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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (39 page)

Inger Johanne se limitó a sonreír y estrujó un trapo.

—En dar una vuelta completa a la Luna —le dijo él con decisión a Kristiane—. Así que a eso se le llama un año, que es un poco más largo que… Luego hay que reunir las horas que sobran, y se hace un día con ellas, así de vez en cuando. Cada cuatro años. Y luego había algo de Gregorio y de Julio, pero no lo recuerdo.

—Lo has hecho muy bien —dijo Kristiane—. Julio es un chimpancé, Yngvar. Voy a jugar al año bisiesto con Leonard. Hoy viene papá a buscarme. Tú no eres mi papá.

—No, pero te quiero muchísimo.

La niña salió corriendo con
Jack
pisándole los talones. Los pequeños pies se precipitaron escaleras abajo y la puerta se cerró de golpe. Yngvar respiró y se levantó entumecido.

—Me pregunto cuántas veces vamos a tener que repasar la lección esa de que yo no soy su padre —dijo—. Y además tenemos que arreglar lo del acuerdo de convivencia. Este invierno ha sido un caos. ¿No le tocaba irse con Isak el viernes?

—¿Qué te pasa? —preguntó Inger Johanne, y le acarició la cabeza—. ¿Es sólo por lo de Rudolf Fjord, o es por…?

—¿Sólo? ¿Sólo? —Apartó la cabeza, un poco bruscamente—. Joder, no es «sólo» si tu trabajo empuja a la gente a morir.

—Tú no has empujado a nadie a la muerte, Yngvar. Lo sabes muy bien.

Yngvar se sentó en la banqueta de bar más cercana. Sobre un plato sucio había un tallo de apio medio comido. Lo cogió y se lo metió en la boca.

—La verdad es que no lo sé —dijo, y arrancó un pedazo con los dientes.

—Mi amor —dijo ella, y él tuvo que sonreír.

Ella lo besó en la oreja, en el cuello.

—Tú no matas a nadie —susurró—. Tú eres capaz de sacar las arañas al jardín cuando las atrapas. Rudolf Fjord se suicidó. Eligió morir. Por su cuenta. Obviamente no es… —Se enderezó y lo miró a los ojos—. Obviamente no es culpa tuya. Y tú lo sabes.

—Te echo de menos —dijo él masticando el apio.

—¿Me echas de menos? Tontorrón. Pero si estoy aquí.

—No del todo —dijo él—. Ninguno de los dos está del todo aquí. No como antes.

«Todo mejorará —pensó ella—. Pronto. Ahora por fin he empezado a dormir. No mucho, pero mucho más. Viene la primavera. Ragnhild está creciendo. Se está poniendo fuerte. Todo mejorará. Con tal de que acabe este caso, y de que tú…»

—¿Te has planteado la posibilidad de cogerte la baja? —preguntó con ligereza, y empezó a meter la vajilla usada en el lavavajillas.

—¿Baja? —preguntó.

—Cogerte la baja por paternidad, en serio.

Él masticaba y masticaba, se quedó mirando el tallo verde mordisqueado.

—Yo podría volver a trabajar —dijo ella—. ¿No te gustaría librarte de este caso? ¿Olvidarlo? Que alguien se hiciera cargo, que alguien…

—No digas tonterías. —Yngvar se rascó la entrepierna—. ¿No te parece raro? —dijo entrecerrando los ojos—. ¿No es en realidad raro elegir la muerte frente a…?

—No te vayas por las ramas. ¿Te lo has planteado, siquiera?

—Tú eres la que tienes derecho a cogerte la mayor parte de la baja, Inger Johanne. Y es lo suyo. Acabas de dar a luz y estás dando de mamar. Es bueno para Ragnhild. Es bueno para nosotros.

Como para subrayar que la discusión había acabado, tiró lo que quedaba del apio al cubo de basura dentro del armario abierto bajo el fregadero. No acertó.

