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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (38 page)

—Desde luego no tengo la menor intención de meterme donde no me llaman —dijo, hasta entonces Yngvar no se había dado cuenta de que, a pesar de su aparición de anciana casi servicial, tenía los ojos vivarachos. Hacía rato que ya había pesado y medido a los dos hombres.

—¿Sois amigos de Fjord? ¿Colegas, quizá? —La sonrisa era lo bastante auténtica y el ceño fruncido de preocupación parecía sincero—. Tengo que admitir que he estado escuchando a ver si venía alguien —dijo antes de que les diera tiempo a responder—. Por una vez me he alegrado de oír el jaleo de ese de ahí.

—Esto, nosotros…

Un fino dedo con la uña bien cuidada señaló el ascensor.

—Veréis, Rudolf ha sido un tesoro para este portal. Encaja tanto. Lo arregla todo. Cuando me rompí la pierna antes de Navidad… —Levantó una pizca la pierna izquierda. Era bonita y delgada, y estaba entera—. Todos los días se pasaba a traerme la compra. Somos buenos vecinos, Rudolf y yo. Pero me estoy poniendo…, disculpad. —Echó la cadena del cerrojo con manos ágiles y dio algunos pasos hacia los dos hombres—. Haldis Helleland —se presentó.

Los dos hombres murmuraron sus apellidos.

—Berli.

—Stubø.

—Estoy tan preocupada —dijo la mujer—. Ayer Rudolf volvió a casa sobre las nueve. Al mismo tiempo que yo, que había estado en el teatro con una amiga. Rudolf y yo siempre charlamos un rato cuando nos encontramos. De vez en cuando entra a tomar una taza de café. O una copita. Siempre es tan…

«Parece un armiño —pensó Yngvar—. Un armiño curioso y vivaracho, de manos alocadas y mirada fluctuante. Se entera de todo.»

Ella se colocó el pelo, carraspeó levemente.

—Es tan amable Rudolf —completó la señora.

—Pero ayer no —dijo Yngvar en tono de pregunta.

—¡No! Casi no respondió a lo que le dije. Parecía pálido. Le pregunté si estaba enfermo, pero dijo que no. Las cosas son así, claro…

La sonrisa le quitó diez años a la edad de Haldis Helleland. Brilló oro entre sus aseados dientes y le salieron profundos hoyuelos.

—¿Y cómo son las cosas? —preguntó Yngvar.

—Es un hombre en su mejor edad y yo soy una viuda entrada en años. Entiendo de todo corazón que no siempre sea igual de divertido para él usar su tiempo conmigo. Pero…

Vaciló.

—Era un comportamiento inusual —la ayudó Yngvar—. Realmente estaba muy distinto que de costumbre.

—Exacto —dijo la señora Helleland, agradecida—. Me avergüenza admitir que desde entonces he estado escuchando un poco. —Miró a Yngvar directamente a los ojos—. No está nada bien, claro, pero es que aquí se oye todo, y yo siento que todos debemos… responsabilizarnos de los demás.

—Estoy completamente de acuerdo con eso —asintió Yngvar—. ¿Y qué ha oído?

—Nada —dijo agitada—. ¡Ése es el problema! Suelo escuchar pasos ahí dentro. Música. La televisión, quizá. Lo único…

El ceño había vuelto a la frente.

—¿Nada?

—Ha sonado el teléfono —dijo con decisión—. Cuatro veces. Ha sonado una y otra vez.

—Quizás haya vuelto a salir —propuso Sigmund.

Helle Helleland lo miró con reproche, como si hubiera insinuado que se había quedado dormida estando de guardia. Señaló dos periódicos sobre la alfombrilla de la puerta.

—La edición de la mañana y la de la tarde —dijo elocuentemente—. Ese hombre es adicto a los periódicos. A no ser que haya salido a hurtadillas en medio de la noche mientras yo dormía, está en casa. ¡Y ni siquiera sale a coger el periódico!

