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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, #Policíaco

Dos días de mayo (20 page)

—¿Dijo algo?

—Gritó mucho. —Esbozó una mueca socarrona—. Al terminar me miró y se puso a llorar.

—¿En serio?

—Sí. Como un niño —lo proclamó con orgullo.

—¿Por qué?

—Dijo que era su última mujer, su última vez, y me abrazó temblando, como poseído. Me asustó un poco, creí que se moría de tanto llorar y abrazarme. Mientras lo hacíamos también se llevó una mano al pecho un par de veces y en una gimió: «Ahora no, por favor, ahora no».

—Ese hombre estaba enfermo.

—Sí, ¿verdad? Yo le vi muy demacrado.

Enfermo, moribundo, pero incapaz de renunciar al sexo.

Pura se lo había dicho: le gustaba.

—¿Seguro que no te comentó nada más?

—No. Me dio el dinero. Más de lo que hubiera imaginado. Me quedé muy impresionada por eso. Era… tan extraño. Dijo que ya no necesitaba mucho más y que si iba el miércoles, mañana, podía llevarme todo lo que había allí.

—¿Qué pensaste?

—Que estaba loco, ¿qué quería que pensara?

—¿Cuándo fue eso?

—El sábado pasado.

—¿No has vuelto?

—No, claro.

—¿Pensabas ir mañana?

No le respondió. Tal vez ni lo había imaginado en serio. Tal vez actuaba según su instinto, decidiendo las cosas sobre la marcha. De dejarse tocar el cuerpo entre unos árboles, a acostarse con un hombre, mediaba muy poco. El color del dinero y la oportunidad. Ni siquiera se sentía mal. Pura era una puta. Ella otra superviviente más.

—¿Eso es todo?

—Me acompañó hasta el muro, vigilamos que nadie nos viera, salí y me fui.

—¿Ve como le he ayudado? —habló Lola.

—Mucho. —Suspiró.

—¿Me da otro duro?

—No tengo más, cariño. —Sacó la calderilla—. Pero volveré por aquí dentro de unos días. Mi mujer tiene ropa de cuando sus hermanas eran niñas.

—No volverá. —Lola mantuvo su sonrisa.

Tan pequeña y ya no creía en nada.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó a su prima.

—Carmelita.

—¿Tienes trabajo?

Tampoco hubo respuesta.

No iba a arreglar el mundo, y menos España.

—Habéis sido muy amables, las dos, gracias. —Inició la retirada.

—¿Va a ir a verle? —quiso saber Carmelita.

—Sí.

—No le diga que yo se lo he contado. —Su gesto fue de sincera lástima—. No quiero que se enfade conmigo. Cuando me ofreció la mitad de ese bocadillo lo hizo a cambio de nada. Es la primera persona que me ha dado algo en la vida.

—No le hablaré de ti, descuida.

—Bien. Oiga…

—¿Sí?

—Usted también parece triste y cansado.

—Cansado lo estoy. Triste no.

—¿Quiere que vayamos a alguna parte?

La rabia se le mezcló con la ternura.

—No, pero gracias. Y siento que me lo digas.

—No soy una puta, pero hay que vivir, ¿no? Todos necesitamos algo.

—Es una filosofía de vida errónea.

—No le entiendo —reconoció.

Las miró a las dos.

Tanto poder…

Todo el país, la ciudad, su realidad, estaba allí, en ellas.

—Gracias —se despidió.

—Vaya con Dios —le dijo Lola.

Con Dios.

Dios recibía bajo palio a Franco.

Caminó de regreso a la avenida que iba del Estadio a Miramar. Pasó cerca del cuadrado impreso en la tierra. Cuando volvió la vista atrás, Lola y Carmelita ya no estaban a la vista.

Las barracas tampoco se veían desde allí.

Sabía que le costaría encontrar un taxi en Montjuïc.

28

La carretera de la Bordeta estaba relativamente cerca, pero para él era una caminata con la que no podía cargar en sus condiciones y tras la noche en comisaría. Si hubiera atravesado las barracas, montaña abajo, para enfilar la calle Margarit, con tomar luego el Paralelo a la izquierda llegaba hasta la plaza de España. Pero ni quería cruzar la zona de la miseria ni se atrevía con la pendiente. Lo mejor y más práctico era el taxi.

No supo si dirigirse hacia el Estadio o hacia Miramar.

Optó por lo segundo y acertó.

Cinco minutos después vio uno, levantó la mano y entró en él agradeciendo la posibilidad de sentarse de nuevo.

—¿Conoce una vieja fábrica rodeada por un muro rojo entre la Bordeta y Cruz Cubierta?

—No, no señor.

—De acuerdo, lléveme a la carretera de la Bordeta y ya preguntaré.

—¿A qué altura?

—No sé, el primer cruce saliendo de plaza de España.

El taxista ya no le habló más. Rodeó la montaña por la parte que daba a la ciudad y bajó por la avenida de la Reina María Cristina, dejando atrás las fuentes, hasta la plaza de España. Una vez superada ya giró por la Gran Vía y a los pocos metros se internó por la carretera de la Bordeta. El primer cruce era el de la calle de San Roque. Detuvo el coche en la esquina.

