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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, #Policíaco

Dos días de mayo (25 page)

—No podía pasar sin sexo, el muy… —Llegó a sonreír Roura.

Sexo con Pura. Sexo con Carmelita. ¿Quién no tiene una debilidad, como Roura el cine?

—¿Sabe que Virgili murió en los interrogatorios?

—Sí.

—La policía cumplió su parte: liberó a María. Mateo nunca hubiera vuelto a ver la luz, pero al escapar dos de ustedes, la policía ideó otro plan: soltarle por si les llevaba hasta ellos. Le pusieron una sombra. Mateo no salió de su casa en tres días, pero el domingo, ya más recuperado, quiso ver a Esperanza. Usted sabía que ése era el nexo. Robó un coche y le atropelló con la idea de que pensaran en un accidente. Nadie lo creyó, y menos María. Tuvo suerte de escapar de los disparos del policía que vigilaba a Mateo.

—¿También sabe lo de esos disparos?

—El quiosquero de esa esquina fue testigo. Basta con preguntar.

—¿Qué más?

—El resto ya… —Se encogió de hombros—. Mateo les había dicho a quién le compraba las dos granadas. Usted ató cabos: el proveedor de esas granadas era el único que podía haberse ido de la lengua. Después de atropellarle a él, se llevó la pistola de Sunyer y fue a por Policarpo Fernández. No era fácil acercarse a un tipo tan protegido, pero tuvo suerte, mucha suerte. Le siguió a distancia y ayer él se fue a ver a una amiguita. Sus guardaespaldas esperaban abajo. Eso le dio una idea de qué podía hacer Policarpo en esa casa. Usted subió un tramo de la escalera, aguardó paciente fuera del alcance visual de los tipos y le mató en el mismo rellano cuando él salió de nuevo. Como despedida, se escapó por la azotea. Limpieza hecha. Luego vio a Sunyer por última vez para devolverle al arma. Lo malo es que hoy, en el entierro, Terencio, el último del clan, estaba muy enfadado, no sé si me entiende.

—Tenía que haber esperado, ¿no es cierto? —Pareció lamentarlo.

—Sunyer tenía su misión, pero usted, aun escondido, no podía estarse quieto.

—Es como si me conociera —ponderó.

—Dígame una cosa: ¿sabían todos el lugar del atentado?

—No, eso lo decidimos Sunyer y yo después de la redada.

—O sea que la policía no tiene ni idea de que él estará en Colón.

—Ni idea.

Dejaron de hablar. Miquel ya no podía más, tanto por el dolor de cabeza como por la insensibilidad de los brazos, porque ya no sólo eran las manos.

Sentía una feroz opresión en el pecho.

—Me duele… —gimió.

Esteve Roura lo contempló unos segundos más.

—Es usted un buen policía —dijo.

—Lo fui, pero… sí, supongo que todavía lo soy.

—Otra vida perdida en esta mierda.

—¿Y si Sunyer falla?

—No fallará. A tres o cuatro metros del suelo, subido a Colón, meterá las dos granadas en el coche, una tras otra. Si Franco no muere, que ya será raro, por lo menos le aseguro que se quedará sin cojones. —Exhibió una falsa risa de sadismo.

—¿Y si le cogen y no tiene tiempo de pegarse el tiro?

—Es su riesgo. De hecho, no sé ni cómo aguanta. Estos últimos días ha ido a peor, como si en lugar de semanas le quedara mucho menos. —Hizo un gesto de admiración—. ¿Sabe qué le mantiene en pie? El odio. Mire que yo odio a ese cabrón gallego, pero Sunyer… Él me gana.

—Conozco su historia.

—Faltaría más, don Listo.

—Voy a desmayarme —le avisó Miquel.

—No joda, va. Dígame una cosa. —Esperó a que le mirara—. Soy el hombre que mató a su amigo, aunque hasta usted entiende que fue un ajusticiamiento. Pero también soy el hombre que vengará a la República y hará lo que un millón de republicanos harían si pudieran: acabar con la bestia. ¿Cómo digiere eso?

—Ya le he dicho que sólo buscaba una respuesta que darle a María.

—Su padre nos vendió.

—Yo inventaré una historia.

—¿Lo convertirá en un héroe?

—Todos los padres deberíamos ser héroes para nuestros hijos, aunque en el fondo no seamos más que simples seres humanos cargados de imperfecciones. No voy a dejar que María crea lo contrario.

—Usted es peligroso.

—¿Y usted no? Si va a llamarme idealista, primero mírese en un espejo.

—Oiga, Mascarell, o acabamos con él o ése será capaz de morirse en la cama y darnos por el culo mientras se ríe de todos nosotros. Usted lo sabe, que por algo somos lo que somos.

—¿Qué va a hacer… conmigo? —balbuceó al límite de la consciencia.

—No lo sé. No voy a matarle, desde luego.

—Entonces…

—Lo dejaré aquí.

—¿Y si no vuelve?

—En unas horas aflojará esas cuerdas, seguro.

—Moriré.

—Lo siento. —Esteve Roura se puso en pie.

