Pateó salvajemente los flancos de su montura, llevándola hacia el caballero y estorbándole lo suficiente para que no pudiese dirigir bien el golpe. El caballero picó espuelas para ganar un poco de espacio en el que moverse, pero Gaviota se mantuvo pegado a él. Probablemente fue sólo la locura de su ataque la que le mantuvo con vida.
De hecho...
... el leñador se lanzó el hacha a la mano de la rienda y atacó con la izquierda.
Su brazo subía y bajaba, siguiendo el galopar del caballo sobre aquel terreno lleno de obstáculos y desigualdades. (¿Hacia dónde iban aquellos caballeros?) Gaviota lanzó un manotazo hacia la capa del caballero, falló, se inclinó sobre la silla de montar, pasó junto al brazo que blandía la espada, agarró una correa de la armadura...
... y tiró.
Pillado por sorpresa y acostumbrado a luchar enfrentando los sables y no las manos, el caballero tiró de las riendas para mantenerse encima de la silla de montar. Pero eso sólo sirvió para hacer girar la cabeza del caballo y frenar su galope. Gaviota tiró como si estuviera en una competición de llevarse la cuerda, gritando y aullando en el rostro del hombre y aferrándose a él igual que una sanguijuela.
El caballero intentó golpearle con la guarda de su sable, pero el leñador esquivó el golpe agachándose, se aferró todavía más desesperadamente a los flancos de su caballo aunque sentía cómo se le envaraban los músculos de las piernas y volvió a tirar, gruñendo a causa del esfuerzo.
Un bache del terreno, una sacudida inesperada, un espacio debajo del trasero del jinete y éste dejó de hallarse en contacto con la silla de montar.
Gaviota lo soltó apenas se encontró en el aire.
El leñador rió a carcajadas mientras se alejaba al galope, oyendo ruidos ahogados y maldiciones detrás de él.
Pero sólo estaba interesado en un jinete: el capitán que galopaba delante de él, con Lirio acostada a través de su silla de montar.
—¡Prepárate! —aulló el leñador. Se irguió sobre el caballo, hizo girar el hacha por el extremo de su mango y se la colgó a la espalda—. ¡Recuerda Risco Blanco!
* * *
El jinete negro iba lanzado al galope y sujetaba a la bailarina que se debatía delante de él, pero aun así había visto caer a sus camaradas. Espoleó a su montura para mantener la ventaja. Gaviota pensó que o era un cobarde o era demasiado orgulloso para presentar batalla..., o quizá quería escapar con su trofeo.
El caballero atravesó la trayectoria que seguía Gaviota sin dejar de gritar órdenes a su montura, y después se deslizó alrededor de un árbol demasiado grande para morir en el incendio. Luego rodeó otro árbol, haciendo que su montura bailotease sobre las patas. Se estaban aproximando al borde del cráter de la estrella. El capitán tendría la ventaja apenas se hallaran en terreno más despejado: si tenía que perseguir a un caballista veterano montado sobre un caballo espléndido, Gaviota nunca conseguiría alcanzarle.
A menos que arrojara su única arma.
No vio otra alternativa, pues su montura estaba empezando a cansarse y se quedaba atrás. El capitán, que contaba con el mejor caballo, escaparía con Lirio.
Y si el hombre y la montura volvían a la tierra de la que habían sido traídos (por aquel hechicero desconocido), fuera cual fuese ésta, Lirio también se iría con ellos y Gaviota la perdería.
Gaviota acababa de descubrir que no quería perder a Lirio.
El leñador se irguió sobre los estribos, apoyándose en sus pies descalzos y bamboleándose violentamente con cada salto y oscilación del caballo. Gaviota pasó la larga y pesada hacha por encima de su hombro y la lanzó. El esfuerzo le hizo soltar un gruñido, y se derrumbó sobre la silla de montar para no perder el equilibrio. Perder la persecución equivalía a perder a Lirio.
El hacha giró por los aires como una bola de rayos. Lanzada demasiado baja, dio al caballo en la grupa con el mango por delante, rebotó en la espalda del capitán y salió despedida hacia la espesura negro verdosa.
«Nada», pensó Gaviota. Había empleado su último recurso.
Pero fue suficiente.
El caballo recibió el impacto en pleno galope, y dio un torpe salto en el aire. Cargado con una bailarina que se debatía, el capitán negro tiró de las riendas y gritó para calmar al animal, pero las órdenes y aquel contacto extraño lo confundieron hasta tal extremo que sucumbió al pánico.
¿O se había encabritado por alguna otra razón? Gaviota no podía ver ninguna.
Daba igual. El enemigo permaneció inmóvil durante un segundo.
Gaviota seguía acercándose a toda velocidad..., y cayó sobre su objetivo.
No teniendo más arma que su cuerpo, el leñador dirigió su caballo lanzado como un proyectil junto al del capitán, sacó los pies de los estribos, apoyó uno en el reborde de la silla de montar y saltó.
