o matarme, dependiendo de su estado de ánimo o de cómo fuesen sus acciones de bolsa—. ¿Kalamack, eh? —rectifiqué revolviéndome incómoda en el asiento de cuero—. ¿Por qué te manda Edden a buscarme?, ¿estás en su lista negra de esta semana?
No contestó nada pero sus potentes manos se aferraban al volante tan fuerte que sus uñas se pusieron blancas. Se creó un silencio. Cruzamos un semáforo en ámbar a punto de ponerse en rojo.
—Oye, ¿y tú quién eres? —le pregunté finalmente.
Carraspeó en lo más profundo de su garganta. Estaba acostumbrada a despertar recelo en la mayoría de los humanos. Este tipo no parecía asustado y me estaba empezando a hartar.
—Detective Glenn, señora —dijo.
—«Señora» —saltó Jenks riéndose—, te ha llamado «señora».
Lo miré con el ceño fruncido. El hombre parecía muy joven para ser detective. La AFI debía estar desesperada últimamente.
—Pues gracias, detective Glade —dije confundiéndome con su nombre—, puede dejarme aquí mismo y cogeré un autobús desde aquí. Ya iré a ver al capitán Edden mañana. Ahora mismo estoy trabajando en un caso importante.
Jenks se rió por lo bajo y el hombre se puso rojo, aunque su piel oscura casi lo ocultaba.
—Es Glenn, señora, y ya he visto su importante caso. ¿Quiere que la vuelva a dejar en la fuente?
—No —dije, hundiéndome en el asiento al recordar a los cabreados hombres lobo—, pero se lo agradecería si me pudiese llevar hasta mi oficina. Está en los Hollows, coja la siguiente a la izquierda.
—No soy su chófer —dijo con tono serio, claramente disgustado—, soy el chico de reparto.
Metí el brazo dentro cuando accionó el botón para subir la ventanilla desde su asiento. Inmediatamente el ambiente se volvió cargado. Jenks revoloteó hasta el techo quedando atrapado.
—¿Qué demonios haces? —chilló.
—¡Sí! —exclamé—. ¿Qué pasa?
—El capitán Edden quiere verla ahora, señorita Morgan, no mañana. —Sus ojos se apartaron de la calle para clavarse en mí. Apretaba la mandíbula y no me gustaba su antipática sonrisa—. Y si se le ocurre tan siquiera alargar la mano para alcanzar un hechizo, la saco del coche, la esposo y la meto en el maletero. El capitán Edden me ha enviado a recogerla, pero no me ha dicho cómo debía traerla.
Jenks aterrizó en mi pendiente jurando como un carretero. Intenté abrir la ventana repetidamente con mi botón, pero Glenn lo había bloqueado. Me eché hacia atrás en el asiento con un bufido. Podría meterle el dedo en el ojo a Glenn y obligarlo a salirse de la carretera, pero ¿para qué? Sabía adonde íbamos y Edden se encargaría de que me llevasen a casa luego. Sin embargo, me molestaba encontrarme con un humano con más agallas que yo. ¿En qué se estaba convirtiendo esta ciudad?
Se hizo un profundo silencio en el vehículo. Me quité las gafas de sol y me incliné hacia delante al darme cuenta de que el hombre iba veinticinco kilómetros por encima del límite. Típico.
—Observa —me susurró Jenks. Arqueé las cejas al ver al pixie despegar de mi pendiente. El sol otoñal que se colaba en el coche se llenó de pronto de brillos cuando disimuladamente dejó caer un polvillo brillante sobre el detective. Apostaría mis mejores braguitas de encaje a que no era el polvo pixie normal. Glenn acababa de ser víctima de los polvos pica pica de los pixies.
Reprimí una sonrisa. Dentro de unos veinte minutos a Glenn le picaría tanto el cuerpo que no podría estarse quieto.
—Y, ¿cómo es que no te doy miedo? —le pregunté descaradamente, sintiéndome mucho mejor.
