Read El brillo de la Luna Online

Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (40 page)

—Es porque Muto Shizuka ha venido a verle.

Kaede sintió que la sangre dejaba de llegarle a la cabeza. La alcoba pareció dar vueltas a su alrededor, no a causa de un temblor de tierra, sino de su propia debilidad. Yumi la sujetó con fuerza y la acostó sobre el colchón. Acto seguido, trajo la túnica de dormir y ayudó a Kaede a ponérsela.

—Mi señora no debe enfriarse ni enfermar otra vez —murmuró, al tiempo que tomaba el peine para desenredar el cabello de Kaede.

—¿Qué noticias hay? —preguntó ésta en voz baja.

—Los Muto han acordado una tregua con el señor Otori. El maestro Muto está ahora con él.

Al oír el nombre de Takeo el corazón de Kaede se le desbocó en el pecho y creyó que ¡ba a vomitar.

—¿Dónde está?

—En la costa, en Shuho. Se rindió al señor Arai.

Kaede no lograba imaginar qué habría sucedido.

—¿Se encuentra a salvo?

—Él y Arai han sellado una alianza. Juntos, atacarán Hagi.

—Otra batalla —murmuró Kade. Una oleada de emoción la invadió y los ojos se le cuajaron de lágrimas—. ¿Y mis hermanas?

—Están bien. Se ha concertado el matrimonio de la señora Ai con el sobrino del señor Akita. Por favor, señora, no llores. Nadie debe averiguar que sabes estas cosas. Mi vida depende de ello. Shizuka me juró que serías capaz de ocultar tus sentimientos.

Kaede hizo un esfuerzo por no verter ni una lágrima.

—¿Mi hermana pequeña?

—Arai quería comprometerla en matrimonio con el señor Otori, pero él dice que no considerará la posibilidad de casarse mientras no haya conquistado Hagi.

Fue como si una aguja oculta se le hubiera clavado en el corazón. No se le había ocurrido la posibilidad de que Takeo pudiera casarse otra vez. Pero su matrimonio con Kaede había sido anulado; se esperaría de él que tomase otra esposa. Hana era una opción lógica, pues sellaría la alianza con Fujiwara, y otorgaría a Arai otro enlace con los dominios de Shirakawa y Maruyama.

—Hana sólo es una niña —dijo Kaede con amargura mientras Yumi le peinaba el cabello.

¿Acaso Takeo ya la había olvidado? ¿Aceptaría él con gusto a su hermana, que tanto se parecía a ella? Los celos la atenazaron con mucha más fuerza que cuando pensaba en Makoto. Su aislamiento, su encierro, la golpearon con renovada fuerza. "El día que me entere de que se ha casado, moriré, aunque tenga que arrancarme la lengua de un mordisco", juró Kaede en silencio.

—Puedes estar segura de que el señor Otori tiene sus propios planes —susurró Yumi—. A fin de cuentas, se dirigía a rescatarte cuando Arai le interceptó y se vio obligado a regresar a la costa. En aquella ocasión logró escapar gracias al tifón.

—¿Venía a rescatarme? —preguntó Kaede.

Sus celos se aplacaron un poco, arrastrados por la gratitud y por un ligero destello de esperanza.

—En cuanto se enteró de que habías sido retenida contra tu voluntad, partió con un millar de hombres —Kaede notó que Yumi temblaba—. Ha enviado a Shizuka a decirte que te ama y que nunca te abandonará. Ten paciencia. Él vendrá a buscarte.

De la habitación contigua llegó un sonido, una especie de sollozo febril. Ambas mujeres se quedaron inmóviles.

—Acompáñame a las letrinas —dijo Kaede con tanta calma como si no hubiera pronunciado otras palabras en toda la velada más que "sujeta mi túnica" o "péiname el cabello".

Ella sabía el riesgo que Yumi estaba corriendo al transmitirle aquel mensaje y temía por su seguridad. Ésta tomó una capa y la puso sobre los hombros de Kaede. Salieron a la veranda en silencio. Hacía más frío que nunca.