—¿No te parece muy raro? —dijo él abriendo las manos—. ¿Que una persona elija quitarse la vida porque corre el riesgo de que se descubra que es homosexual? ¿En el 2004? ¡Joder, están por todas partes! En el trabajo tenemos un montón de lesbianas, no da la impresión de que se sientan molestas o asediadas y nosotros…

—En realidad no sabes nada de este asunto —dijo Inger Johanne recogiendo el apio—. No las conoces muy bien que digamos.

—¡En este país tenemos a un homosexual de ministro de Finanzas, joder! ¡Nadie se mete con eso!

Inger Johanne sonrió. Eso lo irritó.

—El ministro de Finanzas es un… hombre elegante de un barrio bien —dijo ella—. Discreto, profesional y, por lo poco que se sabe de él, buen cocinero. Lleva mil años viviendo con el mismo hombre. Eso es un poco…

Sostuvo el dedo índice contra el pulgar en un gesto exagerado.

—¿Un poco?

—Un poco distinto —completó la idea Inger Johanne—. Alguien que compra chiquillos a la vez que se pasea por ahí con rubias colgadas del brazo cada vez que hay una cámara cerca.

Yngvar no dijo nada. Metió la cabeza entre los brazos.

—¿No podrías dormir un poco? —dijo ella calladamente y acariciándole la espalda—. Ayer te pasaste toda la noche despierto.

—No tengo sueño —murmuró él.

—¿Qué tienes entonces?

—Hastío —admitió él.

—¿Puedo hacer algo por ti?

—No.

—Yngvar…

—Lo peor de todo es que descartamos a Rudolf desde el principio —dijo él, agitado y enderezándose—. Su coartada era buena. Nada indicaba que estuviera detrás de esto. Al contrario, según sus compañeros del Parlamento, estaba completamente destrozado. ¿Por qué no dejamos al tipo en paz? ¿Qué coño nos importa a nosotros con quién folle?

—Yngvar —lo intentó ella otra vez, y le agarró los músculos de la nuca con las dos manos.

—Escúchame —dijo él, y la apartó.

—Escucho. Sólo que me resulta un poco difícil contestar cuando lo que dices es tan poco… razonable. Teníais buenos motivos para investigar a Rudolf Fjord. Entre otras cosas por la bronca que tuvo con Kari Mundal. Durante aquel homenaje en…

—Me acuerdo perfectamente —respondió él, malhumorado—. Pero ¡no hace ni… cinco días que estuviste aquí trazando el perfil de un asesino que de ningún modo encajaba con Rudolf Fjord! ¿Por qué tuve entonces que seguir…?

—Yo no creía en ese perfil —dijo ella brevemente, y sacó detergente en polvo—. Ni entonces ni ahora. Y ahora francamente creo que deberías dejar de gimotear.

—¿Gimotear? ¿Gimotear?

—Sí. Estás gimoteando. Te compadeces de ti mismo. Déjalo ya.

Inger Johanne puso en marcha el lavavajillas, dejó la caja de detergente en un estante de uno de los armarios superiores y se volvió hacia Yngvar. Se llevó la mano derecha a la cintura y sonrió de oreja a oreja.

—Tontorrona —murmuró él, y sonrió de vuelta sin querer—. Además tú misma dijiste que tu perfil tenía debilidades. Vegard Krogh no encajaba. No era lo suficientemente conocido.

Inger Johanne cogió a Sulamit, que estaba tirado en el suelo. Los ojos de la parrilla habían perdido las pupilas y la miraban ciegamente. Se puso a juguetear con la escalera rota.

—He estado pensándolo un poco más —dijo.

—¿Y bien?

—¿Recuerdas…? ¿Recuerdas el otro día que estuvimos aquí con Sigmund? No el último martes, sino hace unas semanas.

—Por supuesto.

—Me preguntó cuál sería el peor asesino que me podía imaginar.

—Sí.

—Le respondí que tendría que ser algo así como un asesino sin motivos.

—¿Sí? —Yngvar parecía intrigado.

