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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (45 page)

Makoto se sentaba a mi lado día y noche, pero apenas hablaba. Yo notaba que me ocultaba algo y que Kenji sabía de qué se trataba. Una vez trajeron a Hiroshi a verme y sentí un gran alivio al ver que estaba vivo. Se mostraba alegre y me contó el viaje que había realizado con mis tropas, cómo habían logrado escapar de lo peor del terremoto y se habían topado con los patéticos restos del ejército de Arai, en su día todopoderoso. También me contó lo maravilloso que era
Shun,
pero pensé que su jovialidad no era del todo sincera. A veces Taku, que en un solo mes había madurado años, venía a sentarse a mi lado; al igual que Hiroshi, actuaba con alegría, pero su rostro se veía pálido y comedido. A medida que recobraba mis fuerzas, me di cuenta de que no habíamos recibido noticias de Shizuka. Obviamente, todos temían lo peor; pero yo nunca pensé que estuviera muerta, ni tampoco Kaede, pues ninguna de ellas me había visitado en mi delirio.

Por fin, una tarde Makoto me dijo:

—Nos han llegado noticias del sur. Los daños del terremoto han sido mayores allí. Hubo un terrible incendio en la residencia del señor Fujiwara... —me tomó la mano—. Lo siento, Takeo. Al parecer, nadie sobrevivió.

—¿Ha muerto Fujiwara?

—Sí, su muerte está confirmada —hizo una pausa y añadió con rapidez—: Kondo Kiichi murió allí también.

Kondo, a quien yo había enviado con Shizuka...

—¿Y tu amigo?

—Pobre Mamoru, también murió; pero tal vez acogiera la muerte con gusto.

Permanecí en silencio unos instantes. Makoto añadió con suavidad:

—No han encontrado el cuerpo de tu esposa, pero...

—Tengo que saber si sigue viva o no —dije, angustiado—. Por favor, ve a enterarte.

Makoto accedió a partir la mañana siguiente. Pasé la noche atormentado, preguntándome qué haría si Kaede estuviera muerta. Mi único deseo sería seguirla al otro mundo y, sin embargo, ¿cómo podría abandonar a todos cuantos me habían apoyado con tanta lealtad? Para cuando amaneció reconocí la verdad que encerraban las palabras de Jo—An y las de Makoto. Mi vida no me pertenecía. Sólo yo podía traer la paz. Estaba condenado a vivir.

Durante la noche me vinieron a la mente los documentos de Shigeru que Kaede había transportado a Shirakawa y le hablé a Makoto de ellos antes de que emprendiera la marcha. Ya que me veía obligado a seguir viviendo, quería que regresaran a mi posesión antes del invierno. Tenía que pasar los largos meses invernales planeando la estrategia para el verano; los enemigos que aún me quedaban no dudarían en utilizar a la Tribu en mi contra. Decidí que tendría que abandonar Hagi en la primavera e imponer mi gobierno en los Tres Países. Puede que debiera establecer mi cuartel general en Inuyama y hacer de aquella ciudad mi capital. La ocurrencia me hizo sonreír con amargura, pues el nombre significa "la Montaña del Perro" y era como si me hubiera estado esperando.

Le pedí a Makoto que llevara a Hiroshi con él; el muchacho le enseñaría el lugar donde los documentos se encontraban ocultos. Yo aún abrigaba la débil esperanza de que Kaede estuviera en Shirakawa y que Makoto la trajera ante mí.

Regresaron un día de intenso frío, unas dos semanas más tarde. Venían solos y la decepción estuvo a punto de derrumbarme. Además, traían las manos vacías.

—La anciana que custodia el santuario no consiente en entregar los documentos a nadie más que a ti —me anunció Makoto.

Tuve la impresión de que tenía algo más que decir, pero se quedó en silencio.

—¿Qué podemos hacer? —pregunté.

Makoto me miraba con una extraña expresión que denotaba compasión y afecto.

