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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Con ánimo de ofender (41 page)

BOOK: Con ánimo de ofender
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Querido Javier:

Llevo unas semanas pensando en pedirte que tomes cartas en el asunto. Tú que estuviste en Oxford y toda la parafernalia, y tienes influencias con los perros ingleses y con sus primos los gringos, y Su Graciosa Majestad la madre del Orejas te da premios, y además eres rey de Redonda y eso te faculta para hablar en la ONU, podrías hacer la gestión. Porque esto, colega, ya no hay cristo que lo aguante. Al final va a resultar que Lutero y Calvino y hasta Enrique VIII y todos aquellos herejes listillos tenían razón, y que este país de gilipollas —por si no caes, me refiero a España— perdió el tren hace cuatro siglos y ahí sigue, mirando la vía con cara de memo. He expresado alguna vez mi sospecha de que fue en Trento donde la jiñamos del todo; y mientras los holandeses, y los alemanes, y los anglosajones optaban por un Dios práctico, marchoso, que bendice el trabajo y se alegra de que ganes pasta honradamente porque así vas al cielo, aquí apostamos —o apostaron en nuestro nombre, como siempre— por otro Dios más llevadero, corrupto y propenso a enjuagues y trapicheos, sobornable con indulgencias, con confesiones y penitencias, con arrepentimientos de última hora. Y como toda religión configura su propio tejido social, a la larga terminamos aplicando esos puntos de vista a todo: a la política, a la economía, a la moral pública y privada. Y ahí seguimos, colega. Moviéndonos entre la cara dura, la incompetencia, el fanatismo, la demagogia y el más espantoso ridículo.

Estoy hasta la bisectriz, vecino. Sobre todo porque aquí nadie se hace ya responsable de nada. Lo peor no es que las Fuerzas Armadas no defiendan, que la policía no proteja, que la Seguridad Social no asegure, que los hospitales te atiendan ya de cuerpo presente. No. Lo más gordo es que los sinvergüenzas que tienen la obligación de garantizar todo eso se laven las manos, afirmando públicamente, sin ningún rubor, que esto es lo que hay. Que el Estado, incapaz de preservar la salud, el trabajo, la cultura y la vida de sus ciudadanos, renuncia porque se siente incapaz. Porque está muy ocupado haciendo que España vaya bien. Así que quien desee protección para su casa y su familia, que se gaste una pasta en seguridad privada; quien desee salud que la adquiera en Sanitas o en una clínica de Marbella; quien se incomode porque le quemen la farmacia o le pongan bombas-lapa bajo los huevos cuando va a la oficina, que emigre. Y el que no pueda pagarse nada de eso, ni emigrar a ningún sitio, que se joda.

Si por lo menos te lo dedujeran de los impuestos, vecino. O si al menos dieran permiso para llevar encima una recortada con posta lobera y ser tú tan peligroso como cualquiera de los que dan por saco. Pero no. Encima de confesar su incompetencia, te chupan la sangre y te maniatan con una presunta España que nada tiene que ver con la real, con toda esa farfolla políticamente correcta que busca más un titular de prensa que un resultado práctico. Con toda esa demagogia, además, de ciudadanos y ciudadanas, jóvenes y jóvenas, como si todos fuéramos imbéciles e imbécilas. Y tu primo Álvarez del Manzano, al que estimas tanto como yo a mi alcaldesa de Cartagena y a su equipo municipal, no son sino manifestaciones cutres de la prepotencia y la incompetencia y la ordinariez de toda una plaga de mierdecillas que, sin distinción de colores políticos, nos está dejando hechos una piltrafa en mitad de la calle, desorientados y a merced del primer cabrón que pasa. Por eso recurro a ti, chaval, que con lo de Redonda tienes influencias en los foros internacionales. A ver si haces algo. Y ya que nuestra política exterior la llevan los norteamericanos, y la defensa no existe, y la seguridad interior es un bebedero de patos —pese a que la Ertzaintza es, como sabes, una de las mejores policías de la galaxia—, y encima resulta que España nunca existió, pues bueno, pues vale, pues me alegro. Que se ocupen los guiris. Disolvamos esto de una vez y que tus paisas anglosajones nos colonicen, o nos invadan, o nos rindamos, o nos adopten como hijos putativos, o lo que sea. Igual me da como miembros de los EE.UU. que de la Commonwealth, o como se llame ahora, merced a los antecedentes históricos de Puerto Rico, California, Gibraltar, Menorca, Moore, Wellington y todo eso. Que nuestra política exterior y la economía las lleve esa Norteamérica a la que el Pepé tanto le arrima el culo, que de Hispanoamérica se ocupe Bush, que el cine nos lo hagan en Hollywood, que la milicia corra por cuenta del Pentágono o del Ejército británico, que la Royal Navy defienda nuestras aguas territoriales, que nuestras calles y bienes y personas los proteja la policía de Gibraltar. Cualquier cosa con tal de no pagarle el sueldo por la cara a esta chusma que nos tiene dejados de la mano de Dios, y encima lo dice. A esta panda de golfos. Y de golfas.