—Pues que de ésos no hay.

—Ya. Entonces, ¿qué querías decir en realidad?

—Quería decir…, quiero decir que el argumento se sostiene, hasta cierto punto. Alguien que eligiera a sus víctimas completamente al azar, sin tener motivos para cada asesinato en particular, sería muy difícil de encontrar. En el caso de que también se dé una serie de factores aparte, claro. Como, por ejemplo, que el asesino haga un buen trabajo.

—Sí… —Él asintió con la cabeza y se llevó las manos a la tripa.

Ella dejó a Sulamit de un golpetazo.

—No tienes hambre. Hace menos de una hora que has comido. Ahora escúchame.

—Te estoy escuchando —dijo Yngvar.

—El problema es que no hay quien se imagine una lista de víctimas completamente al azar —dijo Inger Johanne sentándose en la banqueta junto a él—. ¡Las personas nunca funcionan en el vacío! Nunca somos imparciales, tenemos nuestros
likes and dislikes
, somos…

Él fue reuniendo las puntas de cada dedo hasta que las manos formaron una tienda de campaña. Ella metió la nariz dentro y continuó hablando concentrada, la voz se le puso nasal:

—Si nos imaginamos un asesino que se decide a matar, por alguna razón u otra…, a eso podemos volver luego. Pero se decide a matar. No porque le desee la muerte a nadie, sino porque…

—Resulta difícil imaginarse a alguien que es asesinado a sangre fría sin que el asesino desee en realidad su muerte.

—Pues de todos modos nos lo vamos a imaginar —dijo ella con impaciencia, se cogió las manos y apretó hasta que los nudillos se le quedaron blancos—. Probablemente el asesino elija al primero bastante al azar. Como cuando éramos niños y girábamos el globo terráqueo a ciegas. Dónde tocaba el dedo…

—Era el sitio al que se viajaba veinticinco años después —dijo él—. Leí un libro infantil sobre algo así: ¡la promesa que vinculó!

—¿Recuerdas lo que solía pasar la segunda vez que lo hacías?

—Yo hacía trampas —dijo él sonriendo—. Entreabría los ojos para dar en un sitio más emocionante que el de mi amigo.

—Yo al final tenía los ojos abiertos y apuntaba —admitió Inger Johanne—. Quería ir a Hawai.

—Y la cosa es que…

—He leído —dijo ella, y le permitió que le acariciara la espalda— que los periódicos dicen que estos asesinatos son crímenes perfectos. Cosa que tampoco es tan rara, teniendo en cuenta lo impotente que está siendo la policía. Pero de todos modos creo que deberíamos cambiar de enfoque, es mejor que asumamos que estamos hablando del asesino perfecto. Pero… —Se mordió el labio inferior y se alargó para coger un alcaparrón que había en un cuenco—. La cosa es que algo así no existe —agregó estudiando el tallo—. El asesino perfecto está completamente desgarrado de todo contexto. El asesino perfecto no siente nada: ni inquietud ni miedo ni odio y mucho menos amor. La gente tiene tendencia a creer que los asesinos completamente locos son gente carente de sentimientos, plenamente incapaces de relacionarse con otras criaturas vivas. Olvidan que incluso Marc Dutroux, el paradigma de monstruo pederasta, estaba casado. Hitler envió a seis millones de judíos al peor de los sufrimientos y la muerte, pero se dice que amaba profundamente a su perro. Supongo que incluso podemos asumir que lo trataba muy bien.

—¿Tenía perro? —intervino Yngvar.

Ella se encogió de hombros.

—Creo que sí. Pero entiendes lo que te quiero decir, de todos modos.

—No —admitió Yngvar.

Ella se levantó despacio. Seguía masticando la obstinada alcaparra. Miró a su alrededor y se acercó a la caja de juguetes de Kristiane.

—Supón que soy alguien que se ha decidido a matar —dijo ella, que tragó antes de adelantarse a su objeción—: olvida por un momento por qué.

