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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Con ánimo de ofender (34 page)

BOOK: Con ánimo de ofender
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Antes, en las redacciones de los periódicos, y de las radios, y de los telediarios, había siempre un viejecito muy educado que se pasaba el tiempo leyendo las cosas de los demás. Ese señor se llamaba el corrector de estilo, y era simplemente un caballero con cultura, lecturas y conocimientos que lo capacitaban para ser juez supremo e inapelable de lo que los redactores tecleábamos en las viejas Olivetti, manteniendo un nivel mínimo de corrección y limpieza. Me acuerdo sobre todo de dos: uno en el diario Pueblo —lamento no retener su nombre— y otro en TVE: Jorge Cela Trulock, hermano del nobel Cela y más agradable que él de aquí a Lima. Conservo excelente recuerdo de ambos, de las tertulias improvisadas en torno a un verbo, un adjetivo, un acento o una palabra. Conversar sobre le mató o lo mató, en horas de poco trabajo, podía dar lugar a una larga charla, útil, interesantísima y grata. Ahora, sin embargo, ese venerable y necesario personaje ha desaparecido de casi todas las redacciones. Para ahorrarse un puesto de trabajo, las empresas miserables lo sustituyen por esos imperfectos y estúpidos autocorrectores del Wordperfect, y del Word, robots sin alma ni conciencia que convierten el estilo de quien los usa en algo tan limitado como el de quienes los crearon. O esas reglas de estilo de ahora —no sé qué es peor— a menudo cutres y de una pretendida modernidad, donde pone carné y sicología, redactadas por ovejas Dolly de la Logse, por fans de Marchesi, de Maravall y de Solana. Por soplapollas de diseño que conocen a Cervantes por traducciones al inglés.

El Semanal, 03 Diciembre 2000

Un día monárquico lo tiene cualquiera

Hoy tengo el día monárquico. Eso no es normal en sujetos de mi catadura, cuya única devoción a la realeza consiste en un amor platónico por Ana de Austria —la de herretes de diamantes—, que me dura desde los nueve años, tierna edad en la que aullé de júbilo cuando el puritano Felton le dio las suyas y las de un bombero a Buckingham, ese perro inglés, y lo puso mirando para Triana a puñalada limpia. El amor menos platónico se lo sigo reservando a Milady de Winter. Y podríamos resumir la cosa diciendo que Ana de Austria estaba chachi para pasear a la luz de la luna, devolverle herretes y hablar de Bécquer y cosas así, y Milady para lo otro. Quiero decir exactamente para lo otro. Para lo que don Francisco de Quevedo resumió en dos soberbios versos: «Aquella hermosa fiera / en una reja dice que me espera». Etcétera.

Pero me desvío de la cuestión. Lo de hoy, estaba contándoles, se debe a que Fernando Rayón acaba de mandarme su libro sobre la reina de las Españas. Fernando —alias monsignor— es subdirector de este colorín semanal, pero lo que en realidad debería subdirigir, o dirigir, es L'Osservatore Romano; pues ya quisieran muchos de la peña tener su penetración y su finura florentinas, propias de un purpurado del Renacimiento. Además, Fernando es mi amigo y mi compadre; y encima, cuando saco un libro nuevo, me da mucho cuartelillo. Así que lo menos que puedo hacer hoy es contarles a ustedes que su tocho se llama Sofía, biografía de una reina, que lo edita Taller de Editores y que es una cosa decente, sin peloteo, en plan riguroso, con muchas fotos, sobre ese personaje que, según lo que cuenta Fernando, es una profesional y una señora, y corta mucho más bacalao en su cocina del que venden en la pescadería. El libro tiene otras cosas que me han hecho pasar un buen rato; y alguna inquietante, como averiguar que el nefasto conde Lequio —manda huevos— ocupa el lugar número treinta y tantos en la lista de sucesión al trono de España, para el caso de que una epidemia o algo por el estilo diezme a la familia real y su periferia. Reconozcan que esto de la sangre azul es para echarse a temblar. En semejante tragedia nacional, lo de menos sería la epidemia.

