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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (42 page)

Mi plan consistía en dirigirnos directamente al castillo. No deseaba destruir mi ciudad ni someter al clan Otori a un baño de sangre. Pensé que si podíamos matar o capturar a los señores de los Otori inmediatamente, lo más probable era que el clan se pusiera de mi lado en lugar de enfrentarse entre sí. Lo mismo opinaban los guerreros Otori que me acompañaban. Muchos de ellos me habían suplicado que les permitiera escoltarme y tomar parte directa en la venganza, pues se habían sentido ultrajados por los señores del clan, habían sufrido agravios y deslealtades. Pero mi objetivo era penetrar en el castillo en secreto y silenciosamente. Sólo llevaría conmigo a Kenji y a Taku, y colocaría a mis hombres al mando de Terada.

El viejo pirata se encontraba embargado por la emoción ante la idea de ajustar las cuentas que tenía pendientes desde hacía tanto tiempo. Yo le había dado instrucciones: los barcos debían permanecer alejados de la costa hasta la madrugada. Entonces, sonarían las caracolas y las naves avanzarían a través de la bruma. El resto, dependía de él. Yo abrigaba la esperanza de convencer a la ciudad para que se rindiera; de no ser así, lucharíamos por las calles hasta llegar al puente y lo dejaríamos libre para permitir el paso al ejército de Arai.

El castillo estaba construido sobre un promontorio situado entre el río y el océano. Yo sabía, por el día de mi adopción, que la residencia se hallaba en el costado que daba al mar, donde un muro, según decían inexpugnable, se elevaba directamente desde el agua.

Kenji y Taku llevaban consigo garfios y otras armas propias de la Tribu. Yo iba armado con cuchillos arrojadizos, una espada corta y mi sable,
Jato.

La luna desapareció y la bruma se tornó más densa. La barca flotaba en silencio en dirección a la costa y llegó hasta la muralla de piedra con un mínimo sonido. Uno a uno, nos colocamos junto al muro y nos hicimos invisibles. Escuché pisadas por encima de nuestras cabezas y

una voz gritó:

—¿Quién está ahí? ¡Dad vuestro nombre!

Ryoma contestó en el dialecto de los pescadores de Hagi:

—Estoy solo. Me he perdido con esta dichosa niebla.

—Te habrás emborrachado, más bien —replicó otro de los centinelas—. ¡Largo de aquí! Si volvemos a verte cuando la niebla desaparezca, te clavaremos una flecha.

El sonido del remo se fue apagando. Di un pequeño silbido a Kenji y Taku —no podía distinguir a ninguno de ellos—, y los tres comenzamos a escalar. El proceso fue lento; el muro, bañado dos veces al día por la marea, estaba recubierto de algas y resultaba de lo más resbaladizo. Centímetro a centímetro, fuimos ascendiendo los tres y finalmente llegamos a lo más alto. Un último grillo de otoño chirrió y al instante se quedó en silencio. Kenji respondió con otro chirrido. Escuché a los guardias, que conversaban en el extremo más alejado de la muralla. Junto a ellos ardían una lámpara de aceite y un brasero. Más allá se encontraba la residencia donde los señores de los Otori, sus lacayos y sus familias estarían durmiendo.

Sólo oía dos voces, y esto fue algo que me sorprendió. Lo lógico hubiera sido encontrar más centinelas, pero por la conversación de aquellos guardias deduje que todos los hombres disponibles habían sido apostados en el puente y a lo largo del río para anticiparse al ataque de Arai.

—¡Ojalá ya nos hubiera derrotado! —gruñó uno de ellos—. La espera se hace insoportable.

—Arai debe de saber la poca comida que hay en la ciudad —replicó el otro—. Lo más probable es que piense que puede forzarnos a morir de hambre.

—Más vale tenerle ahí fuera que aquí dentro.

—Disfruta mientras puedas. Si Arai se hace con el control de la ciudad, habrá una matanza. El mismísimo Takeo huyó y se adentró en un tifón con tal de no enfrentarse con él.

Estiré el brazo para encontrar a Taku y acerqué su cabeza a la mía.

—Salta al otro lado del muro —le susurré al oído—. Distráeles mientras nosotros los atacamos por la espalda. Noté que asentía con la cabeza y escuché un sonido casi imperceptible mientras se alejaba. Kenji y yo le seguimos por encima del muro. Bajo el resplandor del brasero observé una pequeña sombra. Se movió trémulamente sobre el suelo y, después, aquella silueta silenciosa, que recordaba a un fantasma, se dividió en dos.

—¿Qué ha sido eso? —dijo asustado uno de los guardias.

Ambos se habían puesto en pie y miraban fijamente las dos imágenes de Taku. Kenji y yo lo tuvimos muy fácil: cada uno se encargó de un centinela, al que matamos sin hacer el más mínimo ruido.

Los guardias acababan de hacer té, de modo que bebimos un poco mientras esperábamos la primera luz del día. El cielo fue palideciendo poco a poco. Cuando las caracolas empezaron a sonar, el vello de la nuca se me erizó. Desde la costa, los perros ladraron en respuesta.

