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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (31 page)

Decidió raptar a Hortense y venció su resistencia liberándola por sorpresa de su doncellez, en un momento en que la había sumergido progresivamente en un estado de dulce arrobamiento con la lectura de algunas novelas amorosas, hábilmente escogidas. Aquello se produjo en un abrir y cerrar de ojos, en plena campiña, un día en que la hija del notario iba a Villefranche a tomar su lección de piano. La confiada Hortense fue hecha mujer sin soltar su cartera de música, lo que le ahorró toda aprensión. Y como su pudor, puesto sobre aviso demasiado tarde, no podía tener efectos retroactivos y, por añadidura, toda reparación era imposible, tomó la decisión de someterse al hecho consumado y descansó amorosamente su mejilla en el hombro de Denis Pommier. Este declaró, sonriendo, que se sentía muy contento, feliz y orgulloso y, para recompensarla, le recitó su último poema. Le dijo después que aquella desenvoltura formaba parte de las tradiciones del Olimpo, que son las mejores para los poetas y sus amantes, que no pueden obrar como los demás mortales. Hortense, que sólo anhelaba creerle, le creyó, en efecto, con los ojos cerrados, lo que aprovechó el tunante para abusar de nuevo de sus prerrogativas, con objeto de "tener la certeza de que no había soñado", como dijo gentilmente en el momento de la incontinencia. Hortense, cuyas falcultades anímicas se iban evaporando, se preguntaba asimismo si estaba soñando. Más tarde, al volver sola, se extrañaba de que el destino de las muchachas pudiera determinarse sin previo aviso y de que las jóvenes tengan tan rápidamente la revelación de un misterio que las madres dicen que es terrible. A partir de aquel momento Hortense tuvo la convicción de que su vida estaba unida para siempre a la del osado pionero de su carne, que con un aire de tranquilizadora despreocupación sabía tomar todas las iniciativas y aceptar sus consecuencias. Una orden suya, una simple sugestión, y ella le seguiría hasta el fin del mundo.

Una noche de setiembre, los moradores de la parte alta del pueblo despertaron sobresaltados al ruido de un disparo, seguido del estrépito producido por el escape libre de una motocicleta que arrancaba a una marcha endiablada. Los clochemerlinos que tuvieron tiempo de entreabrir sus postigos vieron pasar un "side-car" que, despidiendo llamaradas, descendía temerariamente por la calle Mayor. Su ruido infernal rebotó mucho tiempo en los ecos del valle. Algunos valientes, armados con fusiles de caza, salieron a practicar un reconocimiento. Al ver iluminadas las ventanas de la casa del notario, en la cual les pareció notar alguna agitación, gritaron:

—¿Es usted, señor Girodot, quien ha disparado?

—¿Quién es? —respondió una voz alterada por la emoción.

—¡No tema usted, señor Girodot! Somos nosotros, Beausoleil, Machavoine y Poipanel. ¿Qué ha sucedido?

—¿Sois vosotros, amigos? —apresuróse a contestar Girodot, en un tono excepcionalmente jovial—. Voy a abrir.

Los recibió en el comedor, y tan trastornado estaba que vació en sus vasos las tres cuartas partes de una botella de "Frontignan" reservada a los invitados de calidad. Explicó que había oído crujir la grava del patio y había visto perfectamente cómo una sombra se deslizaba no lejos de la casa. Pero en el tiempo de ponerse el batín y coger el fusil, la sombra había desaparecido. Y como nadie respondía a sus intimaciones, había disparado al azar. A su juicio, se trataba de unos ladrones. La obsesión de ser víctima de un robo no dejaba dormir en paz al señor Girodot en cuya caja fuerte se guardaban siempre sumas importantes.

—¡Hay tanta gentuza hoy día! —dijo.

—Pensaba en los soldados que habían vuelto de la guerra con un estado de ánimo peligroso, y sobre todo en los pensionados que viven a expensas del Gobierno, lo que les permite disponer de tiempo para premeditar los golpes más temibles.