El Semanal, 08 Julio 2001

Le toca a Don Quijote

Ya podemos darnos por bien fastidiados, Sancho amigo. Las gentes que en España trajinan la cosa pública nos han asestado el ojo, so pretexto del cercano aniversario cuatrocientos años ya, -cómo pasa el tiempo- de la primera impresión, en 1605, de la novela más célebre del mundo. Y justamente por ser la más célebre, estar escrita en lengua castellana y haber tenido su autor la desgracia de nacer en España -que ya fue mala suerte-, extraño encantamiento sería que saliéramos bien librados de ésta. Ni el bálsamo de Fierabrás bastará para remediar lo que se avecina. Dirás, mi fiel escudero, que a buenas horas mangas verdes, y que a qué venir a incomodarnos en la tumba quienes nos enterraron en ella. Pero, en materia de política, de cualquier astilla se hacen lanzas; y el español es capaz de quedar tuerto con tal de que salga ciego su enemigo. Así ocurre que hasta el analfabeto que nunca pasó de firmar con una cruz, y eso con arduo esfuerzo, eche en cara de su adversario el descuido de artes y letras si de tal confrontación obtiene provecho; olvidando que cuando él o los suyos gobernaban, contribuyeron, y no poco, a reducir esas mismas artes y letras al estado lamentable en que ahora se hallan.

Tiembla pues como yo tiemblo, querido Sancho. En un país cuyas cabezas rectoras corrompen cuanto magrean con diseño faraónico de mal gusto y manipulaciones partidistas, imagina qué será de nosotros cuando empiecen los homenajes y contrahomenajes, los encomios y los denuestos; cuando el incienso de aquestos desencadene la execración de esotros. Piensa en la de dineros que caerán a los pozos sin fondo de comités y comisiones, publicaciones, folletos, conferencias, cursos varios, en parte para que los prebendados de rigor, aquellos que comen pan a manteles y maman de la ubérrima teta pública, puedan holgarse, pintar monas y atesorar. Imagina a ciertos padres conscriptos de la patria, catetos como mulas de varas, con menos letras incluso que tú, querido Sancho, a quienes los jubones de Armani y el palafrén con chófer en la puerta no bastan para borrar el pelo bajuno de la dehesa. O a ciertas diputadas que harían pasar por Beatriz Galindo, la Latina, a tu mismísima consorte Teresa Panza. Imagina, te digo, a toda esa vil gallofa pronunciando tu nombre y el mío en vano, o erigiéndose en paladines de la memoria del hidalgo manco que narró nuestras hazañas. Imagina cómo quedaremos de aborrecidos tú y yo, amigo Sancho, tras pasar por sus viles manos y su retórica. Hay que joderse. Se me llagan las hidalgas asaduras sólo de pensarlo.

