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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos (21 page)

BOOK: Diecinueve minutos
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Las cuatro cámaras que el juez del tribunal del distrito había aceptado como representantes de las cadenas televisivas (ABC, CBS, NBC y CNN) cobraron vida con un zumbido, cual cuarteto
a cappella
, tan pronto como el acusado entró en la sala. Dado que se había hecho tal silencio que habría sido posible oír los propios pensamientos, Peter se volvió de inmediato hacia los objetivos. Diana advirtió que sus ojos no eran muy diferentes de los de las cámaras: oscuros, ciegos, vacíos más allá de las lentes.

Jordan McAfee, un abogado que a Diana no le gustaba mucho desde un punto de vista personal pero que reconocía de mala gana que era condenadamente bueno haciendo su trabajo, se inclinó hacia su cliente en el momento en que Peter llegó a la mesa de la defensa. El alguacil se levantó:

—En pie —proclamó—: Su Señoría el juez Charles Albert.

El juez Albert entró de prisa en la sala, en medio del frufrú de la toga.

—Pueden sentarse —dijo—. Peter Houghton —añadió, volviéndose hacia el acusado.

Jordan McAfee se puso de pie.

—Su Señoría, renunciamos a la lectura de los cargos. Es nuestra intención solicitar la no culpabilidad para todos ellos. Pedimos que la probable vista de la causa se aplace hasta dentro de diez días.

Diana no se llevó ninguna sorpresa: ¿por qué iba a querer Jordan que el mundo entero escuchara cómo se acusaba a su cliente de diez cargos individuales de asesinato en primer grado? El juez se volvió hacia ella.

—Señora Leven, el código dictamina que un acusado sobre el que pesa alguna acusación de asesinato en primer grado, de varias en este caso, sea retenido sin posibilidad de fianza. Supongo que no verá ningún problema en ello.

Diana reprimió una sonrisa. El juez Albert, Dios le bendijera, se las había arreglado para aludir a los cargos de una forma u otra.

—Me parece correcto, Su Señoría.

El juez asintió con un gesto de cabeza.

—Bien, señor Houghton. Deberá usted seguir en prisión preventiva.

El proceso entero había durado menos de cinco minutos, por lo que el público no debía de estar muy satisfecho. Querían sangre, venganza. Diana vio que Peter Houghton daba un traspié entre los dos ayudantes del sheriff que le llevaban; luego se volvió hacia su abogado una última vez con una pregunta en los labios, que no llegó a proferir. La puerta se cerró tras él, y Diana tomó su maletín y salió de la sala, para encontrarse con las cámaras de televisión.

Se plantó delante de un ramillete de micrófonos.

—Peter Houghton ha sido acusado de diez cargos de asesinato en primer grado y de diecinueve cargos de intento de asesinato en primer grado, así como de otros cargos relacionados con la tragedia y que tienen que ver con la posesión ilegal de explosivos y armas de fuego. Las normas de la profesión judicial nos impiden hablar de las pruebas en estos momentos, pero la comunidad puede estar segura de que estamos llevando este caso con toda energía, de que hemos estado trabajando noche y día en colaboración con nuestros investigadores para garantizar la obtención de las pruebas necesarias, así como de su custodia y gestión adecuadas para que esta incalificable tragedia no quede sin respuesta.

Abrió la boca para continuar, pero se dio cuenta de que se oía otra voz, justo al otro lado del pasillo, y que los periodistas iban desertando de su conferencia de prensa improvisada para escuchar la de Jordan McAfee.

Éste tenía una actitud sobria y una expresión de arrepentimiento, con las manos en los bolsillos de los pantalones, mientras miraba fijamente hacia Diana.

—Me sumo al pesar general de la comunidad por las irreparables pérdidas sufridas, y representaré a mi cliente hasta el final. El señor Houghton es un muchacho de diecisiete años de edad, y está muy asustado. Les pido por favor que respeten en todo momento a su familia y que recuerden que este asunto debe dirimirse en los tribunales. —Jordan dudó unos segundos, con un gran sentido del espectáculo, y acto seguido dirigió la mirada a la multitud—. Les pido que recuerden que lo que se ve no siempre es lo que parece.

Diana sonrió satisfecha. Los periodistas, al igual que el resto del mundo que estuviese escuchando el medido discurso de Jordan, pensarían que al final de todas aquellas reservas tendría una verdad fabulosa para extraerse de la manga, algo que demostrara que su cliente no era un monstruo. Diana, sin embargo, sabía lo que significaba. Ella estaba más capacitada para traducir la jerga legal, porque la hablaba con fluidez. Cuando un abogado recurría a toda aquella retórica misteriosa, era porque no contaba con nada más con que defender a su cliente.