Miquel se despidió de él y se quedó en la acera.

El comercio más cercano era una lechería. Atravesó la puerta y un fuerte olor a vacas le golpeó la nariz. Una mujer atendía detrás de un mostrador, entre botellas llenas y vacías. Era redonda y mofletuda, con las mejillas muy sonrosadas. Le preguntó si por allí cerca había una vieja fábrica abandonada, rodeada por un muro de ladrillo rojo, y se la vio muy complacida de poder ayudarle.

—Tire todo recto, hasta Hostafrancs. Luego a la derecha. La verá enseguida un poco más arriba.

Le apetecía un vaso de leche, pero se abstuvo. A veces le sentaba mal. Algo de su hígado, que era «lento». Al menos eso le había dicho el médico. Porque desde que estaba con Patro se cuidaba. Si no lo hacía él, le obligaba ella.

Salió de la lechería recordando que no había desayunado nada, y que seguía pareciendo un desgraciado, sin afeitar y con el traje arrugado. El calor de la mañana ya se hacía sentir. Acabó quitándose la chaqueta y se la colgó del brazo, algo que nunca hacía, por un raro pudor o un viejo vestigio de elegancia.

La mujer de la lechería llevaba razón. Vio la fábrica a unos cincuenta metros, calle arriba, y cuando llegó hasta ella se encontró con el muro de ladrillo rojo como frontera infranqueable. No supo si caminar rodeándolo por la derecha o por la izquierda, y, cosas absurdas, como si formara parte de una militancia, lo rodeó por la izquierda.

En la siguiente esquina encontró el pequeño derribo.

Suficiente para colarse dentro, con cuidado.

Se lo tomó con calma. Tuvo que esperar al menos tres minutos. Cuando por fin la calle quedó vacía de transeúntes y nadie podía verle, a no ser que estuviera asomado a una de las ventanas de las casas frontales, atravesó el muro haciendo equilibrios para no caer.

Carmelita le había dicho que Maurici Sunyer vivía en las oficinas, a la derecha del boquete. Volvió a ponerse la chaqueta para tener las manos libres por si acaso. El terreno era irregular, había agujeros, desperdicios, y tampoco sabía lo que se iba a encontrar. Si el ex atleta se sentía amenazado, igual le disparaba o le daba con una madera. La cautela tenía que ser máxima.

Era un hombre acosado, acorralado.

Un hombre que, posiblemente, siguiera empeñado en llevar a cabo su misión.

Todo dependía de sí podía o no.

Llegó al edificio y encontró una puerta ya sin marco. Se coló dentro. Se arrepintió de no haberle preguntado a la chica el emplazamiento exacto del lugar en el que dormía Sunyer. Podía estar allí mismo, en la planta baja, o en la superior. Cualquier roce o sonido extraño, allí, era como una señal de alarma.

Decidió no arriesgarse.

—¡Maurici! —Empleó su nombre de pila—. ¡No tema, soy un amigo! ¡Si me oye, salga, por favor!

Se quedó quieto, a la espera de la menor señal.

No se produjo.

—¡Maurici, soy amigo de Mateo Galvany!

Se arrepintió al momento de haber dado aquel nombre.

Mateo era el que supuestamente les había denunciado a la policía.

Volvió el silencio.

No tuvo más remedio que continuar.

Exploró la parte inferior sin éxito. Ni rastro de que allí se hubiera escondido una persona. Lo hizo aguzando al máximo el oído, por si percibía el menor roce proveniente de alguna parte. Cuando se convenció de que allí lo único que reinaba era el silencio y, quizá, las ratas en la noche, buscó la escalera y subió a la primera planta.

El lugar era aquél.

Vio un viejo colchón, tal vez arrastrado hasta allí o encontrado en alguna de las dependencias. Junto a él, restos de comida, un cubo con agua y poco más. Lo importante, o al menos lo curioso, estaba en la pared.

Postales de Barcelona.

Postales y recortes con fotografías del monumento a Colón.

Postales pegadas mostrando el lugar desde todos los ángulos posibles.

Contó veintisiete.

Vio algo más, a la izquierda de la pared, semioculto por las sombras.

Un maniquí.

Un maniquí al que le faltaba el brazo izquierdo.

Y por el suelo, a su alrededor, vendas y restos de tela, como si alguien hubiera cortado algo.

Tocó el maniquí, que le miraba sin ojos desde su perpetua inmovilidad, con el brazo derecho apenas levantado en una pose casi displicente. Tocó las vendas, nuevas, sin usar. Tocó la tela. Se dio cuenta de que estaba pegajosa. Buscó a su alrededor y encontró un pequeño tarro con restos secos de engrudo o algo capaz de pegar.

Carmelita no le había dicho nada de las postales o el maniquí.

¿No le dio importancia o, cuando ella estuvo allí, aquello no se encontraba en el lugar?