—Quizá sea eso lo que ha hecho —dijo Yngvar—. Puede haber salido en medio de la noche.

—Voy a llamar a la policía —dijo la mujer con decisión—. Si no sois capaces de entender que conozco lo bastante a Rudolf Fjord como para saber cuando algo anda mal, será mejor que llame a las fuerzas del orden.

De pronto se dio la vuelta y se encaminó hacia su puerta dando pasitos cortos.

—Espere —dijo Yngvar con tranquilidad—. Señora Helleland, somos de la policía.

Volvió a girarse bruscamente.

—¿Cómo?

Después las ágiles manos pasaron por su pelo antes de que sonriera aliviada y añadiera:

—Claro. Es por esta horrible historia de Vibeke Heinerback. Horroroso. A Rudolf le ha afectado mucho. Estáis aquí para buscar información, claro. Pero entonces…

Ladeaba la cabeza de un lado al otro, breve y rápidamente. Ahora de verdad que parecía un armiño, con la nariz afilada y los ojos vivarachos.

—Estamos aquí… —Yngvar se interrumpió.

—Entonces entremos —decidió la mujer—. Tendré que pedirles que me enseñen su documentación. Un momento, por favor, que voy a buscar la llave.

Antes de que a los dos hombres les diera tiempo a decir nada, había desaparecido.

—No quiero ni pensarlo —dijo Yngvar.

—¿Pensar qué? —dijo Sigmund—. ¡Si tiene llave! Y puedes decir lo que quieras, pero esa mujer es bastante sensata.

—No quiero ni pensar lo que podemos encontrarnos.

Haldis Helleland estaba de vuelta. Le echó un ojo a los documentos de identidad que le mostraban los dos hombres y asintió con la cabeza.

—Rudolf arregló su cuarto de baño el otoño pasado —explicó metiendo la llave en la cerradura—. Le ha quedado estupendo. Con los albañiles entrando y saliendo era mejor que yo tuviera un juego de llaves. Nunca se sabe en quién se puede confiar. Y luego me las he ido quedando. ¡Ya está!

La puerta estaba abierta.

Yngvar entró.

El recibidor estaba oscuro. Todas las habitaciones del resto de la casa estaban cerradas. Yngvar buscó un interruptor y lo encontró.

—El salón es por aquí —dijo la señora Helleland, ahora más mansa.

De repente se agarró al brazo de Yngvar y se dirigió al fondo de la entrada. Después se detuvo ante una puerta doble.

—¿Sí?

—Será mejor —comenzó, y asintió con la cabeza en dirección a Yngvar.

Él abrió.

Sobre la mesa del comedor había una lámpara de araña. Las cadenas de prismas estaban enredadas. Un trocito solitario de cristal colgaba por fuera del borde de la mesa. Del gancho de la pared del que era evidente que hasta hacía poco había colgado la lámpara, en el centro de una grandiosa roseta de yeso, estaba colgado Rudolf Fjord de un pedazo de cuerda. Tenía la lengua azul y grande. Los ojos abiertos. El cadáver pendía inmóvil.

—Ahora se va a ir a su piso y nos espera allí —dijo Yngvar, Haldis Helleland todavía no se había atrevido a entrar en el salón.

Sin preguntar, sin intentar siquiera echar una mirada a la habitación, obedeció. La puerta de entrada quedó abierta detrás de ella. Oyeron sus pasos al cruzar el descansillo. Su puerta se cerró.

—¡Joder! —dijo Sigmund Berli, y se acercó al muerto. Levantó la pierna del pantalón de Rudolf Fjord y comprobó la piel blanca.

—Está completamente frío.

—¿Ves alguna carta?

Yngvar no se movía. Estaba de pie, completamente quieto, observando el leve vaivén que había iniciado Sigmund. El cadáver giraba increíblemente despacio en torno a su propio eje.

Había una silla volcada en el suelo.

