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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, #Policíaco

Dos días de mayo (27 page)

Uno sacó su arma.

Miquel se dio media vuelta y echó a andar, en dirección contraria, con la cabeza baja y la vista fija en el suelo.

No creía en las casualidades, ni en el destino, pero que el corazón de un hombre se detuviera diez segundos antes de hora se le antojó una burla.

38

Se dio cuenta de que llevaba casi una hora caminando cuando, en el cruce de la calle Aragón con la Vía Layetana, el silbido del tren le arrancó abruptamente de sus pensamientos.

No era consciente de nada.

Ni siquiera de haber cruzado tantas calles y calzadas en su camino desde Colón.

Una hora desvanecida.

Se apoyó en el muro y miró hacia abajo. Las vías brillaban en la recién aparecida penumbra de la noche. El tren que acababa de pasar haciendo sonar su silbato era de carga, no de pasajeros. De todas formas, Patro regresaba en el autobús de línea. El último furgón, el de cola, desapareció a lo lejos, en dirección al paseo de Gracia.

Estaba ya muy cerca de casa.

Pero de pronto no pudo dar un paso más.

Le mantenía en pie la inercia, sólo eso.

Sin afeitar, sucio, hambriento, agotado, machacado, con un chichón en la cabeza, toda la noche en una celda…

No se sentía igual desde los días en el Valle.

Aunque fuera otra clase de cansancio.

Se sentó en el suelo, como en Colón, y se llevó una mano a la cabeza. Ya no podía pensar en nada. Y si lo lograba, el vértigo le impedía centrarse en algo concreto; los personajes de los últimos dos días se mezclaban en una danza fantasmal y aquelárrica. Mateo, María, Pere, Esperanza, Esteve Roura, Maurici Sunyer, Enric Macià, Pascual Virgili, la señora García, la señora Luisa, Pepe, el señor Puigvert, el niño vecino de Sunyer, Policarpo, Terencio, Poncio, Lola, Carmelita, Lenin, el comisario Amador…

Casi un tercio estaban muertos.

Franco debía de estar en el tedeum, arrodillado ante Dios, sintiéndose su hijo predilecto, y los curas, a su alrededor, glorificarían su nombre y dirían que era justo, porque Dios estaba de su lado. Luego dormiría en su palacio, en una gran cama, con la conciencia tranquila.

A fin de cuentas los muertos no hablaban, y los gritos de los que estaban en las cárceles jamás salían de sus muros. Ni los disparos de los fusilamientos ni el garrote vil.

En cuanto a los vivos, sus vivos, no lo necesitaban.

El gran silencio.

¿Qué más podía pedir un hombre que tenía un país para él solito?

Sí, casi un tercio de los que formaban aquella danza estaban muertos. A tres los había visto con sus propios ojos, Poncio, Roura y Sunyer; a otros dos en sus ataúdes, Mateo y Policarpo Fernández.

Dos días inolvidables.

De vuelta a la guerra.

Un taxi se detuvo justo frente a él. En Vía Layetana. Pensó en cogerlo y darle la dirección de María.

No tuvo fuerzas.

Tampoco sabía qué historia contarle, de qué manera decirle la verdad, o parte, convirtiendo a Mateo en el héroe del que ella pudiera sentirse orgullosa.

El viejo republicano antifranquista, luchador hasta el aliento final.

—Mañana. —Suspiró.

También tenía que ver a Esperanza Sistachs.

¿A quién más le había prometido contarle algo? A la viuda de Pascual Virgili.

El taxi se alejó calle abajo.

Miró la hora. Estaba a cinco minutos de casa. Aun a su paso, cinco minutos. Tan cerca. Tan lejos para su quebrantada resistencia. Si Patro ya había llegado…

—Vamos, muévete.

Ni la imagen de Patro, ni la promesa de un beso y un abrazo, logró insuflarle las fuerzas que necesitaba.

Un suave viento arremolinó una hoja de periódico que se pegó a él. La primera y la última página de
El Mundo Deportivo
del día anterior, el que no pudo ni siquiera ojear en el bar de Ramón.

Iba a hacer una bola y arrojarla a las vías cuando vio la portada.

La foto de Franco.

El titular:

El Alcalde de Barcelona confirma la visita del Jefe del Estado.

Aquel texto:

Barceloneses: mañana, martes, alrededor de las siete y media de la tarde, desembarcará en nuestro puerto Su Excelencia el Generalísimo Franco, Jefe del Estado y Caudillo de España. No dudo que Barcelona, la ciudad de la gratitud y que de la cortesía hace un culto, recibirá a nuestro salvador con el entusiasmo del que es acreedor. No podemos olvidar aquellos días en que la seguridad personal, el respeto al derecho y las creencias habían sido pisoteados y que el Generalísimo Franco, personificación de nuestro glorioso Ejército, columna vertebral, nos devolvió la paz. Yo espero que esta querida Barcelona, perla del Mediterráneo, no dejará de aprovechar esta ocasión para demostrar sus patrióticos sentimientos, y acudirá a la Puerta de la Paz para dar la bienvenida a nuestro ejemplar Caudillo. También os invito a engalanar vuestras casas con la bandera nacional, en cuyos sacrosantos pliegues se guardan nuestros más emotivos sentimientos patrióticos. En la esperanza de que llegarán muy pronto días de felicidad y grandeza siguiendo todos unidos, os saluda al grito de ¡Viva España!, vuestro Alcalde.