A mediodía, el gobernador de New Hampshire dio una rueda de prensa en la escalinata del edificio del Capitolio, en Concord. Llevaba en la solapa un lazo blanco y marrón, los colores del Instituto Sterling, cuya venta se había disparado, a un dólar el lazo, en las cajas registradoras de las gasolineras y en los mostradores de los Wal-Mart. La recaudación estaba destinada a dar apoyo a la Fundación de Víctimas de Sterling. Uno de sus hombres había conducido casi cincuenta kilómetros para hacerse con uno, porque el gobernador tenía planeado lanzarse al gran ruedo en las primarias del Partido Demócrata en 2008 y sabía que aquél era un momento ideal desde el punto de vista mediático para mostrar su compasión y establecer vínculos emocionales. Sí, no cabía duda de que sus sentimientos hacia los ciudadanos de Sterling eran sinceros, en especial hacia aquellos pobres padres de las víctimas, pero había también en él una parte de cálculo que le decía que un hombre capaz de conducir a todo un Estado y acompañarle en el incidente de ataque escolar más trágico de Norteamérica transmitiría una imagen de líder fuerte.

—Hoy todo el país está de duelo por New Hampshire —decía—. Hoy todos sentimos el mismo dolor que siente Sterling. Todos son hijos nuestros. —Tras una pausa alzó la mirada—. He estado en Sterling y he hablado con los investigadores, que están trabajando las veinticuatro horas del día para entender lo sucedido en el día de ayer. He estado con algunas de las familias de las víctimas, y en el hospital, con los sobrevivientes. Parte de nuestro pasado y parte de nuestro futuro ha desaparecido en esta tragedia —dijo el gobernador, mientras se volvía con mirada solemne hacia las cámaras—. Lo que todos necesitamos, en estos momentos, es centrarnos en el futuro.

Josie tardó menos de una mañana en aprender las palabras mágicas: cuando quería que su madre la dejara en paz, cuando se hartaba de que no le quitara ojo, lo único que tenía que hacer era decir que necesitaba dormir un poco. Entonces su madre se retiraba, completamente inconsciente de que, en el instante en que Josie la dejaba escapar, sus facciones se relajaban, y de que sólo entonces Josie podía reconocerla.

Ésta estaba en el piso de arriba, en su habitación, sentada en la oscuridad, con las persianas bajadas y las manos cruzadas en el regazo. Era pleno día, pero allí dentro no se notaba. La gente se ha inventado todo tipo de formas de hacer que las cosas parezcan diferentes de lo que son en realidad. Una habitación puede sumirse en una noche artificial. El Botox transforma los rostros de las personas en algo que no son. El TiVo te hace creer que eres capaz de congelar el tiempo, o al menos de reordenarlo a tu antojo. Una lectura del acta de acusación en el tribunal es como una tirita en una herida que lo que necesita es un torniquete.

A tientas en la oscuridad, Josie alargó el brazo por debajo del cabezal de la cama en busca de la bolsa de plástico que tenía allí escondida, con su stock de píldoras para dormir. No era mejor que el resto de personas estúpidas de este mundo, que creían que si fingían lo bastante, podían convertir en realidad su falsificación. Ella había creído que la muerte podía ser una respuesta, porque era demasiado inmadura para comprender que en realidad era la mayor pregunta.

Hasta el día anterior no sabía qué dibujos podía formar la sangre cuando salpicaba sobre una pared blanca. No sabía que la vida abandona primero los pulmones de la persona, y en último lugar los ojos. Se había imaginado el suicidio como una declaración final, un «a la mierda» dirigido a la gente que no había entendido lo difícil que era para ella ser la Josie que querían que fuera. Había creído vagamente que, si se quitaba la vida, sería capaz de ver la reacción de los demás; y que eso sería una forma de reír la última. Hasta ese momento, no lo había comprendido en realidad: los muertos estaban muertos. Cuando uno moría, no regresaba para ver lo que pasaba. Ya no se podía pedir perdón. No se tenía una segunda oportunidad.

La muerte no era algo que se pudiera controlar. En realidad, la muerte llevaba las de ganar.

Rasgó la bolsa de plástico y vació el contenido en la palma de su mano. Se metió cinco pastillas en la boca. Fue al lavatorio y dejó correr el agua. Bebió un buen trago, notando las píldoras nadar en la pecera formada por sus mejillas hinchadas.

«Traga», se dijo.

Pero en lugar de tragar, Josie se dejó caer delante del inodoro y escupió las pastillas. Tiró el resto, que todavía llevaba en el puño cerrado. Tiró de la cadena antes de darse tiempo a pensarlo mejor.

Su madre subió a oír el llanto, que se había filtrado a través de las paredes. En realidad, iba a formar parte de aquel hogar tanto o más que los ladrillos y la argamasa, aunque ninguna de las dos mujeres se había dado cuenta aún. La madre de Josie irrumpió en el dormitorio y se dejó caer junto a su hija en el cuarto de baño.

—¿Qué podría hacer yo, cariño? —le susurró, pasando las manos por los hombros y la espalda de Josie, como si la respuesta fuera un daño visible, en lugar de una cicatriz en el corazón.