—Una familia de brujos vivía en la casa de al lado cuando era niño —dijo con recelo—. Tenían una hija de mi edad. Me atacó con todo lo que una bruja pueda lanzarle a una persona. —Una ligera sonrisa cruzó su cuadrado rostro, dándole un aspecto impropio de la AFI—. El día más triste de mi vida fue cuando se mudó.
—Pobrecito —dije haciendo un puchero y su entrecejo volvió a fruncirse. Sin embargo, no estaba contenta. Edden lo había enviado a buscarme porque sabía que no podría intimidarlo. Odio los lunes.
La piedra gris de la torre de la AFI recibía los rayos del sol de por la tarde cuando aparcamos en uno de los espacios reservados, justo frente al edificio. Las calles estaban llenas de gente y Glenn nos escoltó formalmente a mí y a mi pez por la puerta principal. Las diminutas ampollas entre su cuello y la camisa comenzaban a adquirir un aspecto rosado y doloroso sobre su piel oscura. Jenks siguió mi mirada hasta su cuello y resopló.
—Parece que el señor detective de la AFI es muy sensible al polvo de pixie —murmuró—. Se va a filtrar a su sistema linfático y le va a picar en sitios que desconocía que tenía.
—¿De verdad? —pregunté horrorizada. Normalmente, solo te picaba donde te había caído el polvo. A Glenn le esperaban veinticuatro horas de pura tortura.
—Sí, no se le ocurrirá volver a encerrar a un pixie en un coche jamás.
Pero creí advertir un fondo de culpabilidad en su voz y tampoco estaba canturreando ninguna canción de victoria acerca de margaritas y acero rojo brillando bajo la luz de la luna. Mis pasos vacilaron antes de atravesar el emblema de la AFI incrustado en el suelo del vestíbulo. No era supersticiosa, excepto cuando podía salvarme la vida, pero estaba entrando en un territorio normalmente solo para humanos. No me gustaba ser una minoría.
Las esporádicas conversaciones y el repiqueteo de los teclados me recordaron mi antiguo trabajo en la si y la tensión de mis hombros se relajó. Las ruedas de la justicia estaban engrasadas a base de papel e impulsadas por los rápidos pies en las calles. Si los pies eran humanos o inframundanos era irrelevante. Al menos para mí.
La AFI había sido creada para sustituir a las autoridades locales y federales tras la Revelación. Sobre el papel, la AFI se creó para ayudar a proteger a los humanos que quedaron de los, ejem, inframundanos más agresivos, generalmente vampiros y hombres lobo. La realidad fue que disolvió la antigua estructura legislativa en un intento paranoico por mantenernos a los inframundanos fuera de las fuerzas del orden público. Fracasaron. Los policías y agentes federales inframundanos que «salieron del armario» y fueron despedidos crearon su propia agencia, la SI. Tras cuarenta años, la AFI se sentía completamente superada y sufría los abusos constantes de la si en la lucha de ambos por mantener el control sobre los variados ciudadanos de Cincinnati, siendo la si la encargada de los casos sobrenaturales que la AFI no podía manejar.
Conforme seguía a Glenn hacia el fondo, incliné el depósito de riego para ocultar mi muñeca izquierda. No creía que mucha gente reconociese en la pequeña cicatriz circular en la cara interna de mi muñeca una marca de demonio, pero prefería pecar de cautelosa.
Ni la AFI ni la si sabían que me había visto involucrada en un incidente provocado por un demonio y en el que se destrozó un archivo de libros antiguos en la universidad la primavera pasada y por ahora prefería que así fuese. Lo enviaron para matarme, pero finalmente me salvó la vida. Debo llevar su marca hasta que encuentre la forma de devolverle el favor.
Glenn zigzagueó hasta cruzar el vestíbulo y me sorprendí al comprobar que ni un solo agente hacía un comentario pícaro sobre la pelirroja vestida de cuero. Pero es que comparados con la prostituta vociferante con el pelo morado y una cadena fosforescente desde la nariz hasta algún punto bajo su blusa, probablemente nosotros resultásemos invisibles.
