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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos (45 page)

—Es Joey —dijo su padre entre sollozos—. Ha muerto.

Pregúntenle a cualquier chica de hoy al azar si quiere ser popular y les dirá que no. Pero la verdad es que, si estuviera en medio del desierto muriéndose de sed y tuviera que elegir entre un vaso de agua y la popularidad instantánea, probablemente escogería lo segundo. Lo que pasa es que no puedes reconocer que lo deseas, porque eso te hace parecer menos interesante. Para ser popular de verdad, ha de parecer que eres así, cuando en realidad es algo por lo que te esfuerzas.

No sé si hay nadie que ponga tanto esfuerzo en conseguir algo como los jóvenes en ser populares. Quiero decir que hasta los controladores aéreos y el presidente de los Estados Unidos de América se toman vacaciones, pero si echan una ojeada al alumno medio de instituto, verán a alguien que se dedica a buscar la popularidad en cuerpo y alma, las veinticuatro horas del día, durante todo lo que dura el año escolar.

Entonces, ¿cómo entrar a formar parte de ese sanctasanctórum? Bueno, ésa es la cuestión: no depende de ti. Lo que cuenta es lo que los demás piensan de tu forma de vestir, de lo que comes para almorzar, de los programas de la tele que grabas, de la música que llevas en el iPod.

Pero yo siempre me pregunto cosas como: si lo que cuenta es la opinión de los demás, entonces, ¿tú tienes una opinión que sea tuya de verdad?

Un mes después

A pesar de que el informe de la investigación de Patrick Ducharme había estado en la mesa del despacho de Diana desde diez días después del tiroteo, la fiscal no lo había mirado. Primero había tenido que coordinar la audiencia de una probable causa, y después había estado frente a un gran jurado, intentando que condenaran a un acusado. Así que acababa de empezar a mirar los análisis de las huellas dactilares, de balística y de manchas de sangre, y todos los informes policiales originales.

Pasó toda la mañana repasando el tiroteo y organizando mentalmente su discurso de forma paralela al camino destructivo que había recorrido Peter Houghton, siguiendo los movimientos de una víctima a otra. La primera a quien disparó fue Zoe Patterson, en la escalera de la escuela. Alyssa Carr, Angela Phlug, Maddie Shaw. Courtney Ignatio. Haley Weaver y Brady Price. Lucia Ritolli, Grace Murtaugh.

Drew Girard.

Matt Royston.

Más.

Diana se quitó los anteojos y se frotó los ojos. Un libro de muertos, un mapa de heridos. Y éstos sólo aquellos cuyas heridas habían sido lo suficientemente graves como para dejarlos ingresados en el hospital. Había docenas de alumnos a los que se había curado y mandado a casa. Cientos cuyas cicatrices estaban enterradas demasiado profundamente como para que se vieran.

Diana no tenía hijos; en su posición, los hombres que conocía, o bien eran criminales, lo cual era repugnante, o abogados defensores, aún peores. Sin embargo, tenía un sobrino de tres años a quien habían llamado la atención en la guardería por apuntar con el dedo a un compañero y decirle «¡Pum! Estás muerto». Cuando su hermana la llamó indignada, contándoselo, ¿pensó Diana que su sobrino se convertiría de mayor en un psicópata? Ni por un momento. Era sólo un niño que tenía ganas de jugar.

¿Pensaron lo mismo los Houghton?

Diana miró la lista de nombres que tenía delante. Su trabajo consistía en buscar una relación entre todos ellos, pero lo que tenía que hacer de verdad era trazar antes una línea: el momento clave en que la mente de Peter Houghton había cambiado, lentamente, del ¿y si? al cuándo.

Su mirada se dirigió a otra lista, una del hospital. Cormier, Josie. Según el expediente médico, la chica —de diecisiete años —había ingresado durante la noche en observación, después de sufrir un desvanecimiento; tenía una laceración en la cabeza. La firma de su madre estaba al final del formulario de consentimiento para los análisis de sangre: Alex Cormier.

«No podía ser».

Diana se hundió en su silla. Nunca se desea ser quien le diga a un juez que se recuse a sí mismo. Es decirle que se duda de su imparcialidad, y como Diana tendría pasar por el juzgado de la jueza Cormier unas cuantas veces más en el futuro, quizá obrar así no fuera lo mejor para su carrera. Pero la jueza Cormier sabía que no podría dirigir el caso con imparcialidad. No con una hija que era uno de los testigos. Aunque no hubieran disparado a Josie, había resultado herida durante el tiroteo. La jueza Cormier se recusaría, seguro. Así que no había de qué preocuparse.

Diana volvió su atención a la documentación que tenía sobre la mesa, leyendo hasta que las letras se le volvieron borrosas. Hasta que Josie Cormier fue sólo otro nombre.

De regreso a casa desde el juzgado, Alex pasó por el memorial improvisado que habían erigido en memoria de las víctimas del Instituto Sterling. Había cruces blancas de madera, aunque uno de los chicos muertos —Justin Friedman —era judío. Las cruces no estaban cerca de la escuela, sino en un recodo de la carretera 10, en una zona encharcada del río Connecticut. En los días posteriores al tiroteo, algunos de los que habían ido a llorar allí a los muertos, a las cruces habían añadido fotografías, ositos de peluche y ramos de flores.