—Esta noche helará —comentó Yumi—. ¿Quieres que pida más carbón para los braseros?

Kaede aguzó el oído. La noche estaba en calma. No corría el viento; ningún perro aullaba.

—Sí, mejor será que no pasemos frío.

A la entrada de las letrinas Kaede se quitó la capa de piel de los hombros y se la dio a Yumi para que la sujetara. En cuclillas, en aquel hueco oscuro donde nadie la veía, dio rienda suelta a su alegría. Las palabras le golpeaban el cerebro, las mismas palabras que la diosa le había dicho tiempo atrás: "Ten paciencia. Él vendrá a buscarte".

* * *

Al día siguiente Rieko se sintió un poco mejor; se levantó y se vistió a la hora habitual, aunque Kaede le suplicó que descansara más tiempo. El viento del otoño traía el frío desde la montaña, pero ella sentía una calidez que no había conocido desde que hubiera sido confinada. Intentaba no pensar en Takeo, pero el mensaje que Yumi le había hecho llegar en susurros le había traído su imagen a la mente con toda nitidez. Las palabras que él le había transmitido se repetían una y otra vez en su cabeza, con tanta fuerza que Kaede temía que alguien pudiera oírlas. Le aterrorizaba la sola idea de delatarse. No habló con Yumi, ni siquiera la miró; pero era consciente de que un nuevo sentimiento había surgido entre ellas, una especie de complicidad. ¿La notaría Rieko, con sus ojos de cormorán?

La enfermedad de ésta tuvo como consecuencia que se mostrara más malhumorada y maliciosa que nunca. Todo lo encontraba mal; se quejaba de la comida, enviaba a buscar tres clases de té diferentes y ninguno le gustaba; abofeteó a Yumi por no traer agua caliente con suficiente celeridad, e hizo llorar a Kumiko, la segunda criada, cuando ésta expresó su miedo ante los temblores de tierra.

Por lo general, Kumiko se mostraba alegre y animada, y Rieko le permitía ciertas licencias con las que las demás criadas jamás soñarían. Pero aquella mañana Rieko no paró de burlarse de la muchacha; se reía con desprecio de sus temores, ignorando el hecho de que ella misma también los sentía.

Kaede decidió apartarse del tenso ambiente y fue a sentarse a su lugar favorito, que miraba al diminuto jardín. Los débiles rayos de sol apenas alcanzaban la habitación; en unas cuantas semanas ya no iluminarían ni las tapias exteriores. El invierno resultaría triste en aquellos aposentos. ¿Llegaría Takeo antes de las nieves?

Desde allí no se veían las montañas, pero Kaede las imaginaba elevándose, majestuosas, en el cielo azul del otoño. Para entonces, las cumbres estarían cubiertas de nieve. De repente, un pájaro se posó en uno de los pinos, emitió su breve canto y acto seguido remontó el vuelo por encima del tejado, dejando tras de sí un destello verde y blanco. A Kaede le recordó al ave que Takeo había pintado mucho tiempo atrás. ¿Sería un mensaje para ella? ¿Acaso pronto quedaría libre?

Las voces de las mujeres subían de tono a sus espaldas. Kumiko gritaba:

—¡No puedo evitarlo! Cuando la casa empieza a temblar, tengo que salir corriendo. No soporto quedarme dentro.

—Así que eso es lo que hiciste anoche. ¡Dejaste a su señoría sola mientras yo dormía!

—Yumi estuvo con ella todo el rato —replicó Kumiko entre lágrimas.

—El señor Fujiwara dio órdenes para que siempre hubiera dos de vosotras con ella.

El sonido de otra bofetada resonó en la habitación. Kaede pensó en el vuelo del pájaro, en las lágrimas de la mujer. Sus propios ojos le ardieron. Escuchó pisadas y supo que Rieko se encontraba de pie tras ella, pero no quiso girar la cabeza.

—De modo que la señora Fujiwara estuvo sola con Yumi anoche. Os oí murmurar. ¿De qué hablabais?