—Iremos todos allí —afirmó—. Y sabremos de una vez por todas si hay noticias de la señora Otori.

Yo anhelaba ¡r a Shirakawa, pero temía que el viaje resultara inútil; además, estábamos a finales de año.

—Corremos el riesgo de quedar atrapados por la nieve —argumenté—. Tenía pensado pasar el invierno en Hagi.

—En el peor de los casos, puedes quedarte en Terayama. Voy a dirigirme al templo en el camino de vuelta y allí me quedaré, pues mi tiempo contigo se está acercando al final.

—¿Acaso piensas abandonarme? ¿Por qué?

—Siento que tengo otro trabajo que hacer. Ya has conseguido todo aquello en lo que me propuse ayudarte. Ahora he sido llamado para regresar al templo.

Quedé desolado. ¿Es que iba a perder a todos cuantos amaba? Me di la vuelta para ocultar mi congoja.

—Cuando creí que ibas a morir, hice un juramento —continuó Makoto—. Prometí al Iluminado que si vivías dedicaría mi vida a tu causa de una forma diferente. He luchado y he matado a tu lado y de buena gana lo volvería a hacer. Excepto que, al final, la muerte no resuelve nada. Como la danza de la comadreja, el ciclo de violencia sigue y sigue sin cesar.

Sus palabras me resonaban en los oídos. Eran las mismas que me habían golpeado la mente una y otra vez cuando me encontraba delirante.

—Bajo el efecto de la fiebre hablaste de tu padre y del mandamiento de los Ocultos por el que está prohibido quitarse la vida. Como guerrero, me resulta difícil de entender; pero como monje, se trata de un precepto que debo seguir. Aquella noche juré que nunca volvería a matar. A partir de ahora, buscaré la paz a través de la oración y la meditación. Abandoné mi flauta en Terayama para tomar las armas. Dejaré aquí mis armas y regresaré a mi música —Makoto esbozó una leve sonrisa—. Cuando pronuncio estas palabras, me suenan como las de un demente. Voy a dar el primer paso de un viaje largo y difícil, pero es el que debo seguir.

No respondí nada. Me imaginé el templo de Terayama, donde Shigeru y Takeshi estaban enterrados, donde había sido protegido y cuidado, donde Kaede y yo habíamos celebrado nuestra boda. Se encontraba en pleno centro de los Tres Países, el corazón físico y espiritual de mis tierras, y de mi vida. Y desde ese momento Makoto estaría allí, elevando plegarias por la paz que yo anhelaba, apoyando siempre mi causa. Nuestra labor sería como una diminuta gota de tinte en una tina gigantesca, pero el color se ¡ría extendiendo con el paso de los años, el hermoso color verde azulado de la paz. Bajo la influencia de Makoto, el templo volvería a ser un lugar de concordia, como lo había deseado su fundador.

—No voy a abandonarte —dijo Makoto con gentileza—, estaré contigo de un modo diferente.

Yo no encontraba palabras para expresar mi gratitud. Él había entendido mi conflicto y de aquella forma estaba dando los primeros pasos para resolverlo. Todo lo que yo podía hacer era darle las gracias y dejarle marchar.

Kenji, con el apoyo tácito de Chiyo, se opuso rotundamente a mi decisión de emprender viaje, alegando que corría un grave riesgo al acometer tan largo recorrido sin haberme recuperado por completo. Yo me sentía cada día mejor y la mano se me había curado casi totalmente, aunque aún me dolía y todavía notaba mis dedos inexistentes. Lamentaba la pérdida de destreza que mi mano mutilada comportaba e intentaba acostumbrar la mano izquierda al sable y el pincel, pero al menos podía sujetar las riendas de un caballo con la mano derecha, y pensé que me encontraba lo suficientemente bien para cabalgar. Mi mayor preocupación era que pudieran necesitarme para la reconstrucción de Hagi, pero Miyoshi Kahei y su padre me aseguraron que podrían arreglárselas sin mí. Kahei y el resto de mi ejército habían quedado retrasados por el terremoto, junto a Makoto, pero no sufrieron daños. Su llegada había aumentado en gran medida nuestras fuerzas y había acelerado la recuperación de la ciudad. Le pedí a Kahei que enviase mensajes a Shuho lo antes posible para invitar al maestro carpintero Shiro y a su familia a que regresasen al clan.