Alex paró el coche a un lado de la carretera. No sabía por qué lo hacía entonces, por qué no había parado antes. Sus talones se hundieron en la hierba esponjosa. Se cruzó de brazos y se acercó al lugar.

No estaban en un orden concreto, y el nombre de cada estudiante muerto estaba inscrito en la cruceta de madera. Courtney Ignatio y Maddie Shaw tenían las cruces juntas. Las flores que había junto a las señales se habían marchitado y los envoltorios verdes se estaban pudriendo en el suelo. Alex se arrodilló y acarició un poema desvaído que estaba clavado en la cruz de Courtney.

Courtney y Maddie habían ido a pasar la noche a su casa varias veces. Alex recordaba haber encontrado a las chicas en la cocina, comiendo masa de galletas cruda en lugar de cocinarla, y con cuerpos tan fluidos como olas al moverse. Recordó lo celosa que se sintió al verlas, tan jóvenes, sabiendo que aún no habían cometido ningún error que pudiera cambiar sus vidas. Alex se ruborizó, disgustada: al menos ella aún tenía una vida que cambiar.

Sin embargo, se echó a llorar al ver la cruz de Matt Royston. Apoyada sobre la base blanca de madera había una foto enmarcada, que habían puesto dentro de una bolsa de plástico para que las inclemencias del tiempo no la estropearan. En ella se veía a Matt, con aquellos ojos tan brillantes que tenía, y un brazo alrededor del cuello de Josie.

Josie no miraba a la cámara, sino a Matt. Como si no pudiera ver nada más.

Parecía más seguro llorar frente al memorial improvisado que en casa, donde Josie podría oírla. No importaba lo calmada que hubiese estado —por el bien de Josie—, la única persona a quien no podía engañar era a sí misma. Podía regresar a su rutina diaria, se podía decir a sí misma que Josie era una de las personas con suerte, pero cuando estaba sola en la ducha, o en estado de vigilia antes de dormirse profundamente, Alex se sobresaltaba; del mismo modo que ocurre cuando evitas un accidente y paras en la cuneta para ver si aún estás entera.

La vida era lo que ocurría cuando todos los ¿y si? no ocurrían, cuando lo que soñabas, esperabas o —en este caso —temías que pudiera ocurrir, no ocurría, es decir, pasaba de largo. Alex ya había pasado muchas noches pensando en la buena fortuna, en por qué era tan fina como un velo, en cómo se puede pasar perfectamente de un lado al otro. La cruz que tenía ante las rodillas podría ser perfectamente la de Josie, y el memorial de Josie el que tuviera esa foto. Un tic de la mano de la persona que disparó, un paso mal dado, una bala rebotada, y todo habría sido diferente.

Alex se irguió y respiró profundamente. Mientras volvía al coche, vio el pequeño agujero donde había habido una undécima cruz. Después de colocar las diez primeras cruces, alguien puso otra con el nombre de Peter Houghton. Noche tras noche habían arrancado o destrozado la cruz. Se habían publicado editoriales en el periódico local. ¿Merecía Peter Houghton una cruz estando vivo? Hacer un memorial con su nombre, ¿era símbolo de tragedia o de comedia? Finalmente, quien ponía la cruz por Peter Houghton decidió dejarlo correr y ya no la volvió a clavar.

Mientras Alex volvía a sentarse en el coche se preguntó cómo —antes de parar allí —podía haber olvidado que alguien, en algún momento, consideró que Peter Houghton también era una víctima.

Desde el día fatal, Lacy, como ella misma solía decir, había parido tres niños. Cada vez, aunque el parto hubiese ido bien, había habido algún problema. No por parte de la madre, sino de la partera. Cuando Lacy entraba en la sala de partos, se sentía envenenada, demasiado negativa como para ser la persona que tenía que ayudar a nacer a un nuevo ser. Sabía lo que era parir y había ayudado a esas madres en ese trance y posteriormente, pero en el momento de la verdad, el momento de cortar el cordón umbilical con el hospital y volver al hogar, Lacy siempre daba el consejo equivocado. En lugar de decirles tópicos como «Deja que mame tanto como quiera» o «No lo tengas mucho en brazos», les había dicho la verdad: «Este niño que tanto han estado esperando no es como lo imaginan. Son mutuamente unos extraños, y seguirán siéndolo durante años a partir de ahora».

Tiempo atrás, Lacy solía tumbarse en la cama y fantasear sobre cómo habría sido su vida si no hubiese sido madre. Entonces recordaba a Joey trayéndole un ramo de dientes de león y tréboles; a Peter durmiéndose sobre su pecho con la cola de su trenza entre las manos. Revivía lo duro de la tarea, el cansancio, y recordaba aquel mantra que tanto le había funcionado: «Cuando esté hecho, estará hecho». La maternidad había pintado de colores más brillantes el mundo de Lacy. Le había proporcionado la grata satisfacción de creer que su vida no podía ser más completa. De lo que no se había dado cuenta era de que, a veces, cuando tu visión es tan clara y aguda, te puede cortar. De que la contrapartida de tanta plenitud puede ser el vacío más absoluto.