Y firmaba José María de Albert, barón de Terrades.

Debajo de este texto, un simple manifiesto de bienvenida, había otro, del propio periódico, que no por ser deportivo obviaba la necesidad de estar en consonancia con la efeméride.

El texto anterior corresponde a la alocución difundida por las Emisoras de Radio Nacional, apenas pronunciadas antes de imprimir esta edición, y que el Excmo. Sr. Alcalde de esta Ciudad ha pronunciado para los barceloneses, cuales palabras
EL MUNDO DEPORTIVO
se congratula en recoger por cuanto constituyen la confirmación oficial de un acontecimiento de máximo relieve, la próxima visita a nuestra Ciudad de S.E. el Jefe del Estado, Generalísimo Franco. Nuestra primera Autoridad Municipal, así como también nuestro primer ciudadano calificado, ha expresado con palabras elocuentes el sentir de los barceloneses ante la grandísima visita pero, los demás ciudadanos de nuestra Barcelona evidenciarán con hechos, al prodigar al Jefe del Estado la acogida más entusiasta y fervorosa que la realidad de la palpitación popular supera a la emoción que se traduce en aquellas palabras del Barón de Terrades. Perdura aún aquí y en el resto del Mundo, la resonancia que produjeron las contundentes y explícitas palabras de Franco contenidas en su importante discurso del 18 de mayo, pronunciado ante las Cortes del Reino, por la amplitud y significación que, en todas sus partes, tuvo su parlamento, el cual dio lugar a una explosión de simpatía del pueblo madrileño, como adhesión sincera, al estar definida la razón y la Justicia de España frente a cierta clase de otras políticas y al ver enaltecido, en aquellas palabras, que los que poblamos estas tierras queridas nos mantenemos en ellas con la dignidad, con la valentía y con la verdad netamente española mil veces puestas de manifiesto en nuestra larga y trabajada Historia, también con sangre, sudor y lágrimas por nuestra parte, antes, ahora y siempre, pues nada nos ha sido dado y sí mucho arrebatado. Al pueblo de Barcelona se le ofrece singular oportunidad para demostrar que la dignidad de sus sentimientos no cede con los de ninguna de las regiones hermanas y que si muy industriosa es la Ciudad Condal, el rudo y persistente laborar, con el ruido de sus máquinas, no ha embotado su fino oído, sino que siente, oye y vibra. Coincide casi la llegada del Jefe del Estado con el final de la emocionante competición futbolística cuyo último encuentro se celebró ayer en Madrid, para atribuir la magnífica Copa del Generalísimo y en esta otra actividad de la vida española, como en tantas otras se recurre, sirve para destacar que el apoyo del Jefe del Estado hállase siempre dispuesto para prestar el relieve de su prestigioso concurso, sin que los asuntos de la alta política le impidan, en ningún momento, dejar pasar la oportunidad para alentar todas las facetas de la vida Nacional.
EL MUNDO DEPORTIVO
saluda al Jefe del Estado con bienvenida cordialísima, y si en su ya larga vida periodística, ha sabido recoger las aspiraciones de los deportistas estima, hoy, como su mejor acierto ofrecerle, en nombre de éstos y por anticipado, la más cálida acogida, y téngase presente que en Barcelona, todos somos deportistas.

Dejó de leer, exhausto de nuevo.

Otra clase de cansancio, mucho más mental.

La retórica, el palabrerío, el jabón, el ensalzamiento constante, el adoctrinamiento directo y sin ambages, la sumisión, la idealización, la consagración de un hombre poco menos que elevado a los altares y convertido en leyenda nacional.

Y si esto era antes, podía imaginarse las portadas de los periódicos del día siguiente, con las fotos de su triunfal paseo por Barcelona.

Ninguna crítica.

España, la reserva espiritual de Occidente, lideraba el mundo.

Sola, pero lo lideraba.

Aislada, pero así tenía más mérito.

Españoles, con dos cojones.

Ahora sí hizo una bola con aquellas dos páginas y la echó hacia atrás.

Ningún mal duraba cien años.

—Vete a casa. —Se dio ánimos.

Total, era levantarse y caminar un poco más.

Sólo un poco más.

Lo intentó. Lo consiguió. Sintió miles de agujas en sus piernas. Agujetas de las que no saldría en días. Un paso. Otro. Dejó atrás la herida urbana, el largo segmento hundido en la calle Aragón por el que pasaban los trenes. Llegó a la calle Valencia. Tres más a su derecha y estaría en casa.

Siguió pensando en la gente.

Sí, quizá no estuvieran todos en la Puerta de la Paz, sólo una minoría. Pero los que estaban hacían ruido.

Y los que se encerraban en casa no.

No podían.

39

Cuando llegó a la esquina de Gerona con Valencia no podía más.