Finalmente, Kenji cedió y dijo que, a pesar del considerable dolor de sus costillas rotas, me acompañaría, ya que yo había demostrado ser incapaz de acabar con Kotaro por mí mismo. Le perdoné el sarcasmo, contento por tenerle a mi lado. También nos llevamos a Taku, pues no queríamos dejarle atrás, tan bajo de ánimo como estaba. Él e Hiroshi reñían como de costumbre, pero éste había ganado en paciencia y Taku se mostraba menos arrogante; me alegraba ver que entre ellos estaba naciendo una verdadera amistad. También llevé conmigo a los hombres que no resultaban imprescindibles en la ciudad y los fuimos dejando en grupos a lo largo de la carretera para que ayudasen en las tareas de reconstrucción de las aldeas y granjas afectadas por el terremoto. Éste había abierto una enorme brecha de norte a sur, y la fuimos siguiendo a lo largo de nuestro trayecto. Nos acercábamos a la mitad del invierno y, a pesar de las pérdidas y la destrucción, las gentes se preparaban para las celebraciones del Año Nuevo. Sus vidas empezaban otra vez.

Los días eran helados pero claros; el paisaje de invierno se veía desnudo, de un gris apagado, y el canto de las agachadizas llegaba desde los pantanos. Cabalgamos directamente hacia el sur y al atardecer, en la puesta de sol, el cielo adquiría un intenso tono rojo. Las noches eran muy frías, con estrellas gigantescas, y por las mañanas el paisaje aparecía blanco, cubierto de escarcha.

Yo sabía que Makoto me ocultaba algún secreto, pero no hubiera podido decir si era alegre o desdichado. Cada día, su expectación parecía ir en aumento. Mi propio ánimo era cambiante. Me alegraba de cabalgar de nuevo a lomos de
Shun,
pero el intenso frío y la dureza del viaje, junto con el dolor y la incapacidad de mi mano, me agotaban más de lo que yo hubiera pensado, y por las noches la tarea que tenía ante mí me parecía demasiado inmensa como para poder triunfar, sobre todo si es que iba a acometerla sin Kaede.

En el séptimo día llegamos a Shirakawa. El cielo se había encapotado y el mundo entero parecía cubierto por una capa gris. La casa familiar de Kaede se encontraba abandonada y en ruinas. La vivienda había quedado arrasada por el fuego y no quedaban más que vigas chamuscadas y cenizas. El aspecto era lúgubre; imaginé que la residencia de Fujiwara tendría la misma apariencia. Tuve la premonición de que Kaede estaba muerta y que Makoto me conducía a su tumba. Un alcaudón emitía su insistente canto desde el tronco abrasado de un árbol situado junto a la cancela y en los campos de arroz dos ¡bis buscaban alimento; su plumaje rosa relucía en aquel paisaje desolado. Mientras pasábamos junto a las riberas, Hiroshi me llamó.

—¡Señor Otori, mirad!

Dos yeguas marrones trotaban hacia nosotros relinchando a nuestros caballos. Cada una iba acompañada por un potro de unos tres meses, según calculé, cuyo tierno pelaje marrón empezaba a dar paso al gris. Las crines y cola de los potrillos eran tan negras como el azabache.

—¡Son los hijos de
Raku! —
exclamó Hiroshi—. Amano me dijo que el caballo de la señora Otori había preñado a las yeguas de Shirakawa.

Yo no podía quitarles la vista de encima. Parecían un regalo precioso enviado por el cielo, una promesa de renovación y de nueva vida.

—Uno de ellos será tuyo —le prometí a Hiroshi— Te lo mereces por tu lealtad hacia mí.