Regresó al colchón y lo tocó. No era muy grande. Suficiente para uno, pero no para dos. Maurici Sunyer se escondía solo. Ni rastro de Esteve Roura.

Quizá ya no era necesario.

Buscó un poco más. En una especie de armario encontró ropa, no mucha, sólo la necesaria para subsistir unos días. Contó unos pantalones sucios, llenos de tierra y polvo, tal vez los que usaba para ir a Montjuïc, dos camisas y un jersey, además de unos calzoncillos igualmente sucios, una camiseta y un par de calcetines. En el fondo de una caja vio dinero. Doscientas cuarenta y tres pesetas.

Había algo más.

Propaganda de cine, fotos de artistas famosos, prospectos, folletos, carteles de películas en tamaño postal, los clásicos regalos de las salas a sus clientes.

Roura y su afición por el cine.

Así que él había estado allí.

Miquel se quedó mirando aquellos papeles.

Fijamente.

Unas cuantas voces revolotearon por su cabeza.

Esperanza Sistachs: «La política y el cine son sus pasiones».

El señor Puigvert: «Se ha ido en plena campaña de verano».

Pepe: «Pasa todo el tiempo que puede en el cine».

Y finalmente la señora García: «Era una enciclopedia andante y muy romántico. Decía que la vida era igual que una película, pero sin Rita Hayworth. Más o menos se veía a sí mismo como el protagonista de su propia historia, como si el mundo fuese un gran teatro», «Solía ir casi siempre al mismo cine, aunque luego creo que lo cerraron por reformas. Pero no sólo iba por las películas. También salía con una de las taquilleras, no sé si por interés personal en ella o para que le dejara entrar gratis», «Me contó que a veces veía las películas en la misma sala de proyección, como un rey, y que luego se citaba con la mujer, la taquillera, en un cuartito contiguo».

Cine, cine, cine.

—¿Es posible, Roura? —le preguntó al aire—. ¿Tan simple como eso?

Iba a levantarse pero volvió a mirar el dinero. Sunyer ya no iba a regresar, eso seguro. Aquellas doscientas cuarenta y tres pesetas eran «la herencia» de Carmelita si es que la muchacha regresaba al día siguiente como le dijo él. Lo lamentó, pero se llevó cincuenta pesetas por si acaso se le agotaba lo que le quedaba.

Si volvía con la ropa de las hermanas de Patro para Lola, ya se las resarciría.

Todo estaba hecho.

Dirigió una última mirada a las postales.

Y comprendió que Mateo no sabía nada de esa última parte del plan.

Había un antes y un después de su detención.

Caminó hacia la escalera y la bajó peldaño a peldaño. Se imaginó a Maurici Sunyer vagando por Barcelona a la espera de su hora. Mejor eso que aguardar allí, arriesgándose inútilmente a ser descubierto si la policía le seguía los pasos. Por la calle, con su nuevo brazo postizo colgando de un pañuelo anudado a su cuello, era uno más, perdido entre la multitud que acudiría a la gran fiesta.

Salió del edificio y llegó hasta el muro. No salió sin más. Primero asomó la cabeza discretamente. No había nadie en la calle, pero en la esquina de abajo, a la derecha, vio una cabeza que se escondía de forma muy rápida, pillada a contrapié.

Sonrió.

Luego pasó por encima de los restos del muro y fue a su encuentro. Cuando dobló la esquina incluso la asustó.

—Hola, Carmelita.

La joven estuvo a punto de echar a correr.

—Tranquila. —Le mostró sus manos desnudas.

—No hacía nada malo. —Mostró un extraño sentimiento de culpabilidad con el miedo de los que siempre reciben por todo, defendiéndose aunque, realmente, no hubiera hecho nada malo.

—Lo sé.

—Me dijo que me llevara lo que quisiera el miércoles.

—Y has creído que yo…

—Sí.

—No me llevo nada —mintió pensando en aquel dinero—. Y creo que ya puedes ir a por ello ahora, si quieres.

—¿Y él?

—No volverá.

—¿Cómo lo sabe?

—Créeme, lo sé.

Seguía con los ojos caídos, el cuerpo doblado hacia delante, abrazada a sí misma. Lejos de su ambiente, y sola, era una niña asustada. Ni su belleza la protegía de eso. Llevaba unos zapatos espantosos, nada femeninos. Mientras él daba la vuelta en taxi y escudriñaba el escondite de Sunyer, ella había corrido lo suyo para llegar a pie hasta allí.

—Cuando estuviste con él, ¿viste unas postales pegadas a la pared?

—No.

—¿Y un maniquí?

—¿Eso qué es?

—Una figura humana. Lo que ponen en los escaparates con ropa encima.

—No recuerdo, pero diría que no.

Sintió una profunda piedad por ella. Era una muñeca viva, preciosa, de carne y hueso. Una muñeca que pronto romperían, de una forma u otra.

O lo hacía ella, por sí misma, o se casaba con uno que le haría un hijo tras otro.

Más miseria.

—¿Por qué no intentas salir de la montaña? —le dijo.

—¿Y qué hago?

—Trabajar. Eres demasiado joven y guapa para…

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