Fue un salto torpe en la oscuridad desde una plataforma que se movía y temblaba hacia un blanco en movimiento, pero volvió a bastar.
La mano derecha de Gaviota golpeó el hombro del capitán, resbaló y acabó agarrándose a su capa. Su hombro dolorido chocó con la espalda del hombre y Gaviota dejó escapar un gruñido de dolor, pues los caballeros también llevaban la espalda cubierta por una coraza. Empezó a deslizarse y sus costillas chocaron el canto de la silla de montar, que crujió y le dejó sin aliento. Pero su mano izquierda encontró un punto de apoyo en las riendas del capitán, y Gaviota logró mantenerse. Podía oler al capitán, una mezcla de humo, estiércol, ajo y perfume. Oyó maldiciones guturales. Lirio gimió cuando el codo de Gaviota se incrustó en la parte inferior de su espalda.
Golpeado una vez más por una fuente de impactos extraña, el caballo se desvió bruscamente hacia un lado.
Y eso permitió que Gaviota descubriera por qué se había asustado antes.
Estaban justo en el borde del cráter de la estrella.
El caballo perdió pie.
Tres humanos y un animal aullaron mientras se precipitaban hacia el abismo en un confuso amasijo de brazos, piernas, carne de caballo, y ropas negras y blancas.
* * *
El oscuro horizonte pasó por el campo visual de Gaviota como una exhalación. En un momento dado tenía la cabeza arriba, y al siguiente se encontró cabeza abajo. La capa del capitán revoloteó a su alrededor. Las blancas piernas de Lirio envolvieron su mandíbula. El estómago del leñador se agitó de un lado a otro, y Gaviota sintió el sabor del vómito en su boca. Debía de estar volando con la cabeza hacia abajo.
Y si caía detrás del capitán, podía terminar aplastado debajo de un caballo. Gaviota se soltó.
Además, ya había detenido al capitán. Lo primero que debía hacer era recuperarse.
Sus pies desnudos chocaron con el suelo en un fuerte impacto, y Gaviota fue patinando sobre su dolorida espalda entre un pequeño torrente de gravilla y tierra desprendida por los cascos del caballo. Golpeó una roca con su tobillo, extendió una mano y no logró tocar el suelo —debía de estar dando tumbos a una velocidad terrible—, y un instante después se dio un golpe lo bastante fuerte para dislocarle la muñeca.
El leñador, chillando y aullando, se precipitó detrás del caballo y del jinete..., y de Lirio.
Estaba más oscuro que nunca, porque la Luna de la Neblina ya se había ocultado detrás de los árboles medio consumidos, quedando astillada por ellos como si la misma luna se hubiese agrietado. Pero la arena amarilla del cráter desprendía su propia y luminosa claridad, como si la estrella caída aún siguiera brillando dentro de la tierra.
Esa caprichosa iluminación permitió que Gaviota viera cómo el capitán y el jinete se separaban.
El jinete negro se apartó de la silla de montar impulsándose con los pies y cayó hacia atrás sobre la grupa de su montura. Liberado de aquel gran peso, el caballo no siguió rodando sino que agitó frenéticamente sus patas, todavía resbalando pendiente abajo. Lirio, no atreviéndose a saltar, se agarró a las cinchas y fue bamboleándose de un lado a otro como si fuera un saco de grano blanco sujeto a través del pomo de la silla.
El capitán se puso en pie, apoyándose en la empinada cuesta y llevándose una mano al cinturón. Gaviota sabía que estaba desenvainando su sable.
El jinete negro gruñó una sarta de maldiciones dirigidas al leñador que tenía encima.
Gaviota estaba lo bastante enfurecido como para devolverle los gritos a aquel soldado veterano.
—¡Yo digo lo mismo de ti! —aulló, y se lanzó a la carga cuesta abajo entre una rociada de gravilla y tierra.
Venir corriendo desde una posición más elevada hizo que Gaviota fuese adquiriendo velocidad hasta que casi volaba con cada salto. Esperaba que la hoz plateada de aquel sable fuese hacia él, y si el hombre que iba a blandido lo hubiese alzado a tiempo sin duda Gaviota habría terminado empalado en él..., pero por alguna razón misteriosa el capitán no conseguía desenvainar su sable.
Un repentino destello de comprensión permitió que Gaviota supiera porqué no podía hacerlo: la caída había doblado la vaina de acero, y había dejado atrapada la hoja en su interior.
El leñador terminó su último salto con un aullido y se lanzó sobre el capitán, que seguía intentando desenvainar su sable y fue derribado al recibir el irresistible impacto de los dos pies de Gaviota justo en el centro de su peto.
La inercia de Gaviota hizo que los dos contrincantes quedaran separados al caer, y ambos rodaron hacia el fondo del cráter.
Cuando Gaviota hubo dejado de rodar y consiguió incorporarse, vio que el capitán acababa de lanzarse a la carga. El caballero desenvainó una larga hoja blanca de una vaina que llevaba a la derecha del cinturón, y graznó una extraña orden.
Y el cuchillo empezó a arder en su mano.