Por supuesto que me he ido derecho en el libro a buscar lo de Isabel Sartorius, hermosa mujer de la que lamento profundamente no sea mi Ana de Austria. Fernando y yo hablamos a menudo de esa todavía joven dama, con la que sólo mantuve una conversación en mi vida, hace años y en una mesa del café Gijón, y me pareció alta, guapa, encantadora e inteligente: lo que en otros tiempos se decía una señora estupenda. Fernando sostiene la idea de que habría sido una impecable reina de España, y estoy de acuerdo con él. A fin de cuentas, durante y después de todo aquel rifirrafe a que la sometió la prensa del corazón, Isabel Sartorius se condujo siempre con la discreción y el aplomo de una señora. Y en estos tiempos de chusma, después de que entre el Orejas y la Lady Di —que era más tonta que Forrest Gump saltándose semáforos— le hicieran más daño a las monarquías del que haría Fidel Castro como director del Hola, una reina como esa bellísima moza, que a Fernando y a mí nos pone dos docenas extra de latidos en los pulsos, le habría ido bien a la cosa monárquica nacional, o como se llame ahora. Una hembra como Dios manda, con clase y con hermosas caderas para parir zagales. Que es, a fin de cuentas, lo que se le pide a una futura reina que conozca su curro. O sea, una jaca de bandera que ponga a don Felipe de Borbón a cumplir con su obligación de procrear chicos sanos, altos, rubios y educados. Don Felipe, con quien también conversé sólo una vez en mi vida, me cae bien, sobre todo porque siempre sabe estar como se debe y parece de buena casta. Por eso le deseo como leal súbdito una profesional con maneras, que no eche pasto a la prensa basura y prepare a sus vástagos para cumplir con dignidad, y no le salgan luego tontos del haba como el león de Britania, o niñatos irresponsables como ése de Noruega, o golfas verbeneras como la menor de las dos pájaras de Mónaco, que en vez de desposarse sucesivamente con un playboy con mucho morro, con un tío con pasta aficionado a hacer el bobo en ancha y con un aristócrata tronado, a la manera de su hermana mayor que es la formal, salió aficionada a liarse con guardaespaldas cutres y chulos de discoteca que le dan estiba, y encima le gusta.

Porque la idea monárquica a estas alturas y en España no tiene otra justificación que considerar que, en este país de caines, paletos, fanáticos, analfabetos y navajeros, la única referencia colectiva, el único marco común que permanece razonablemente intacto, es el de la monarquía como símbolo del Estado, por encima y a salvo de toda la mierda en la que tan a gusto parece hallarse el personal. Si no, a ver de qué íbamos a pagarle por la patilla a la familia real el sueldo y el alquiler. Una monarquía es injustificable salvo por su utilidad práctica; y sólo será útil mientras siga haciéndose acreedora de respeto. Por eso es bueno recordar que aquí se trabaja en el alambre y sin red, que debajo acechan muchos bellacos y muchos cocodrilos con la boca abierta, y que cualquier patinazo puede ser mortal para todos. Así que ya es hora, digo yo, de que don Felipe se gane el jornal y se case de una puñetera vez.

El Semanal, 10 Diciembre 2000

Esto es lo que hay

Es curioso. Deben de ser los años, pero a medida que envejezco me siento cada vez más incómodo con la Navidad. Te llama tu anciana madre, los hermanos y los primos y los sobrinos y toda la parafernalia, y te dicen felices fiestas, y qué lástima que no estemos juntos, etcétera; y tú piensas que debes de haberte vuelto un perfecto cerdo asocial, porque en realidad te apetece menos el jolgorio familiar que ver Río Bravo en la tele. O puestos a comprobar cómo beben los peces en el río, prefieres verlos beber a veinte millas de la costa más próxima, con un libro de Conrad o Patrick O'Brian entre las manos y la oreja puesta en el canal 16, atento a si las putas isobaras invernales vienen apretaditas o llevan holgura, antes que andar haciendo el chorra frente al belén, con esa presunta alegría doméstica que, en realidad, no sé, en qué la justificas ni de dónde carajo la sacas, cuando acabas de llegar de la calle donde estuviste empujando a los semejantes en la cola de Carrefour o de Eroski —«no se cuele, señora, habráse visto la muy guarra»—, o dando bocinazos en los semáforos para llegar antes a casa y derretirte en gilipolleces de presunto amor universal que no comprometen a nada, con la suegra dando por saco con la pandereta, la sobrina que quiere ser top model zapeando en la tele en busca de un videoclip de Tamara —que manda huevos—, y ese cuñado borrachín que te cae fatal, pero lo tragas porque es el marido de tu hermana y un día es un día, y que al final, con cuatro copas encima, termina siempre contando chistes verdes y tocándole el culo a tu mujer. No sé. Tal vez resulta que los años te secan el corazón, o que pasaste demasiadas navidades en sitios donde el nacimiento de Cristo era lo de menos. O quizás lo que ocurre es que el tiempo cambia ciertas cosas, y también tú cambias con ellas. Y al final unas te importan mucho y otras te importan un testículo de pato. Llevas vivido medio siglo de éste que termina el 31 de diciembre —dónde están, te preguntas, los capullos que tanta barrila dieron el año pasado con lo del presunto cambio de milenio—; y cuando miras hacia atrás compruebas que sólo hubo una clase de navidades que de veras parecieran Navidad: las de tu infancia. Aquellas, tan lejanas, tenían la luz de los escaparates iluminados —entonces los escaparates sólo se iluminaban en esas fechas—, el color de los troncos crepitando en la chimenea, la textura del musgo que tapizaba el suelo del nacimiento, el olor del pavo asado y las voces de tus hermanos leyendo en voz alta los pasajes correspondientes del Nuevo Testamento: «Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en la posada»… Después, buena parte de las otras navidades que ocupan tu disco duro ya nada tienen que ver con eso: desde la de 1970, a bordo del petrolero Puertollano con temporal duro de levante frente al cabo Bon, a la de 1993, con Márquez en una trinchera de Mostar, hubo inocencias que se desvanecieron e imágenes que se superponen sin remedio a otras. Ahora no puedes ver un portal de Belén sin asociarlo con un tanque Merkava israelí, ni pensar en la nieve navideña sin recordar lo que cuesta cavar fosas en el suelo helado después de que haga su trabajo la policía de Ceaucescu. «Es oscura la casa donde ahora vives», oíste rezar un 25 de diciembre a una viuda junto a una de esas tumbas, en el cementerio de Bucarest. Y ya me dirás qué villancico sobrevive a eso.