Vi las persianas bajadas en la oficina de Edden al pasar y saludé con la mano a Rose, su asistente. Su cara se puso roja, aunque fingió ignorarme, y la evité. Estaba acostumbrada a tales desaires, pero aun así resultaba irritante. La rivalidad entre la AFI y la si venía de antiguo. Que yo ya no trabajase para la si no parecía importar mucho. Pero también podría ser que no le gustasen las brujas.
Respiré mejor cuando dejamos atrás la parte de cara al público y entramos en el pasillo iluminado por una estéril luz fluorescente. Glenn también se relajó y aminoró el paso. Sentía la política de la oficina flotando tras nosotros, pero estaba demasiado abatida para que me importase. Pasamos una sala de reuniones vacía y mis ojos se posaron en una enorme pizarra blanca cubierta con los casos más acuciantes de la semana. Desplazando a los habituales crímenes de humanos acosados por vampiros había una lista de nombres. Se me revolvió el estómago y bajé la vista. Íbamos demasiado deprisa para leer los nombres, pero sabía los que debían ser. Había estado siguiendo las noticias, como todo el mundo.
—¡Morgan! —gritó una voz familiar y me giré de golpe, haciendo chirriar mis botas sobre las baldosas grises.
Era Edden. Su achaparrada silueta se recortaba en el pasillo avanzando hacia nosotros, balanceando los brazos. Inmediatamente me sentí mejor.
—Baboso —murmuró Jenks—. Rachel, me largo de aquí. Te veo en casa.
—Quédate donde estás —le dije, me hacía gracia el rencor que le guardaba el pixie—, y si le sueltas alguna grosería a Edden, pondré insecticida en tu tronco.
Glenn se rió por lo bajo, probablemente porque no pude oír lo que Jenks mascullaba.
Edden no podía negar por su aspecto que era un ex miembro del grupo de operaciones especiales de la Armada y mantenía el pelo muy corto, vestía un pantalón caqui con raya marcada y ocultaba un entrenado torso bajo la almidonada camisa blanca. Aunque su espesa mata de pelo tieso era negra, tenía el bigote completamente gris. Una sonrisa de bienvenida iluminó su redonda cara mientras avanzaba hacia nosotros, guardándose unas gafas de lectura con montura de pasta en el bolsillo de la camisa. El capitán de la AFI de Cincinnati se detuvo bruscamente, despidiendo olor a café en mi dirección. Era casi de mi misma estatura, lo que lo convertía en un poco bajito para un hombre, pero lo compensaba con su presencia.
Edden arqueó las cejas al fijarse en mis pantalones de cuero y el poco profesional top de cuello halter.
—Me alegro de verte, Morgan —dijo—, espero no haberte pillado en mal momento.
Me cambié de lado el peso del depósito y extendí la mano. Sus dedos regordetes sepultaron los míos en un apretón familiar y acogedor.
—No, en absoluto —dije fríamente y Edden me puso una pesada mano en el hombro, dirigiéndome hacia un pasillo corto.
Normalmente habría reaccionado ante tales demostraciones de familiaridad con un delicado codazo en el estómago. Pero Edden era mi alma gemela, él odiaba tanto las injusticias como yo. Aunque no se parecía en nada físicamente a mi padre, me recordaba a él y se había ganado mi respeto al aceptarme como bruja y tratarme con igualdad en lugar de con desconfianza. No podía resistirme a sus halagos.
Avanzamos por el pasillo hombro con hombro mientras que Glenn se rezagaba.
—Me alegro de verle volando de nuevo, señor Jenks —dijo Edden, inclinando la cabeza hacia el pixie.
Jenks despegó de mi pendiente entrechocando bruscamente las alas. Edden le había partido un ala a Jenks en una ocasión al meterlo dentro de una garrafa de agua y los insultos del pixie fueron tremendos.