Por detrás de él, en la puerta de la habitación, Miquel advirtió un movimiento.

Casi no pudo creerlo.

Sonaron unos aplausos, lentos, cadenciosos.

Uno, dos, tres.

Roura se volvió asustado.

Se quedó paralizado al ver a los dos hombres y las dos pistolas que le apuntaban al pecho.

Él no les conocía.

Miquel al tercer hombre, el que había aplaudido, sí.

Terencio Fernández.

35

Esteve Roura cometió un error.

Pese a la amenazadora presencia de las armas, intentó huir.

A uno de los gorilas le bastó un golpe para derribarlo al suelo, igual que un pelele. No hizo falta que utilizara la mano armada. Le bastó la otra, con el puño cerrado. Un impacto muy seco. Se quedó allí, retorciéndose de dolor.

Todo muy rápido.

—Inspector —lo saludó Terencio inclinando levemente la cabeza.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí?

—Para ser un poli, es bastante incauto —habló con su habitual pragmatismo, sin prisas, unas veces arrastrando las palabras y otras columpiándose en ellas.

—Me has seguido.

—¿Qué iba a hacer? ¿Esperar a mañana? Usted mejor que nadie sabe que el tiempo es esencial en todo, y más cuando se trata de coger a alguien. La diferencia entre pillarlo o no es cuestión de muy poco. ¿No dice la policía que los casos han de resolverse dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes o luego se complican mucho? —Llegó hasta él y se cruzó de brazos observándolo con seriedad—. Sabía que tenía una pista. A mí ya no me engaña nadie, inspector. Y no soy de los que esperan, nunca, por nada.

No vio simpatía en sus ojos, pero sí respeto.

Primero, le descubría al confidente. Ahora le llevaba hasta el asesino de Policarpo.

—¿Puedes soltarme, por favor?

Terencio le hizo una seña a uno de sus hombres, el que de momento todavía no había intervenido. El primero encañonaba a Roura, más por hábito que por necesidad. El secuaz se guardó el arma en el bolsillo y se colocó detrás de Miquel para soltarlo de sus ataduras. Cuando los dos brazos le cayeron a peso, ni siquiera pudo levantarlos. Estaban muertos. Una corriente de sangre entró en tropel por sus venas vivificándoselas al instante.

Comenzó a sentir el hormigueo de la vida.

Luego le quitó las ataduras de las piernas, pero él siguió sentado, incapaz de levantarse.

Esteve Roura reculó hacia la pared y se quedó con la espalda apoyada en ella, espectador asombrado de la escena que se desarrollaba ante sus ojos. De pronto, su escondite parecía las Ramblas.

—¿Quiénes son éstos? —le preguntó a Miquel con el rostro descompuesto.

Miquel no escatimó la verdad.

—Le presento a Terencio Fernández, hermano del hombre al que mató ayer por error.

Los ojos se le desorbitaron todavía más.

Aunque duró poco.

Lo entendió, y una vez aceptado lo irreversible, se vino abajo. Cabeza, hombros, resistencia, moral…

Cerró los ojos y redujo su expresión a una máscara llena de dolor y arrugas.

Los dos gorilas tenían los pantalones sucios. Terencio estaba impoluto, con su traje perfectamente cortado a la medida, sin una arruga. El descenso por la ventana era cosa de ellos. Seguro que prácticamente le habían llevado en volandas.

—¿Has oído algo? —preguntó Miquel.

—Todo.

—¿Y?

El mafioso se encogió de hombros.

—Ya me conoce, inspector. Cada cual, lo suyo. A mí sólo me interesa ese hijo de puta.

—Así que neutral.

—¿Va usted a hacer algo?

—Dejar que la historia siga su curso.

—¿Lo ve?

—Yo no puedo hacer nada. Tú eres de los que sacan provecho de todo.

—Oiga —se inclinó sobre él cincelando algo parecido a una sonrisa en su rostro—, no me caliente los cascos ni me ponga a prueba, ¿de acuerdo? No soy republicano, ni soy fascista. Soy de mí mismo. Mi patria es mi casa, y mi ley la que yo dicto. No me cae bien ese gordito de voz aflautada. Y no me cae bien por muchas cosas, porque armó la de Dios es Cristo, porque nos metió en una guerra, porque por su culpa murieron muchas personas, como mi hermano Abelardo, que él sí tenía conciencia social, política, como quiera llamarlo. Pero mire, la verdad, mande quien mande a mí me joderá lo mismo. Y no olvide lo peor: que este país es la hostia, y nosotros, usted, yo, tendremos que espabilarnos igual. El enemigo del pueblo es siempre el poder.

—Una buena declaración de principios.

—Filosofía de la vida, lo llamaba Poli.

—¿Qué vas a hacer con él? —Señaló a Roura.

—A usted qué le parece.

—Cometió un error.

—Mató a mi hermano. Me da igual el motivo. Tenemos un código. Sin él no seríamos lo que somos. Todo lo demás me importa muy poco.

—Escuche… —intentó hablar por primera vez Roura.

El que le había sacudido le clavó la puntera del zapato en el costado.

—No supliques —le advirtió Terencio.