—Conversamos en voz baja para no despertaros —replicó Kaede—. No hablamos de nada en particular; del viento del otoño, del brillo de la luna, tal vez. Le pedí que me peinara el cabello y que me acompañara a las letrinas.

Rieko se arrodilló junto a su señora e intentó mirarla a la cara. Su empalagoso perfume hizo toser a Kaede.

—No me molestéis. Ninguna de nosotras se encuentra bien. Intentemos pasar un día tranquilo.

—¡Qué ingrata sois! —exclamó Rieko con una voz que recordaba al zumbido de un mosquito—. Y qué estúpida. El señor Fujiwara lo ha hecho todo por vos y aún soñáis con poder engañarle.

—Debéis de tener fiebre —repuso Kaede—, sufrís alucinaciones. ¿Cómo podría yo engañar al señor Fujiwara? Soy su prisionera.

—Sois su esposa —la corrigió Rieko—. Sólo con pronunciar la palabra
prisionera
ya demostráis vuestra rebeldía contra vuestro esposo.

Kaede no respondió, se limitó a contemplar las ramas de los pinos recortadas en el firmamento. Temía desvelar sus sentimientos ante Rieko. El mensaje de Yumi le había devuelto la esperanza, pero el reverso de la esperanza era el miedo: por Yumi, por Shizuka, por sí misma.

—Parecéis diferente —murmuró entonces Rieko—. ¿Acaso creéis que no sé interpretaros?

—Es cierto, me siento acalorada —respondió Kaede—. Creo que vuelvo a tener fiebre.

"¿Habrá llegado ya a Hagi?", pensó. "¿Estará combatiendo en este momento? ¡Que no le ocurra nada! ¡Que logre sobrevivir!".

—Voy a rezar un rato —le dijo a Rieko, y fue a arrodillarse frente al santuario.

Kumiko trajo carbón y Kaede encendió incienso. El penetrante aroma se extendió por los aposentos y aportó cierta tranquilidad a las mujeres que allí se encontraban. Unos días más tarde Yumi fue a recoger la comida del mediodía, mas no regresó a la hora de la cena. Otra criada, de más edad, acudió en su lugar. Ella y Kumiko sirvieron los alimentos en silencio. Kumiko tenía los ojos tristes y enrojecidos y a menudo sorbía por la nariz. Cuando Kaede preguntó qué ocurría, Rieko saltó:

—Se le ha contagiado el resfriado, eso es todo.

—¿Dónde está Yumi? —quiso saber Kaede.

—¿Acaso te interesa? Eso prueba que mis sospechas eran correctas.

—¿Qué sospechas? —preguntó Kaede—. ¿A qué os referís? Yumi no me interesa en absoluto. Tan sólo me preguntaba dónde estaba.

—No volveréis a verla —dijo Rieko con frialdad.

Kumiko emitió un extraño sonido, como si ahogara un sollozo. Un escalofrío recorrió a Kaede y, sin embargo, la piel le ardía. Se sentía como si las paredes de la habitación se estrecharan más y más a su alrededor. Para cuando llegó el atardecer la cabeza le dolía intensamente y le pidió a Rieko que enviara a buscar a Ishida.

* * *

El médico llegó y Kaede quedó desolada por su aspecto. Unos días antes se había mostrado alegre; ahora su rostro estaba crispado, los ojos le brillaban como brasas y el cutis había adquirido un tinte gris. Su actitud mantenía la calma habitual y en todo momento se dirigió a Kaede con la máxima amabilidad, pero con plena seguridad algo terrible había sucedido.

Rieko lo sabía; Kaede estaba segura de ello. La delataban los labios apretados y la mirada mezquina en sus ojos. No poder interrogar al médico le suponía a Kaede una tortura; no saber qué estaba ocurriendo en la residencia ni en el mundo de puertas afuera pronto le haría enloquecer. Ishida le ofreció una infusión de corteza de sauce y le dio las buenas noches con inusual intensidad. Kaede supo entonces que nunca volvería a verle. A pesar del calmante, pasó la noche inquieta.