Yvette Harvey estaba sentada en un sofá, con la foto de graduación de octavo grado de su hija en la mano, tomada dos años, seis meses y cuatro días antes de que ésta muriese. A Kaitlyn le había crecido el pelo desde entonces, pero aún se reconocía la misma sonrisa de medio lado, y la cara achatada característica de las personas con síndrome de Down.

¿Qué habría pasado si no hubiera optado por integrar a Kaitlyn en la enseñanza media, si la hubiese matriculado en una escuela para discapacitados? ¿Eran esos chicos menos agresivos, menos susceptibles de haber albergado a un asesino?

La productora del programa televisivo «El show de Oprah Winfrey» le había devuelto el montón de fotografías que Yvette le había facilitado. Hasta aquel día, no había sabido que existían diferentes niveles de tragedia; que aunque te llamaran del show de Oprah para pedirte que contaras tu triste historia, querrían asegurarse de que ésta era lo bastante triste antes de dejarte hablar ante las cámaras. Yvette no tenía previsto exponer su dolor en la televisión, de hecho, su marido estaba tan en contra que se había negado a acercarse allí cuando la productora los había llamado; pero ahora estaba decidida a hacerlo. Había escuchado las noticias. Y ahora tenía algo que decir.

—Kaitlyn tenía una sonrisa muy bonita —dijo la productora con dulzura.

—Sí, es muy alegre —repuso Yvette, que en seguida sacudió la cabeza—. Era.

—¿Ella conocía a Peter Houghton?

—No. No eran del mismo curso. No podían haber coincidido en ninguna clase. Las de Kaitlyn se impartían en el centro de aprendizaje. —Apretó con el pulgar el borde del marco de plata del retrato hasta que le dolió—. Toda esa gente que ahora dice que Peter Houghton no tenía amigos, que todos se burlaban de él… No es cierto —dijo—. Mi hija no tenía amigos. De mi hija sí se rieron todos cada uno de los días de su vida. Mi hija sí se sentía marginada, porque lo estaba. Peter Houghton no era ningún inadaptado, como se lo quiere presentar ahora. Peter Houghton era malo, y nada más.

Yvette bajó los ojos y se quedó mirando el cristal que recubría el retrato de Kaitlyn.

—La psicóloga de la policía que me atendió me dijo que Kaitlyn fue la primera en morir. Quería que supiera que Kaitie no sabía lo que estaba pasando… que no sufrió.

—Eso debe de haberle proporcionado un cierto consuelo —le dijo la productora.

—Sí, al principio sí. Hasta que los padres hablamos entre nosotros y nos dimos cuenta de que la psicóloga nos había dicho lo mismo a todos los que habíamos perdido un hijo. —Yvette alzó la vista con lágrimas en los ojos—. No es posible que todos fueran el primero.

Durante los días que siguieron a la matanza en el instituto, las familias de las víctimas recibieron una lluvia de cosas: dinero, platos cocinados, asistencia para el cuidado de los hijos, simpatía. El padre de Kaitlyn Harvey, al despertar una mañana después de la última y ligera nevada de la primavera, descubrió que algún buen samaritano había limpiado con una pala la nieve del camino de entrada. La familia de Courtney Ignatio fueron los beneficiarios de su iglesia local, cuyos miembros se pusieron de acuerdo para aportar comida o servicios de limpieza para cada uno de los días de la semana, siguiendo un turno rotatorio que iba a durar hasta junio. La madre de John Eberhard fue obsequiada con una furgoneta adaptada para discapacitados, cortesía de Sterling Ford, para facilitarle las cosas a su hijo en su nuevo estado parapléjico. Todos los heridos del Instituto Sterling recibieron una carta del presidente de Estados Unidos, con el pulcro membrete de la Casa Blanca, felicitándoles por su valor.

Los medios de comunicación, recibidos en un principio como un tsunami, acabaron convirtiéndose en un elemento cotidiano en las calles de Sterling. Después de varios días viendo cómo sus botas negras de tacón alto se hundían en el blando barro de un mes de marzo de Nueva Inglaterra, hicieron una visita a una tienda de equipos para granjeros y se compraron zuecos y botas de goma. En el mostrador de la hospedería Sterling Inn dejaron de preguntar por qué no funcionaban sus teléfonos móviles y, en lugar de ello, se reunían en el estacionamiento de la estación de servicio Mobil, el punto más elevado de la ciudad, donde tenían una mínima cobertura. Deambulaban enfrente de la comisaría de policía, de los juzgados y de la cafetería local, a la espera de alguna migaja de información que enviar a los teletipos.

En Sterling, cada día había un funeral diferente.

El servicio religioso en memoria de Matthew Royston tuvo lugar en una iglesia que se quedó pequeña para albergar a cuantos quisieron acompañar a la familia. Compañeros de clase, parientes y amigos atestaban la nave, sentados en los bancos, de pie en los laterales, fuera de las puertas. Una representación de alumnos del Instituto Sterling habían acudido vestidos con sendas camisetas verdes con el número 19 en el pecho, el mismo que luciera la camiseta de hockey de Matt.

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