—No creo que sean ladrones —respondió Beausoleil—. Más bien vagabundos. Tiene usted en su huerta las peras más hermosas de Clochemerle. Y a cualquiera le puede tentar la codicia.

—¡Bastante dinero me cuesta el hortelano! —contestó Girodot—. No se encuentra a nadie para encargarse de este trabajo. Y los que acuden a mi casa son muy exigentes.

Movió tristemente la cabeza y, en tono lastimero, añadió:

—¡Ahora, todo el mundo es rico!

—No se queje usted, señor Girodot. Que no le han dejado a usted sin nada.

—¿Eso dicen? ¡Ah, mis queridos amigos, si se supiera la verdad de todo! Porque saben que soy propietario de una casa que no está del todo mal, ya suponen que… Es eso lo que atrae a los ladrones.

—A mi entender —dijo Poipanel—, los que han venido son esos condenados bergantes de Montéjour.

—Tal vez sí —opinó Máchavoine—. Tendremos que zurrar aún a cinco o seis más.

Oyóse un grito desgarrador y se abrió bruscamente la puerta. En el umbral apareció madame Girodot. La respetable dama llevaba la indumentaria nocturna de todas las honradas mujeres Tapoque-Dondelle que se enorgullecían de no haber sido nunca mujeres galantes ni siquiera con sus maridos. Sus facciones angulosas aparecían ridículamente adornadas por los papillotes con que aprisionaba de noche sus cabellos, un camisón cubría su pecho liso y unas deslucidas enaguas sus encanijados costados. Estaba sumamente pálida y la consternación de su semblante acentuaba su fealdad.

—Se trata de Hortense —exclamó—. Tú la has…

Al darse cuenta de los visitantes, no dijo más.

—De Hortense… —repitió Girodot como un débil eco.

Y, aterrado, también guardó silencio.

Los clochemerlinos, olfateando un misterio cuyas primicias tendrían ellos, ardían en deseos de enterarse de algo. Machavoine hizo una tentativa.

—¿No será la señorita Hortense que habrá salido un momento? —aventuró—. Cuando las muchachas llegan a cierta edad piensan en muchas cosas y no logran conciliar el sueño… Es natural que sea así… A todas les ocurre lo mismo, ¿verdad, madame Girodot? ¿No será su hija…?

—Ella está durmiendo —afirmó Girodot, que no perdía nunca su sangre fría—. Vamos, amigos míos, es hora ya de volver a acostarnos. Muchas gracias por haber venido.

Y acompañó a los decepcionados clochemerlinos hasta la verja.

—Oiga, señor Girodot, voy a dar parte de lo ocurrido, ¿le parece? —propuso Beausoleil.

—No, déjelo, Beausoleil —contestó vivamente el notario—. Veremos mañana si encontrarnos alguna huella. No demos importancia al asunto. En el fondo, quizá no haya nada.

Esta reserva aumentó las sospechas y los resentimientos de los clochemerlinos. Machavoine quiso vengarse y, en el momento de partir, dijo:

—¡Si esa moto que armaba tanto jaleo se hubiera llevado un tesoro, seguro que no hubiera escupido tanto fuego!

—¡Un golpe como esos que sólo pueden verse en el cine! —rubricó Poipanel.

Y el murmullo de sus comentarios descorteses se perdió en la noche.

El medroso Girodot había disparado realmente contra su hija. Por fortuna, en una mala dirección. Aquel taimado leguleyo era un lerdo en el manejo de las armas. Asesinaba con más seguridad a la gente con el papel sellado. Pero si había fallado a su hija, había en cambio alcanzado de pleno la ya menoscabada reputación de los Girodot. Aquella alarma nocturna atrajo la atención sobre su casa, y la desaparición de Hortense, desaparición que coincidía con la de Denis Pommier, poseedor de una motocicleta de los "stocks" americanos, que no se volvió a ver en Clochemerle. Y antes de dar por terminada esta historia, no deja de ser agradable atestiguar que en la época en que el picaro de Raoul Girodot abusaba de la pobre María Fouillavet, otro bribón perdía a su hermana. La opinión pública lo advirtió en seguida:

—¡Bien castigados están los Girodot!