Y es que lo veo venir. Si lo nuestro sólo fuera a conmemorarse en Francia o en Inglaterra, todavía podríamos confiarnos. Pero en este país de etiquetas y demagogos sopladores de gaita llamado España, bastará que unos planteen el homenaje para que otros lo califiquen, según de dónde provenga, de negra reacción fascista o de mear fuera del tiesto socialista. Ya los oíste reír el otro día en el ágora, cuando salió el tema. Sin olvidar que las diversas pluralidades multiplurales que forman los simpáticos pueblos y tierras de esta casa de lenocinio considerarán que celebrar el cuarto centenario del Quijote, obra escrita en castellano, o español, que osan decir en América, sería una agresión a las honras nacionales periféricas; una provocación más de esta lengua opresiva y reaccionaria que nos creó a ti y a mí, que tanto daño ha hecho al mundo, y que es -nadie se explica cómo- absurdamente hablada por cuatrocientos millones de seres humanos. Y claro, para no ofender, los responsables de la celebración cervantina procurarán cogerse la minga con papel de fumar, como suelen. Y, para que no se diga que no son más demócratas que la leche, harán cuanto puedan por equilibrar la balanza, porque en el término medio -cero grados: ni frío ni calor- está la virtud. Así, junto a los elogios, luminarias y fastos, se potenciarán, para compensar, públicas polémicas y opiniones adversas, inversas, conversas y hasta perversas. Destacados intelectuales podrán manifestarse a favor o en contra, los tertulianos de radio tomarán eruditas cartas en el asunto, y no me cabe duda de que surgirán numerosas propuestas alternativas, ciclos y cursillos y publicaciones sobre apasionantes aspectos inéditos de la cosa, con títulos como «Cervantes, intelectual orgánico», por ejemplo, o «Espadas en alto (El antivasquismo español en los episodios del vizcaíno». Tampoco faltarán obras imprescindibles como «Don Quijote y Sancho salen del armario», «Un best-seller sin futuro», «Don Quijote, héroe franquista» -lúcido ensayo del crítico de El País Ignacio Echevarría-, o la inevitable «Guía CAMPSA de las ventas y castillos del Quijote», prologada -por amor al arte- por don Camilo José Cela. Etcétera. Reconoce que acojona, amigo Sancho. La que se nos viene encima.

El Semanal, 15 Julio 2001

El oso de peluche

No sé ustedes, pero yo tengo mis remordimientos. Cosas que hice o que no hice, fantasmas que a veces, aprovechando las noches calurosas de verano, vienen a sentarse en el borde de la cama y te miran en silencio; y, por más vueltas que das a un lado y a otro, siguen allí hasta que se los lleva la luz del alba. Cuando andas por la vida con una mínima lucidez respecto a tus actos, esa compañía es inevitable. A veces son fantasmas sangrientos y vengativos como el espectro del Comendador, y otras son pequeñas punzadas amargas, tironcitos de la memoria que hacen que te remuevas incómodo. Paradójicamente, éstos pueden ser los peores. Siempre encuentras excusas para justificar los grandes dramas, cuando tomaste tal o cual decisión por necesidad, por supervivencia. Sólo los seres humanos con poca imaginación son incapaces de arreglárselas para tener a raya ese tipo de remordimientos. El problema viene con los otros: las pequeñas manchas de sombra en el recuerdo que sólo pueden explicarse con el egoísmo, el cansancio, la ingenuidad, la indiferencia.

Uno de mis viejos fantasmas tiene la imagen de un oso de peluche; y, por alguna extraña pirueta de la memoria, esta noche pasada estuvo acompañándome durante el sueño que no tuve. El recuerdo es perfecto, al detalle, nítido como una foto o un plano secuencia. Tengo veintidós años y es la primera vez que veo campos inmensos arder hasta el horizonte. En las cunetas hay cadáveres de hombres y de animales, y la nube de humo negro flota suspendida entre el cielo y la tierra, con un sol poniente sucio y rojo que es difícil distinguir de los incendios. En la carretera de Nicosia a Dekhalia, parapetados tras sacos de arena y en trincheras excavadas a toda prisa, algunos soldados grecochipriotas muy jóvenes y muy asustados aguardan la llegada de los tanques turcos, dispuestos a disparar sus escasos cartuchos y luego a escapar, morir o ser capturados. El nuestro es un pequeño convoy de dos camiones protegidos por banderas británicas. A bordo hay algunos ciudadanos europeos refugiados y cuatro reporteros en busca de una base militar con teléfono para transmitir: Aglae Masini con un cigarrillo en la boca y tomando notas con su única mano, Luis Pancorbo, Emilio Polo con la cámara Arriflex sobre las rodillas, y yo. Ted Stanford acaba de pisar una mina en la carretera de Famagusta, y a Glefkos, el reportero del Times que hace dos días se ligó Aglae en la piscina del Ledra Palace, acabamos de dejarlo atrás con la espalda llena de metralla. Es el verano de 1974. Mi segunda incursión en territorio comanche.