Quedan, claro, los críos. Te los quedas mirando con sus gorros de lana y sus bufandas y te dices que bueno, al fin y al cabo son los que aún justifican el asunto. Criaturitas. La inocencia y todo lo demás. El problema es que, si observas mucho rato seguido a los zagales, terminas viendo cosas que maldito lo que te apetece ver. Y comprendes que en este tiempo de perra tele y de consumo desenfrenado y de superficialidad irresponsable, los niños se han convertido en absurdas caricaturas de ti mismo. Que la Navidad que les deparas es un timo hecho a tu medida: cajas vacías y envoltorios arrugados al pie de un abeto imbécilmente cortado en un país que apenas tiene árboles, y los que tiene los quema. O tal vez lo que ocurre sea que los malditos cabroncetes ya no aceptan otra cosa porque son hijos tuyos, imagen y semejanza de una sociedad con la Navidad que merece: egoísta, venal, demagógica, estúpida, insolidaria y más falsa que un papá Noel a la puerta del Corte Inglés. Y los adultos hemos perdido la capacidad de depararles a esos hijos hermosas navidades corno las que nuestros padres, más honrados o menos mierdecillas que nosotros, nos hicieron vivir con su amor y con su esfuerzo. Cuando no se arreglaba todo con la tarjeta de crédito, y el juguete se dejaba para la noche de reyes, y aquella noche entrañable no era cuestión de regalos o dinero, sino de calor, amistad y familia. Así que, impotente, derrotado, consciente de tu incapacidad para creer en esto o mejorarlo, incapaz de vivir sin despreciarla una fiesta de la que eres a la vez convidado de piedra y responsable, decides pasar mucho de pastorcillos y de zambombas. Y puesto a vivir falsedades —que al final son más auténticas que toda esa farfolla—, te sigues quedando esta noche con Jack Aubrey y el doctor Maturin a bordo de la fragata Surprise, o con la trompeta de los malos tocándole Degüello a John Wayne en Río Bravo.

El Semanal, 24 Diciembre 2000

El rezagado

Se acaban el siglo y el milenio. Ahora sí que se acaban de verdad, y no saben cuánto agradezco que todos los grandes almacenes, y todas las agencias de viajes, y todos los hoteles y restaurantes que doblaron los precios, y todos los soplapollas que hace justo un año montaron aquel grotesco numerito del festejo con doce meses de adelanto, lo hicieran entonces, y no ahora. Así han dejado la fecha bastante despejada, dentro de lo que cabe, y estarán calladitos y tranquilos, y no habrá que soportar está vez más estupideces que las imprescindibles. En cuanto a mis propias estupideces, tenía previsto hacer una especie de reflexión sobre cómo este siglo que acaba empezó con la esperanza de un mundo mejor, con hombres visionarios y valientes que pretendían cambiar la Historia, y cómo termina con banqueros, políticos, mercaderes y sinvergüenzas jugando al golf sobre los cementerios donde quedaron sepultadas tantas revoluciones fallidas y tantos sueños. Iba a comentar algo de eso, pero no voy a hacerlo porque hay una imagen que me acompaña estos días, coincidiendo —y no casualmente— con las fechas. La imagen es la de una historia real y breve, casi un cuentecito, que lleva mucho tiempo conmigo. Y tal vez hoy sea el día adecuado para escribirla.

Una gran bandada de pájaros se ha estado congregando durante días en un palmeral mediterráneo, antes de volar hacia el sur para buscar el invierno cálido de África. Ahora viaja sobre el mar, extendida tras los líderes que vuelan en cabeza, dejando atrás las nubes y la lluvia y los días grises, hacia un horizonte de cielo limpio y agua azul cobalto donde se perfila la línea parda de la costa lejana. Allí encontrarán aire templado y comida, construirán sus nidos, se amarán y tendrán pajarillos que en primavera retornarán con ellos otra vez hacia el norte, sobre ese mismo mar, repitiendo el rito inmutable y eterno, idéntico desde que el mundo existe. Muchos de los que viajan al sur no volverán, del mismo modo que muchos de los que hicieron a la inversa el último viaje quedaron atrás, en las tierras ahora frías del norte. Eso no es malo ni es bueno; simplemente es la vida con sus leyes, y el código de cada una de esas aves afirma en el silencio de su instinto que hay cosas que son como son, y nada puede hacerse para cambiarlas. Viven su tiempo y cumplen las reglas de ese dios impasible llamado vida y muerte, o Naturaleza. Lo que importa es que la bandada sigue ahí, viajando hacia el sur año tras año. Siempre distinta y sin embargo siempre la misma.

BOOK: Con ánimo de ofender
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