No se lo había dicho a sus pacientes —cielos, ni siquiera a Lewis—, pero aquellas veces, cuando estaba tumbada en la cama pensando cómo habría sido su vida de no haber sido madre, se vio bloqueada de repente por un par de amargas palabras: «más fácil».

Lacy estaba en su consulta. Ya había visitado a cinco pacientes e iba por la sexta. Janet Isinghoff, ponía en el expediente. Aunque la llevaba otra partera, la política del grupo era que todas las mujeres debían conocer a todas las parteras, porque nunca sabías cuál te iba a tocar en el momento del parto.

Janet Isinghoff tenía treinta y tres años. Estaba embarazada de pocos meses y tenía un historial familiar de diabetes. Había sido hospitalizada una vez por una apendicitis, tenía un poco de asma y, en general, estaba bien de salud. Estaba de pie, frente a la puerta de la sala de reconocimiento hablando acaloradamente con la enfermera de obstetricia:

—No importa —decía Janet—. Si tiene que ser así, me voy a otro hospital.

—Ésa es nuestra manera de trabajar —le explicaba Priscilla.

Lacy sonrió.

—¿Puedo ayudarle en algo?

Priscilla se volvió, poniéndose entre Lacy y la paciente.

—No pasa nada.

—Pues no lo parecía —respondió.

—No quiero que mi bebé sea traído al mundo por una mujer cuyo hijo es un asesino —espetó Janet.

Lacy sintió cómo se le caía el alma a los pies. Se quedó casi sin aliento.

Priscilla se puso colorada.

—Señora Isinghoff, creo que puedo hablar en nombre de todo el equipo de obstetricia, y le puedo asegurar que Lacy es…

—Está bien —murmuró Lacy—. Lo entiendo.

Las otras enfermeras y parteras miraban sorprendidas lo que estaba ocurriendo. Lacy sabía que la defenderían. Le dirían a Janet Isinghoff que si quería podía buscar otra partera, y le explicarían que Lacy era una de las mejores y más veteranas de todo New Hampshire. Pero en realidad eso era lo que menos importaba. El problema no era que Janet Isinghoff quisiera a otra partera para traer a su hijo al mundo, era que, cuando Janet se marchara, al día siguiente o al otro otra mujer sacaría la misma incómoda historia. ¿Quién querría que las primeras manos que tocaran a su hijo fuesen las mismas que habían ayudado a cruzar la calle a un asesino, las mismas que lo habían cuidado cuando estaba enfermo, las que le habían mecido para que se durmiese?

Lacy atravesó por el vestíbulo hacia la puerta de incendios y subió los peldaños de dos en dos. A veces, cuando tenía un día difícil, se refugiaba en la azotea del hospital. Se tumbaba en el suelo y miraba hacia el cielo, imaginando que estaba en algún otro lugar de la Tierra.

El juicio era una pura formalidad. Peter sería declarado culpable. Por otro lado, no importaba lo que dijera para convencerse a sí misma, o a Peter. Lo sucedido estaba allí, entre ellos, y luego estaban aquellas terribles visitas a la cárcel, indescriptibles. A Lacy le parecía que era como encontrarse con alguien a quien no hubiera visto durante un tiempo, y ver que había perdido el pelo y que no tenía cejas: sabría que estaba sufriendo la agonía de la quimioterapia, pero intentaría creer que no era así, porque de esa manera todo sería más fácil para los dos.

Lo que le habría gustado decir a Lacy, si hubiese tenido la oportunidad de hacerlo, era que la acción de Peter había sido tan sorprendente para ella —tan devastadora para ella —como para todo el mundo. Ella también había perdido a su hijo ese día. No sólo físicamente, en el correccional, sino también personalmente, porque el chico que ella conocía había desaparecido, tragado por aquella bestia a la que no reconocía; capaz de unos actos que su mente no podía concebir.

Pero ¿y si Janet Isinghoff tuviera razón? ¿Y si Lacy hubiera dicho o hecho algo… o dejado de decir o hacer… que llevara a Peter a cometer esa acción? ¿Se puede odiar a un hijo por lo que ha hecho, y aun así, quererlo por quien ha sido?

La puerta se abrió, y Lacy se dio la vuelta. Nadie acostumbraba a subir hasta allí, pero pocas veces había dejado a sus compañeras tan preocupadas. No era Priscilla ni ninguna de sus colegas: Jordan McAfee apareció en el umbral con un montón de papeles en la mano. Lacy cerró los ojos.

—Perfecto.

—Sí, eso es lo que me dice mi mujer —dijo acercándosele con una amplia sonrisa en su cara—. O quizá es lo que me gustaría que me dijera… Su secretaria me dijo que la encontraría aquí, y… Lacy, ¿está bien?

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