«Inger Johanne al menos tiene razón en una cosa —pensó Yngvar—. Tiene razón en que este caso sale muy caro. Demasiado caro. Vamos dando tumbos al tuntún. Levantamos un jirón de una vida humana por aquí, tiramos de un hilo por allá. Luego se desgarra. No encontramos lo que estamos buscando. Pero seguimos adelante. Rudolf Fjord no pudo seguir. ¿Quién le avisó? ¿Fue Ulrik? ¿Llamó Ulrik para advertir a un viejo cliente, para decir que habían descubierto el secreto? ¿Qué ya no tenía sentido pasearse con mujeres y hacerse el cosmopolita?»

—Aquí, por lo menos, no hay ninguna carta —afirmó Sigmund.

—Busca mejor.

—Pero ya he…

—Busca mejor. Y llama a los del turno de guardia. Inmediatamente. —El tono de Yngvar era perentorio.

«Rudolf Fjord no mató a Vibeke Heinerback; apenas era capaz de moverse. Estaba cenando con compañeros del partido cuando se cometió el crimen. La coartada se sostenía. Nunca estuvo bajo sospecha. A pesar de todo no lo dejamos tranquilo. Nunca dejamos a nadie tranquilo», pensó Yngvar.

—Aquí no hay ninguna carta —dijo Sigmund Berli con irritación—. Ha cogido la soga porque tenía miedo de que lo pilláramos con los pantalones bajados. No es que sea como para presumir, quizá.

—Justamente eso —dijo Yngvar, y por fin se acercó al cadáver, que había dejado de rotar—. Eso de que es posible que Rudolf Fjord haya comprado sexo al amante de Trond Arnesen nos lo vamos a callar. Tenemos que poner límites a la destrucción de la vida de la gente y…

Miró a la cara de Rudolf Fjord. La ancha y masculina barbilla parecía ahora más grande que antes; tenía los ojos inyectados en sangre. Parecía un pez de aguas profundas encallado.

—¿Poner límites? —quiso saber Sigmund.

—Y a la destrucción de su memoria —completó Yngvar—. Así que eso nos lo callaremos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —asintió Sigmund—. Está bien. La policía de Oslo está en camino. Diez minutos, me han dicho.

Tardaron ocho.

Cuando Kari Mundal cogió el teléfono cuatro horas más tarde, irritada porque alguien llamara a las diez y media de la noche de un viernes, pasó sólo un minuto antes de que se hundiera lentamente en una silla que estaba junto al pequeño estante de caoba del hall. Escuchó el mensaje del secretario del partido y apenas fue capaz de contestar adecuadamente las pocas preguntas que le formuló. Cuando la conversación por fin terminó, se quedó sentada. La silla era incómoda, y estaba apoltronada medio a oscuras y con frío. A pesar de todo, no conseguía levantarse.

Había llamado a Rudolf el día antes. No había sido capaz de no hacerlo. Después de pasar la noche del miércoles al jueves sin dormir, con las ventajas y las desventajas de dar la voz de alarma dándole tumbos por la cabeza, había tomado una decisión.

Que fue fatal, ahora se daba cuenta.

Sin haber decidido si iba a seguir adelante con el caso, lo había llamado. Sin haber evaluado si el partido, y por tanto Kjell Mundal, sería capaz de soportar un escándalo así, le había contado lo que sabía.

Estaba enfadada, pensó, y sólo oía su propia respiración, rápida y superficial. Estaba tan decepcionada y furiosa. No pensaba muy bien. Sólo quería que no creyera que el peligro había pasado. Quería que supiera que Vibeke no se había llevado su secreto a la tumba. Estaba tan furiosa. Tan terriblemente decepcionada.

—¿Qué pasa, cariño?

Kjell Mundal había entrado desde el salón. La luz irrumpió por las puertas dobles y casi la deslumbró. El hombre era una silueta oscura con una pipa en una mano y un periódico en la otra.

—Rudolf ha muerto —dijo.

—¿Rudolf?

—Sí.

El hombre se acercó. Todavía sólo oía su propia respiración, su propio pulso. Encendió la luz. Se puso a llorar.