La actividad estalló en la residencia; escuché pisadas y exclamaciones de sorpresa, pero también percibí que aún no había cundido la alarma. Las persianas se abrieron y las puertas correderas se deslizaron. Un grupo de guardias salió corriendo, seguidos por Shoichi y Masahiro, todavía cubiertos con ropas de dormir pero empuñando sus sables.

Se pararon en seco cuando me vieron caminar hacia ellos a través de la bruma, con
Jato
en la mano. A mis espaldas aparecían los primeros barcos; las caracolas sonaron otra vez desde el agua y el sonido hizo eco en las montañas que rodeaban la bahía.

Masahiro dio un paso atrás.

—¿Shigeru? —preguntó, ahogando un grito.

Su hermano mayor palideció. Estaban viendo al hombre al que habían intentado asesinar; vieron el sable Otori en su mano y el terror los embargó.

Dije en voz alta:

—Soy Otori Takeo, nieto de Shigemori, sobrino e hijo adoptivo de Shigeru. Os considero responsables de la muerte del legítimo heredero del clan Otori. Enviasteis a Shintaro a asesinarle; cuando falló, conspirasteis con Ilida Sadamu para acabar con él. Ilida ya ha pagado con su vida. Ahora os toca a vosotros.

Yo era consciente de que Kenji se encontraba detrás de mí, sable en mano, y abrigué la esperanza de que Taku se mantuviera en estado invisible. En ningún momento aparté los ojos de los hombres que tenía enfrente.

Shoichi intentó recobrar la compostura.

—Tu adopción fue ilegal. No tienes derecho a afirmar que tienes sangre Otori ni a llevar ese sable. No te reconocemos —llamó a los lacayos—. ¡Matadle!

Jato
pareció temblar en mis manos al tiempo que cobraba vida. Yo estaba preparado para enfrentarme a un ataque por parte de los guerreros, pero ninguno se movió. La expresión de Shoichi cambió de repente al comprender que tendría que enfrentarse conmigo él solo.

—No deseo dividir el clan —dije—. Sólo quiero vuestras cabezas.

Consideré que ya les había advertido lo suficiente y notaba que
Jato
estaba sediento de sangre. Era como si el espíritu de Shigeru se hubiera apropiado de mi cuerpo y se dispusiera a llevar a cabo su venganza.

Shoichi se encontraba más cerca de mí que su hermano; además, era más hábil que éste con la espada. Primero me libraría de él. Ambos habían sido buenos luchadores, pero ahora eran ancianos que rondaban los cincuenta años y no llevaban armadura. En cambio, yo me encontraba en mi mejor momento en cuanto a forma física y velocidad, debido a las batallas que me había visto obligado a librar. Maté a Shoichi con un golpe en el cuello que le cortó en diagonal. Masahiro saltó hacia mí por la espalda, pero Kenji paró el golpe con su espada y, cuando me giré para enfrentarme a mi oponente, vi que el miedo le distorsionaba el rostro. Blandiendo mi sable, le fui empujando hacia el muro. Escapó a todos mis ataques, pero no mantenía la concentración suficiente. Volvió a llamar a sus hombres, mas ninguno de ellos se movió.

Los primeros barcos se encontraban a corta distancia de la costa. Masahiro volvió la cabeza para mirarlos, la giró hacia mí de nuevo y vio cómo
Jato
descendía sobre él. Hizo un movimiento desesperado para esquivarlo y cayó por encima del muro en dirección al mar.

Furioso porque se me había escapado, estaba a punto de saltar tras él cuando su hijo, Yoshitomi, mi antiguo enemigo del pabellón de entrenamiento, llegó corriendo desde la residencia seguido por un puñado de hermanos y primos. Ninguno de ellos pasaba de los veinte años.

—Yo lucharé contigo, hechicero —gritó Yoshitomi—. Veremos si eres capaz de combatir como un guerrero.

Yo me encontraba en un estado casi de exaltación, y
Jato,
una vez que había probado la sangre, pareció enloquecer y empezó a moverse a la velocidad del rayo. Cuando me enfrentaba a varios enemigos a la vez, Kenji se colocaba a mi lado. Sentí lástima porque aquellos hombres tan jóvenes tuvieran que morir, pero al mismo tiempo me alegraba de que pagaran por la traición de sus progenitores. Cuando por fin pude volver mi atención hacia Masahiro, vi que había salido a la superficie cerca de una pequeña embarcación situada delante de la flota de naves. Era la barca de Ryoma. Agarrando a su padre por el cabello, el joven tiró de él hacia arriba y le cortó la garganta con uno de los cuchillos que los pescadores utilizan para destripar el pescado. Fueran cuales fuesen los crímenes de Masahiro, aquel final fue mucho más terrible del que yo podía haber imaginado para él: la muerte a manos de su propio hijo mientras, aterrorizado, intentaba escapar.

Me giré para mirar al grupo de lacayos.