Nuestros camiones pasan por un pueblo abandonado y en llamas, donde el calor de los incendios sofoca el aire y te pega la camisa al cuerpo. Y ya casi en las afueras, una familia de fugitivos grecochipriotas nos hace señales desesperadas. Se trata de un matrimonio con cuatro críos de los que el mayor no tendrá más de doce años. Van cargados con maletas y bultos de ropa, todo cuanto han podido salvar de su casa incendiada, y yo todavía ignoro que pasaré los próximos veinte años viéndolos una y otra vez, siempre la misma familia en la misma guerra huyendo en lugares iguales a ése como en una historia destinada a repetirse hasta el fin de los tiempos. Nos hacen señales para que nos detengamos. La mujer sostiene al hijo más pequeño, con dos niñas agarradas a su falda. El padre va cargado como una bestia, y el hijo mayor lleva a la espalda una mochila, tiene una maleta a los pies y con una mano sostiene el oso de peluche de una de sus hermanas. Saben que los turcos se acercan, y que somos su única posibilidad de escapar. Vemos la angustia en sus caras, la desesperación de la mujer, la embrutecida fatiga del hombre, el desconcierto de los chiquillos. Pero el convoy es sólo para extranjeros. El sargento británico que conduce nuestro camión pasa de largo —tengo órdenes, dice impasible—, negándose a detenerse aunque Aglae lo insulta en español, en griego y en inglés. Los demás nos callamos: estamos cansados y queremos llegar y transmitir de una maldita vez. Y mientras Emilio Polo saca medio cuerpo fuera del camión y filma la escena, yo sigo mirando el grupo familiar que se queda atrás en las afueras del pueblo incendiado. Entonces el niño del oso de peluche levanta el puño y escupe hacia el convoy que se aleja por la carretera.

Ni siquiera los mencioné en la crónica que aquella noche transmití para el diario Pueblo. Conservo el recorte de esa página y sé que no lo hice. Aquellas seis pobres vidas no tenían la menor importancia en la magnitud del desastre y de la guerra. Ahora, si sobrevivió, ese chiquillo tendrá cuarenta años. Y me pregunto si todavía nos recordará con tanto desprecio como yo los recuerdo.

El Semanal, 29 Julio 2001

Pinchos magrebíes

Hay que ver la de tiempo libre que tiene la gente. En los últimos tiempos he recibido varias cartas afeándome el uso que hago de palabras políticamente incorrectas. Lo de negro, por ejemplo. Cuando me refiero a un negro diciendo que es negro —a mi me han llamado blanco en África toda la vida— resulta que soy xenófobo. Escribir que algo es una merienda de negros, por ejemplo, o que esa negra está para chuparse los dedos, o hablar de la trata de negros, me asegura media docena de cartas poniéndome de racista para arriba. Hasta decir cine negro o lo veo todo negro es peyorativo, argumentan; y pasarlas negras, sin ir más lejos, se asocia de modo racista con pasarlas putas. Por eso también debería evitar la palabra negro como sinónimo de cosas malas o negativas. Así que diferencie, cabrón. No influya negativamente en la juventud. Llámelos subsaharianos, sugieren unos. De color, sugieren otros. Afroamericanos, si son gringos. Etcétera. Y a veces, esos días en que uno se pone a escribir sintiéndose asquerosamente conciliador, intento contentarlos a todos y a mí mismo — negro me sigue pareciendo la forma más natural y más corta— y escribo, verbigracia, subsaharianos de color negro; pero entonces, encima de que me queda un poco largo y rompe el ritmo de las frases, algunos piensan que me lo tomo a cachondeo y las cartas se vuelven más explosivas todavía. Estoy desconcertado, la verdad. ¿Naomi Campbell es o no es un pedazo de negra?… ¿El halcón maltés es una película de cine subsahariano de color?… No sé a qué atenerme.

BOOK: Con ánimo de ofender
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