—¿Qué es lo que estás diciendo? —dijo él agarrándole la mano.

—Rudolf se ha quitado la vida —susurró ella—. No saben exactamente cuándo. Ayer, quizá. No saben. No lo sé.

—¿Quitado la vida? ¿Quitado la vida? —Kjell Mundal gritaba—. Pero ¿por qué demonios ese idiota iba a quitarse la vida?

No habían encontrado ninguna carta, eso había dicho el secretario del partido. Ni en el piso de Rudolf ni tampoco en el ordenador. Obviamente iban a seguir buscando, pero por ahora no habían encontrado nada.

—Nadie sabe nada —dijo Kari Mundal soltándole la mano—. Nadie sabe nada del asunto por ahora.

«Espero que no escribieras una carta, Rudolf. Espero que tu madre, pobre persona, nunca sepa por qué tenías tanto miedo como para no querer seguir viviendo», pensó.

—Necesito una copa —dijo Kjell Mundal maldiciendo entre dientes—. Y tú también.

Ella lo siguió sin decir nada más.

Fue una noche ajetreada, con conversaciones telefónicas y muchas visitas. Nadie se dio cuenta de que la vivaz mujer, por primera vez en su larga vida, estaba completamente callada. Todos hablaban, algunos desesperaban. Unos pocos lloraban. La gente iba y venía, hasta altas horas de la mañana. Kari Mundal hizo café y té, sirvió copas bien cargadas y a medianoche hizo unos bocadillos. Pero no dijo ni una palabra.

De madrugada, cuando Kjell finalmente se hubo dormido, se levantó y bajó a la primera planta. En el bolso, en un bolsillo amplio de su monedero, había una copia de una factura defectuosa. La sacó y se acercó a la chimenea. Allí encendió una cerilla. Hasta que el fuego no le lamió los dedos, no soltó el papel.

Dos días más tarde se inventó una excusa para mirar las viejas cuentas una vez más. Encontró enseguida lo que buscaba. La factura original fue rota en pedacitos y tirada por el váter de la tercera planta; un inodoro a la antigua, con la cisterna bajo el techo y el tirador de porcelana colgado de una cadena dorada.

Nunca encontraron una carta de despedida. Durante un tiempo, un par de policías de Oslo pensaron que sabían por qué Rudolf Fjord se había colgado en su propio salón, poco tiempo después de ser elegido entre júbilos líder de uno de los partidos más grandes de Noruega. Nunca dijeron nada. Después de unos años el episodio desapareció para ellos, estaba olvidado.

Una mujer mayor en Snarøya, al oeste de Oslo, era la única que conocía el verdadero motivo del suicidio.

Ella nunca lo olvidó.

C
apítulo 15

—Año bisiesto —gritó Kristiane—. ¡Bang, bang!

—En esta casa no tenemos armas de juguete —dijo Inger Johanne quitándole la cuchara con la que estaba señalando.

—Francamente no veo cómo puedes llamar a eso arma de juguete —dijo Yngvar con irritación.

—¡Bang, bang! ¿Qué es un año bisiesto?

—Es un año en el que hay un día como éste —dijo Yngvar sentándose en cuclillas—. 29 de febrero. Estos días sólo los hay cada cuatro años. ¿Quizá son tímidos?

—Tímidos —repitió Kristiane—. Año bisiesto. Daño bisiesto. Bang.

Después se echó el pelo detrás de las orejas, exactamente igual que lo acababa de hacer su madre.

—Pero ¿cuál es la explicación científica? —exigió muy seria—. Quiero comprender, no que me tomen el pelo.

Los adultos intercambiaron miradas: Inger Johanne, asustada; Yngvar, orgulloso.

—Es que… la Tierra tarda un poco más de 365 días en…

Se pasó la mano por la coronilla y miró a Inger Johanne para pedir ayuda.

—¿En dar una vuelta a sí misma?

—En eso tarda un día, Yngvar.

—¿En dar la vuelta alrededor del Sol?

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