Este castigo sólo atañía a los Girodot de Clochemerle, pues Hortense, ciegamente feliz, cabalgaba hacia París en un ruidoso "side-car", que se detenía a cada momento para un intercambio de besos que le hacían perder el sentido. Incluso en marcha, no podía apartar su dulce mirada de mujer enamorada del perfil de Denis Pommier, que se sentía plenamente satisfecho cuando el cuentakilómetros marcaba cien por hora. En manos de un poeta, que tenía a su lado a su amada, la motocicleta se trocaba en un ingenio lírico.

La serenidad de la naturaleza tiene algo de implacable que aplasta el espíritu humano. Su magnificencia, cuyas etapas determina sin tener en cuenta las querellas de los hombres, infunde a éstos el sentimiento de su efímera mezquindad y los vuelve locos. Mientras enormes masas de seres se odian y combaten, la naturaleza: indiferente, extiende sobre tales horrores todo su esplendor y, durante los breves descansos que los combatientes se conceden, valiéndose de la magia de un atardecer o de una mañana de fiesta, remite al orden esas pasiones irrisorias. Nada gana con ello tan conciliadora belleza. Incluso no hace más que estimular a los hombres a que se muestren más activos en sus tercos empeños, pues temen desaparecer sin dejar huellas de su paso, y las más fuertes y duraderas son, a su juicio, las que entrañan inmensas destrucciones.

Con su calor, sus colores, su fecundidad, sus flores y su cielo despejado, la naturaleza actuaba en el ánimo de los clochemerlinos. En invierno se hubieran mostrado más juiciosos. Sentados al calor de la lumbre, se habrían distraído con sus rencillas domésticas y las querellas de vecindad. Pero en esta estación, que obligaba a tener puertas y ventanas abiertas de par en par y en que la gente buscaba el fresco de la calle, la brisa acarreaba continuamente toda clase de habladurías. Y aquella semilla sembrada a voleo germinaba tumultuosamente en las calenturientas mentes, especie de alambiques donde las ideas más inofensivas se convertían inmediatamente en alcohol y luego el alcohol en veneno.

Inexplicable y contagiosa locura. En las pendientes de una montaña, en la que las curvas no eran más que facilidades y que doraba la estación ya en declive, en una región privilegiada donde el horizonte era risueño y optimista, bajo un cielo radiante de indulgencia y amor, tres mil cabezas de clochemerlinos, rumiando estúpidas venganzas de chismes, amenazas, disputas, conjuras y escándalos. Situado allí, como una sonriente capital de felicidad, como un oasis de ensueño en medio de un mundo agitado, este burgo, faltando a su tradicional sensatez, se volvía loco.

Desde la execrable mañana del 16 de agosto, las cosas no hacían más que agravarse. Los acontecimientos se sucedían a un ritmo inquietante. Tantos hechos acaecidos en pocos días y tan en desacuerdo con la habitual monotonía, habían alterado los ánimos. La polémica elevó a su punto álgido el desatino colectivo que dividía Clochemerle en dos campos, igualmente incapaces de justicia y de buena fe, como suele ocurrir cuando la opinión se deja llevar por la pasión. Era el viejo antagonismo entre el bien y el mal, la lucha entre los buenos y los malos, creyéndose unos y otros ser los buenos y convencidos de que el derecho y la verdad estaban de su parte. Todos, excepto algunos avisados personajes, como por ejemplo, un Piéchut, un Girodot y una Courtebiche, que obraban en nombre de principios superiores a los cuales debe dócilmente someterse la verdad.