* * *
«Más condenada magia», pensó el leñador. Una hoja que quemaba... ¿Causaría más daño que una hoja normal o menos?
¡Por las cicatrices de Scarzam, cómo odiaba la magia!
El capitán se detuvo, dejó escapar un tembloroso grito de batalla, plantó firmemente los pies en el suelo y lanzó un mandoble dirigido hacia el estómago de Gaviota.
El leñador respondió con lo único que tenía, un puñado de tierra. El diluvio de partículas acertó al capitán en el rostro, pero había visto inclinarse a Gaviota. El capitán abrió los ojos y sus labios se curvaron en una sonrisa entre despectiva y burlona.
Gaviota retrocedió mientras el cuchillo hendía el aire en un veloz vaivén. El fuego de la hoja, que quedaba aplanado por el viento, se debilitó hasta quedar reducido a casi nada y volvió a inflamarse enseguida. Gaviota lo encontró hipnótico.
El leñador dio un paso en falso y se tambaleó hacia un lado, y estuvo a punto de caer cuando su rodilla lisiada se dobló debajo de él. A su espalda estaba el foso del que habían sacado aquella estrella fugaz que había resultado ser una caja de piedra rosada.
No tenía ningún sitio al que ir salvo el agujero...
El capitán no estaba familiarizado con aquel terreno, pero vio el hoyo negro que se abría a los pies de su adversario. El jinete negro aulló y se lanzó sobre Gaviota para empujarle al fondo del abismo.
Pero el leñador se encogió sobre sí mismo como si quisiera convertirse en un hongo pegado al suelo. El capitán golpeó el suelo con los pies y también se detuvo..., y lanzó un tajo con su cuchillo.
La hoja al rojo blanco besó el ya desgarrado hombro de Gaviota. El crujido que oyó era su piel quemándose, y pudo oler el hedor de la carne que se calcinaba. La herida le produjo una sensación de frío helado y, al mismo tiempo y extrañamente, de un calor insoportable. Gaviota gritó y extendió las manos. Golpeó al capitán en la rodilla, pero sólo consiguió apartarle un poco.
Si acababa cayendo dentro del pozo, quedaría tan atrapado como un ratón en un barril de harina. Si intentaba arrastrarse o echar a correr, recibiría una cuchillada en la espalda.
Gaviota buscó desesperadamente algo a lo que agarrarse, y sus nudillos chocaron con la dureza de la madera: había encontrado algo liso, alargado y desgastado por el uso.
Era el mango de un pico dejado allí aquella tarde por los cansados cavadores.
Gaviota lo agarró con un gruñido y fue saltando hacia el capitán para confundirle. El jinete negro se echó hacia atrás, preparado para golpear, y después movió su cuchillo en un largo tajo dirigido hacia abajo...
... y soltó un chillido de sorpresa cuando Gaviota atacó sus piernas con una misteriosa y pesada herramienta.
Gaviota no había tenido tiempo de sujetar bien el pico y tuvo que atacar con el mango de madera en vez de con la cabeza de hierro, pero el capitán fue derribado de todas maneras. El jinete negro rodó rápidamente sobre sí mismo para alejarse, medio enredado en su capa de caballero.
Gaviota saltó, apuntó durante un segundo, levantó la herramienta por encima de su hombro igual que si fuera un hacha, y golpeó con todas sus fuerzas.
La pesada punta de hierro, tan puntiaguda como el pico de un pájaro, se abrió paso a través de la coraza de acero, la piel, la carne, los órganos y el hueso, más coraza y, finalmente, la tierra.
Gaviota, jadeante y agotado, se quedó inmóvil aferrando el mango del pico. Los estremecimientos del agonizante fueron subiendo por la madera, avanzaron a través de los brazos de Gaviota y parecieron ir en línea recta hacia su corazón. Pero el leñador siguió sujetando implacablemente el pico.
Los estremecimientos se fueron calmando poco a poco y acabaron cesando.
Las llamas del largo cuchillo, todavía empuñado por una mano enguantada de negro, se extinguieron con un último parpadeo.
Un jadeo ahogado hizo que Gaviota girase sobre sus talones. Un fantasma se lanzó sobre él. El leñador tiró instintivamente del mango del pico, pero la herramienta había quedado incrustada en la coraza.
Y un instante después el fantasma saltó a sus brazos con un sollozo. Una mezcla de almizcle y perfume invadió las fosas nasales de Gaviota.
—Lirio... —gimió.
* * *
La bailarina pegó su cálido cuerpo al de Gaviota y se aferró a él, temblando y estremeciéndose. Lloraba como una niña pequeña, suplicando ser abrazada, pero Gaviota tuvo que acabar apartándola.
—Debemos volver —dijo—. Los otros nos necesitarán.
—¿Kem? ¿Chad? —Lirio frunció los labios en un mohín de disgusto—. ¿Por qué arriesgar tu vida para rescatarlos?
—Mangas Verdes, Felda, Stiggur —replicó Gaviota—. Vamos.