Pese al dolor, el herido levantó la cabeza y se enfrentó a él.

—No… no suplico por mi vida… —jadeó hablando a trompicones—. Ya me… da igual… Pero por favor… Por favor… Hágalo mañana…

El mafioso levantó las cejas. Luego miró a Miquel.

—Está más loco de lo que parece.

—Mañana… —insistió Roura, convirtiendo su tono en una súplica—. O esta noche si lo prefiere, después… —Un hilillo de sangre resbaló por la comisura de sus labios. Lo retiró con el antebrazo—. Después de que se sepa la noticia de… la muerte de Franco.

El secuaz de Terencio fue a darle otro golpe. Su jefe lo evitó con un simple gesto de la mano derecha.

—¿Tanto te da morir, hijo de puta?

Esteve Roura volvió a sonreír.

—Sí —dijo—. Déjeme disfrutar de mi premio.

Miquel probó sus fuerzas. Ya podía mover los dedos de las manos. El hormigueo de brazos y piernas menguaba. Se puso en pie sin que nadie hiciera nada por evitarlo. Cuando vio que se sostenía, suspiró. Movió la cabeza para calmar el dolor del golpe recibido al entrar en aquella habitación. Una punzada le recordó que no debía pasarse mucho haciéndose el fuerte o el valiente.

Le había preguntado a Terencio qué iba a hacer con el asesino de su hermano, pero no qué pensaba hacer con él.

Una duda interesante.

Todos miraban a Roura.

—Escuche, señor —intentó ser lo más convincente posible—. Todos los que han participado en esto han muerto o van a morir. Galvany y Virgili ya lo están. Macià lo estará pronto, fusilado o en prisión. Sunyer dentro de unas horas y yo… Vamos, por favor. Lo que le pido es justo. Usted parece un hombre de honor.

—No hay honor en matar a una persona por la espalda, dándole un tiro en la nuca.

—¡Yo no sabía…!

La nueva patada le dio en la mandíbula, de lado, y le proyectó contra la pared, en la que rebotó de espaldas para volver a caer al suelo boca abajo.

Terencio se enfrentó a Miquel.

—Váyase, inspector.

—Terencio…

—Váyase o serán dos. A mí no me importa. No hago más que ser justo y pagar sus servicios.

—Cada vez que te doy la espalda matas a alguien. Poncio, ahora él…

—Entonces procure no cruzarse mucho en mi camino —le advirtió—. Aunque si quisiera trabajar para mí…

—¿Es una oferta? —Miquel no pudo creerlo.

—Tiene olfato, encontraría una aguja en un pajar, y es honrado. Una extraña combinación.

—Gracias.

—Considérelo un honor.

No sonrió, pero no le faltaron las ganas.

Desde que había llegado a Barcelona no hacía más que dejar cadáveres a su espalda. Rodrigo Casamajor en julio del 47. Benigno Sáez en octubre del 48. Y ahora dos más, Poncio y Roura.

Siempre había un ejecutor: el padre de Celia Arteta, los maquis o Terencio Fernández.

Una curiosa concatenación de hechos.

—¿Qué harás con él, dejarlo aquí? —Se resistió.

—No. —Plegó los labios—. Lo dejaremos por ahí, en la calle, a la vista. La policía debe de estar buscándole. Cuanto antes le encuentre, mejor para que se olviden de todo. Si el otro muere dentro de un rato, se acabó. Encima, como le salga bien esa chapuza de plan que se han inventado, esto va a ser un infierno. Habrá que cuidarse mucho.

Miquel miró a Esteve Roura por última vez.

Un héroe.

El hombre que mataría a Franco.

Un héroe del que, quizá, jamás se sabría nada, porque la «gloria» sería para Sunyer.

Aunque todo dependía del momento, de quién mandase, de los años y de la historia.

Un héroe que iba a morir porque también era un asesino.

Tan incongruente.

—¿Por qué no esperó a que pasara todo para cumplir su venganza? —le preguntó Miquel.

El caído ya no le respondió.

—Inspector, me está haciendo perder la paciencia —tronó la voz de Terencio, ahora sin el menor asomo de amistad en su tono.

Miquel caminó en dirección a la puerta de la habitación.

En una guerra, todo eran víctimas.

El precio de la inocencia.

Cruzó aquel umbral y llegó al pasillo. Se desplazó por él paso a paso, como si tuviera ochenta años, hasta que poco a poco recuperó la movilidad y el acartonamiento fue cesando. La cabeza ya le dolía menos, aunque de vez en cuando una punzada se la cruzara con toda intensidad. Al llegar a la escalerita que conducía a la caseta superior miró hacia atrás. Uno de los energúmenos le vigilaba. Puso un pie en el primer peldaño y desapareció de su vista.

Cuando llegó arriba escuchó el primer grito de Esteve Roura.

Muy ahogado.

Terencio no iba a contentarse con matarle.

Salió al exterior y le golpeó el sol de la tarde. Otro bonito día de primavera, como si el tiempo se aliara con Franco para recibirle en la hermosa Barcelona que había puesto a sus pies.

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