Llegó a Clochemerle el primer artículo fulgurante de Tafardel, publicado en El despertar vinícola de Belle-ville-sur-Saone, y en seguida suscitó los más airados comentarios entre el partido de derechas. Desgraciadamente, no es posible reproducir íntegramente este artículo, y es una lástima. Empezaba con una serie de títulos impresionantes:

UN EPISODIO DE LAS GUERRAS DE RELIGIÓN

Ignominiosa agresión en una iglesia

Un sacristán embriagado ataca salvajemente a un

pacífico ciudadano

El cura párroco colabora en esta vergonzosa

hazaña

El resto del artículo respondía al tono de este anuncio. Legítimamente orgulloso, Tafardel repetía por todas partes:

—¡Es una bofetada a los jesuítas, a Girodot y a todos los ex!

No había olvidado el desprecio con que le había tratado la baronesa.

Le Grand Lyonnais
, órgano principal de los partidos de izquierda, se hizo eco en sus páginas de la rutilante prosa de Tafardel. Además, se daba la circunstancia de que el director de El despertar vinícola era corresponsal del periódico de Lyon. El incidente de Clochemerle le proporcionó tema para un vibrante artículo, que cobró a tanto la línea, destinado al rotativo lionés. En Lyon no vacilaron en publicarlo. Se acercaban unas elecciones municipales, y con este motivo dos periódicos, Le Grand Lyonnais y Le Traditionnel, se combatían mutuamente con la más refinada perfidia. Los escándalos de Clochemerle, relatados según la versión de Tafardel, dieron ventaja a Le Grand Lyonnais. Sin embargo, Le Traditionnel reaccionó magníficamente y cuarenta y ocho horas más tarde publicó una versión más tendenciosa todavía, elaborada en el propio despacho del redactor jefe, con este encabezamiento:

UNA INFAMIA MAS

Odiosa hazaña de un borracho a sueldo de un

Ayuntamiento vilmente sectario.

Ese abyecto individuo profana el santo lugar.

Los fieles, indignados, lo expulsan del templo.

Presentada de esta forma, la noticia exigía una información complementaria, que se dio a la voracidad pública en los días sucesivos. Los redactores de una parte y de otra, a pesar de sus mezquinos salarios, se exprimieron el cerebro inventando ominosas maquinaciones y poniendo en tela de juicio el honor de personas a quienes ni siquiera conocían, entre ellas Barthélemy Piéchut, Tafardel, la baronesa, Girodot, el cura Ponosse, Justine Putet, etc. Una persona imparcial que hubiera leído alternativamente ambas publicaciones habría llegado a la conclusión de que los habitantes de Clochemerle eran todos unos perfectos canallas.

En los espíritus sencillos la Prensa ejerce una acción oscura, pero eficaz. Rechazando fanáticamente la evidencia, renegando de un largo pasado de fraternidad y de indulgencia, los clochemerlinos acabaron por juzgar a sus conciudadanos de acuerdo con las revelaciones de los periódicos que leían con la mayor atención, unos para regocijarse y otros para indignarse. Se enconaron aún más las pasiones y un estado de irritación y de odio se apoderó de todo el pueblo. Las historias de María Fouillavet y de Clémentine Chavaigne, la desaparición de Hortense Girodot y la intervención de los montejourinos acabaron de exasperar la opinión hasta el grado de obcecación precursor de las grandes catástrofes. De las injurias se pasó a los hechos. Fue rota, esta vez intencionadamente, otra de las vidrieras de la iglesia. Se lanzaron piedras contra las ventanas de Justine Putet, de Piéchut, de Girodot, de Tafardel y otras cayeron en el jardín de la casa rectoral, donde faltó poco para que una le diera a Honorine en la cabeza. Se multiplicaron las inscripciones en las puertas. Tafardel fue tratado de embustero y abofeteado por Justine Putet, que él había puesto en entredicho. Con la violencia de la agresión el precioso panamá de Tafardel rodó por el suelo y la solterona lo pisoteó furiosamente. En la carretera, un proyectil hizo añicos un cristal de la
limousine
en que viajaba la baronesa. Blazot puso en circulación algunas cartas anónimas. Y, finalmente, una desventura pública causó grandes perjuicios en el honor de Oscar de Saint-Choul.

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