Cogió una pelota roja y la sostuvo ante ella en una postura dramática, como Hamlet con su calavera. Yngvar se rio por lo bajo.

—No te rías —dijo ella llanamente—. Este es mi planeta. Sé mucho sobre crímenes. Es mi especialidad. Conozco la relación entre el móvil y la solución. Sé que es mucho más fácil que me salga con la mía si no hay ninguna conexión entre la víctima y yo. Por eso le doy vueltas al globo terráqueo… —Cerró los ojos y golpeó con el dedo el plástico rojo—. He elegido una víctima completamente al azar. Y la mato. Todo sale bien. Nadie da conmigo. Se me han puesto los dientes largos.

—Se te han puesto los…

A Inger Johanne se le abrieron los ojos.

—Pero en cierto sentido he cambiado. Todos nuestros actos, todos los acontecimientos nos influyen. Siento que he tenido… éxito. Quiero volver a hacerlo. Me siento… viva.

Se quedó petrificada. Yngvar abrió la boca.

—Calla —dijo ella bruscamente—. ¡Calla!

Se oía cómo los niños corrían de una habitación a la otra en el piso de abajo.
Jack
ladraba, agitado. A través del suelo sonó una voz adulta y enfadada.

—Quizá debería bajar a buscarla —dijo Yngvar—. Da la impresión de que…

—Calla —repitió ella, tenía la mirada ausente y se había quedado petrificada en aquella postura teatral y cómica, con una pierna coquetamente delante de la otra. La pelota seguía en su mano derecha—. Viva, me siento viva —repitió, era como si estuviera saboreando la palabra.

De pronto agarró la pelota con las dos manos y la lanzó al piso. Rebotó contra la chimenea y volcó una planta que había en el suelo sin que Inger Johanne diera muestras de que le importara.

—Viva —repitió por tercera vez—. Estos asesinatos son una especie de… deporte de riesgo.

—¿Cómo?

Yngvar miraba fijamente a Inger Johanne. Intentaba mirar dentro de ella, abrirse paso a través de una extraña mirada que le daba miedo, de su extraño comportamiento; estaba como en trance.

—El deporte de riesgo —repitió ella sin hacerle ni caso— es una manera de sentirse vivo. Así lo describen quienes lo practican. El subidón de adrenalina. El colocón. La sensación de desafiar a la muerte y superarla. Una y otra vez. Estar a punto de morir se convierte en una forma de sentir la presencia de la vida. Con más intensidad, dicen. Mejor. Los demás nos preguntamos: ¿por qué? ¿Por qué se fuerza uno en subir a la cima del Everest cuando el camino está sembrado de cadáveres en ambos sentidos? ¿Por qué razón se lanza la gente desde los peñascos de México cuando el más mínimo error de cálculo con las olas te estrellaría contra la roca?

—Inger Johanne —comenzó Yngvar, y alzó la mano.

—Dicen que les hace sentir que están vivos —se respondió ella misma.

Seguía sin mirarlo. Recogió la muñeca de trapo de Kristiane del marco de la ventana. Le tiró de las piernas antes de apretarla con fuerza contra sí, durante mucho tiempo.

—Inger Johanne —volvió a decir él.

—Es que simplemente no lo entiendo —susurró ella—. Pero ésa es la explicación que dan. Eso es lo que dicen cuando ha pasado todo y sonríen a las cámaras, a los compañeros. Le sacan la lengua a la vida. Y se ríen. Y luego lo vuelven a hacer todo otra vez. Y otra vez. Y aún otra…

Entonces él se levantó. Fue hasta ella. Le quitó la muñeca de las manos y la abrazó. No sabía si estaba llorando e Yngvar se quedó completamente callado.

—Como si la vida no valiera lo suficiente en sí misma —murmuró Inger Johanne contra su pecho—. Como si lo trivialmente humano no fuera bastante. Como si lo de amar, tener hijos y hacerse mayor no fuera lo suficientemente arriesgado.

—Inger Johanne…

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