—¿Puede Taku quedarse con el otro? —suplicó en tonces Hiroshi.

—¡Desde luego!

Los niños lanzaron gritos de júbilo. Les pedí a los mozos que llevaran a las yeguas con nosotros, y los potrillos iban brincando junto sus madres. Me sentí muy animado a medida que seguíamos a Hiroshi, quien nos conducía a lo largo del Shirakawa hasta las cuevas sagradas.

Nunca antes había estado allí y me impresionó el enorme tamaño de la caverna en la que nacía el río. La montaña se erguía en lo alto, su cumbre ya cubierta de nieve, y se reflejaba en las negras e inmóviles aguas invernales. En aquel lugar guiado por la mano de la naturaleza, aprecié mejor que en ningún otro la verdad de que todos son uno. La tierra, el agua y el cielo se unían en perfecta armonía. Como aquel día en Terayama, cuando por vez primera tuve conocimiento de la verdad indivisible, ahora la tierra me mostraba la auténtica naturaleza del cielo.

Al borde del río había una pequeña casa, justo delante de las cancelas del santuario. Un anciano salió al oír cascos de caballo, sonrió al reconocer a Makoto e Hiroshi, e hizo una reverencia.

—Bienvenidos. Sentaos, prepararé té. Después llamaré a mi esposa.

—El señor Otori ha venido a recoger los arcones que dejamos aquí —dijo Hiroshi con tono solemne, y sonrió a Makoto.

—Sí, sí. Se lo diré. Ningún hombre puede entrar, pero las mujeres vendrán a nosotros.

Mientras nos servía el té, otro hombre salió de la casa y nos saludó. Era de mediana edad, amable y de aspecto inteligente. Yo no tenía ni idea de quién podía ser, aunque tuve la impresión de que él me conocía. Se presentó a nosotros como Ishida y deduje que era médico. Mientras nos hablaba sobre la historia de las cuevas y las propiedades curativas de las aguas, el anciano se acercó con notable agilidad a la entrada de las cuevas, saltando de piedra en piedra. A poca distancia de la entrada, una campana de bronce colgaba de un poste de madera. El hombre la tocó y el tañido resonó por encima del agua, haciendo eco y reverberando desde el interior de la montaña.

Mientras bebía el té, me dediqué a observar al anciano. Parecía mirar fijamente hacia la gruta y aguzar el oído. Tras unos momentos, se giró y, elevando la voz, dijo:

—Señor Otori, podéis acercaros hasta aquí.

Coloqué el cuenco en el suelo y me puse en pie. El sol estaba desapareciendo por detrás de la ladera occidental y la montaña arrojaba su sombra sobre el agua. A medida que, siguiendo los pasos del hombre, saltaba de piedra en piedra, noté que una fuerza extraña tiraba de mí.

Me coloqué junto al anciano, al lado de la campana. Él elevó la mirada y me sonrió; su sonrisa era tan cálida y franca que llegué a emocionarme.

—Aquí viene mi esposa —anunció el hombre—. Ella traerá los arcones —el anciano soltó una risa ahogada y añadió—: Os han estado esperando.

Para entonces mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y ya podían distinguir el interior de la cueva. Vi a la anciana del santuario, vestida de blanco. Escuché sus pisadas sobre la roca mojada y los pasos de mujeres detrás de ella. La sangre se me agolpaba en los oídos.

Cuando salieron a la luz, la anciana hizo una reverencia hasta el suelo y colocó el arcón a mis pies. Shizuka estaba justo detrás de ella, cargando con el segundo arcón.

—Señor Otori —murmuró.

Apenas la oí, ni siquiera miré a ninguna de las dos. Dirigí la vista más allá y descubrí a Kaede.

Supe que era ella por su silueta, pero había algo diferente. En un primer momento no la reconocí. Llevaba un paño sobre la cabeza y, según se acercó a mí, dejó que le cayera sobre los hombros.

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