Miró a su alrededor, temiendo ver aparecer de nuevo a la policía, como la noche anterior, pero esta vez consiguió alcanzar el portal sin ningún problema, a salvo. Lo más seguro era que hubiesen encontrado el cuerpo de Esteve Roura, dejado muy a la vista por Terencio Fernández, y que, junto con el cadáver de Maurici Sunyer en Colón, dieran por cerrado el caso. Cerrado pese a que Roura había sido asesinado. ¿Por Sunyer? Si era lo que más les convenía, así sería. Al día siguiente ningún periódico hablaría de ello. Mutismo absoluto. ¿Un intento de asesinato? Imposible. ¿Matar al Generalísimo? Absurdo. Eso no sucedía en la muy leal Barcelona. Franco había llegado a la ciudad «entre el clamor de las multitudes» y «todo el pueblo» se volcó en las calles «abarrotadas de entusiastas fieles» rendidos a la causa. Su «salvador» volvía a estar con ellos «entre aclamaciones, vítores y lágrimas producto de una emoción indescriptible».

Conocía la jerga oficial.

Llegó al rellano y miró la puerta.

Ojalá Patro estuviera en casa.

Ojalá no.

Todavía no.

«¿Y ahora qué sientes?», se preguntó.

La respuesta era simple: nada.

Sólo aquel agotamiento absoluto y la mente en blanco.

Abrió la puerta y recibió el silencio como un bálsamo protector. La cerró y fue a la habitación de matrimonio. Lo primero, quitarse el traje de una maldita vez, y la camisa, y los calzoncillos, y los zapatos, y los calcetines.

Se quedó desnudo.

Con su imagen reflejada en el espejo de la cómoda.

Patro y él se miraban muchas veces desde la cama, y ella se reía mientras él la admiraba.

No quiso tumbarse. Sabía que se quedaría dormido en un abrir y cerrar de ojos. Necesitaba esperarla, sentir su cuerpo en el abrazo y sus labios con el beso del reencuentro. El primer reencuentro desde que vivían juntos. Quizá aún tardase, por el hecho de que la ciudad había estado patas arriba con motivo de la fiesta. Pero se conjuró aguantar. Así que lo primero fue dirigirse al lavadero para quitarse la suciedad y el sudor de aquellos dos días y refrescarse. Abrió el grifo y metió la cabeza directamente bajo el chorro. Otra vez el agua fría le hizo tiritar, como la mañana anterior al levantarse. El chichón protestó, pero no le hizo caso. Después se lavó las axilas, el pecho, luego un pie, el otro. Se secó con la toalla, vivificado, y por último se afeitó y se puso el pijama.

Llegó a la salita y se sentó en la butaca.

Un minuto.

Se levantó y fue a la ventana para mirar a la calle, por si la veía llegar.

Otro minuto.

Butaca, ventana, butaca, ventana.

Acabó en la cocina, comiendo algo, más para estar ocupado que por hambre.

Dos días.

Dos días de vértigo alucinante para algo que, oficialmente, no habría existido jamás.

Cinco hombres muertos, porque a Macià le fusilarían sin decir ni pío cualquier mañana.

Ése era el resumen de todo.

Por la mañana vería a María, y a Esperanza, y les contaría su historia. Quizá las reuniese, para que se conocieran y se hicieran amigas.

Mañana.

Iba a volver a la ventana cuando escuchó el ruido de la puerta al abrirse.

Justo en ese instante tuvo ganas de llorar.

—¡Cariño, ya estoy en casa!

Dominó la emoción. Tragó la bola de su garganta y fue a su encuentro. La vio caminar por el pasillo, guapa, preciosa, juvenil, con aquella sonrisa única que parecía iluminar el mundo, con su cuerpo flexible y lleno de vida, radiante, los brazos abiertos para recibirle, el talante ansioso.

Casi se le echó encima.

—¡Hola, amor!

Y le besó.

Le besó en la boca, largamente, con generosidad, haciéndole sentir el cielo en la tierra.

Miquel se olvidó de todo.

A veces unos segundos casi llegaban a ser eternos.

Hasta que Patro se separó unos centímetros para mirarle y, con aquella expresión tan niña y cargada de inocencia, le dijo:

—¿Qué, te has aburrido mucho sin mí? ¡Seguro que ni has salido de casa, por Dios!

Entonces sí, por primera vez en aquellos dos días, Miquel se echó a reír.

Con todas sus fuerzas.

Agradecimientos

Según la
Crónica del Siglo
XX
, el día 1 de junio de 1949, durante la visita de Franco a Barcelona estallaron en la ciudad unas diez bombas.

Ningún periódico de la época lo mencionó.

Gracias por su inspiración y por hacer posible esta novela a Francisco González Ledesma y Deborah Blackman. Gracias a Virgilio Ortega por sus correcciones y su dedicación. Gracias a
La Vanguardia
y
El Mundo Deportivo
, por ser testigos de la historia y guardarla en los archivos de su hemeroteca. Gracias a todos los que respetan siempre mis «aislamientos» para que yo pueda preparar y escribir mis novelas, especialmente mi familia.

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