A la mañana siguiente, Kaede interrogó otra vez a Rieko sobre la desaparición de Yumi y la aflicción de Ishida. Cuando sólo recibió acusaciones veladas por respuesta, decidió dirigirse al mismísimo Fujiwara. Había pasado casi una semana desde que le hubiera visto por última vez; no la había visitado durante su enfermedad. Kaede no podía soportar aquel ambiente inexplicable por más tiempo.

—Por favor, decidle al señor Fujiwara que me gustaría verle —le pidió a Rieko una vez que se hubo vestido.

La mujer fue en persona a llevar el mensaje y, al regresar, dijo:

—Su señoría está encantado de que su esposa desee su compañía. Ha organizado un entretenimiento especial para esta tarde. Os verá entonces.

—Querría hablar con él a solas —replicó Kaede.

Rieko se encogió de hombros.

—De momento no hay invitados. Sólo Mamoru estará con él. Más vale que os bañéis. Supongo que tendré que lavaros el cabello para que pueda secarse al sol.

Cuando por fin la cabellera de Kaede estuvo seca, Rieko insistió en aplicarle una gran cantidad de aceite para después recogerla en uno de sus elaborados peinados. La joven se vistió con las ropas acolchadas de invierno, agradecida por el calor que le proporcionaban, pues el cabello mojado la había enfriado y, a pesar de que lucía el sol, el aire resultaba helado. Tomó un poco de sopa al mediodía, pero su estómago y su garganta parecían haber cerrado el paso a la comida.

—Estáis muy pálida —comentó Rieko—. El señor Fujiwara admira esa característica en las mujeres.

La inflexión de su voz hizo temblar a Kaede. Algo espantoso estaba a punto de suceder; ya estaba sucediendo. Todos sabían de qué se trataba, excepto la propia Kaede. ¿Cuándo se lo harían saber? El pulso se le aceleró y lo notó en el cuello y en el vientre. Desde el exterior llegó el monótono sonido de un martillo que parecía el eco de su propio corazón.

Kaede se dirigió al santuario y se arrodilló, pero ni siquiera allí logró calmar su ansiedad. A media tarde llegó Mamoru y la condujo hasta el pabellón donde había contemplado las primeras nieves con Fujiwara a comienzos del año. Aunque aún no había oscurecido, las linternas ya estaban encendidas y colgadas en las ramas desnudas de los árboles, y los braseros ardían en la veranda. Kaede miró fugazmente al joven, intentando deducir de su actitud qué era lo que sucedía. Él estaba tan pálido como ella y le pareció detectar un atisbo de lástima en sus ojos. La preocupación de la joven fue en aumento.

Debido a su confinamiento, había pasado mucho tiempo desde que Kaede hubiera visto paisaje alguno, y la escena que tenía ante sí —los extensos jardines con las montañas al fondo— le pareció de una belleza incomparable. Los últimos rayos de sol arrojaban tonos rosa y oro a las cumbres nevadas y el cielo, translúcido, mostraba colores azul y plata. Kaede lo observó, empapándose en él como si fuera la última visión de este mundo que iba a tener.

Mamoru le puso una piel de oso sobre los hombros y murmuró:

—El señor Fujiwara acudirá enseguida.

Justo delante de la veranda había una zona con diminutas piedras blancas que habían sido rastrilladas para formar un patrón en forma de remolino. En el centro se acababan de erigir dos postes. Kaede frunció el ceño al verlos; rompían la armonía de las piedras de una forma tosca, incluso amenazante.

Escuchó el sonido amortiguado de pisadas, el roce de la seda de una túnica.

—Su señoría se aproxima —anunció Rieko a sus espaldas, y ambos hicieron una reverencia hasta el suelo.

El particular perfume de Fujiwara envolvió a Kaede a medida que él se sentaba a su lado. Durante un largo rato, no pronunció palabra; cuando por fin le ordenó a la joven que se incorporase, a ella le pareció detectar una nota de cólera en su voz. Su corazón se estremeció. Intentó recobrar su valentía, pero no le resultó posible. Estaba terriblemente asustada.

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