—Tengo una enorme tropa de hombres en aquellas naves y el señor Arai y yo hemos sellado una alianza. No deseo pelear con ninguno de vosotros. Os doy permiso para quitaros la vida si así lo deseáis; también podéis pasar a mi servicio o bien enfrentaros uno a uno conmigo en este mismo momento. He cumplido mi deber para con el señor Shigeru, me he limitado a hacer lo que él me ordenó.

Yo aún sentía el espíritu de mi padre adoptivo en mi interior,

Uno de los hombres de más edad dio un paso adelante. Recordaba su cara, pero no su nombre.

—Soy Endo Chikara. Muchos de nosotros tenemos hijos y sobrinos que ya se han unido a vuestra causa. No deseamos enfrentarnos a ellos. Habéis cumplido con vuestro deber por derecho propio, de manera justa y honorable. Por el bien del clan, estoy preparado y deseoso de serviros, señor Otori.

Acto seguido, Endo se arrodilló y, uno a uno, los demás lacayos le imitaron. A continuación, Kenji y yo recorrimos la residencia y apostamos guardias ante los aposentos de las mujeres y los niños. Yo confiaba en que éstas se quitaran la vida; más tarde decidiría qué hacer con los niños. Comprobamos todos los rincones secretos y encontramos varios espías escondidos. Algunos eran Kikuta, pero ni en la residencia ni en el castillo había señal alguna de Kotaro, quien, según le habían dicho a Kenji, se hallaba en Hagi.

Endo me acompañó al castillo. El capitán de la guardia también sintió alivio ante la posibilidad de rendirse ante mí; se llamaba Miyoshi Satoru y era el padre de Kahei y Gemba. Una vez que nos hubimos asegurado de la fidelidad de la fortaleza, las naves llegaron a la costa y los hombres desembarcaron para recorrer la ciudad, calle por calle.

La toma del castillo, que yo había considerado como la parte más difícil de mi plan, resultó ser la menos complicada. A pesar de la rendición de los guerreros, buena parte de la ciudad se negó a claudicar pacíficamente. El caos estalló en las calles; la población intentaba huir, pero no había dónde acudir. Terada y sus hombres tenían sus propias cuentas que saldar y surgieron bolsas de obcecada resistencia que tuvimos que vencer librando feroces ataques cuerpo a cuerpo.

Por fin, llegamos a la orilla izquierda del río, no lejos del puente de piedra. A juzgar por la posición del sol, debía de ser media tarde. La neblina se había disipado tiempo atrás, pero el humo de las casas en llamas pendía sobre las aguas. En la orilla contraria, el escaso follaje de los arces mostraba un rojo intenso; los sauces que bordeaban el agua se veían amarillentos y dejaban caer sus hojas, que eran arrastradas por los remolinos. En los jardines florecían los crisantemos tardíos. En la distancia divisé la presa y las tapias con techumbre de tejas que bordeaban la orilla.

"Allí está mi casa", pensé. "Esta noche dormiré en ella".

El río estaba atestado de hombres que nadaban y de pequeñas embarcaciones cargadas hasta los topes. Una larga fila de soldados avanzaba hacia el puente.

Kenji yTaku seguían a mi lado; el niño se mostraba silencioso, asustado por los horrores del combate. Nos quedamos mirando la lastimosa escena que teníamos ante nuestros ojos, los restos del derrotado ejército de los Otori. Sentí compasión por los soldados y también furia hacia sus señores por haberlos desorientado y traicionado, dejándolos solos ante el peligro de aquella desesperada acción de retaguardia mientras que ellos dormían plácidamente en el castillo de Hagi.

Fumio y yo nos habíamos separado, pero vi que estaba en el puente con unos cuantos de sus hombres. Parecían discutir con un grupo de capitanes de los Otori. Nos acercamos a ellos. Zenko se encontraba con Fumio y sonrió a Taku por un instante. Ambos hermanos permanecieron codo con codo, sin pronunciar palabra.

—Éste es el señor Otori Takeo —dijo Fumio a los hombres cuando me aproximé—. El castillo se ha rendido ante él. Él mismo os lo explicará —Fumio se giró hacia mí—.Quieren destruir el puente y prepararse para el asedio. No creen en la alianza con Arai, pues han estado luchando contra él durante la última semana. Los persigue muy de cerca y dicen que su única esperanza es derrumbar el puente de inmediato.

Me quité el yelmo para que me vieran la cara y, al instante, se hincaron de rodillas.

—Arai me ha jurado su apoyo—dije—. La alianza es verdadera. Una vez que sepa que la ciudad se ha rendido, dejará de atacar.

—Destruyamos el puente de todas formas —propuso el caudillo de los capitanes.

Me acordé del fantasma del cantero enterrado vivo en el interior del puente construido por él mismo y de la inscripción que Shigeru me había leído: "El clan Otori da la bienvenida a los justos y los leales. Que los injustos y los desleales sean precavidos". Yo no deseaba destrozar una construcción tan hermosa y, además, no veía cómo podrían desmantelar el puente a tiempo.

—No, dejadlo como está —repliqué—. Respondo por la fidelidad del señor Arai. Decidles a vuestros hombres que no tienen nada que temer si se rinden ante mí y me aceptan como su señor.

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