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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (14 page)

Así, pues, debido a las actividades de Babette Manopoux y de madame Fouache, siempre las primeras, no se sabe por qué misterioso privilegio, en enterarse de los menores acontecimientos, se difundió por Clochemerle que en las "Galeries Beaujolaises" se había producido un violento altercado entre el matrimonio Toumignon y Justine Putet. Estos rumores deformados y abultados por la transmisión, presentaban a las dos mujeres enzarzadas en una terrible pelotera tirándose de los pelos y amenazándose con las uñas, mientras Toumignon zarandeaba a la enemiga de su mujer "como si fuera un ciruelo", según dijeron. Hubo quien incluso afirmó que había oído gritos y visto el pie de Toumignon dispararse enérgicamente en dirección a las entecas posaderas de la Putet.

Decíase asimismo que la solterona, parapetada detrás de los visillos, observaba con atención los gestos y ademanes de los clochemerlinos no dejándose perder ni una de las libertades que algunos se tomaban de cara a la pared del callejón.

Entonces era a comienzos de julio. Aquel rincón del Beaujolais eximido aquel año de las borrascas había dado fin al sulfatado de los viñedos. El tiempo era ideal. No había más que esperar tranquilamente, contando chistes y refrescando el gaznate, a que la uva madurase. La calaverada de Justine Putet ocupó la mente de los clochemerlinos, y cada cual por su cuenta, sacando jugo a aquel tema tragicómico, lo enriqueció con los más sabrosos pormoneros.

Un día, en el "Café de l'Alouette", la conversación giró en torno a la solterona. Sólo el enunciado de su nombre suscitó una arriesgada emulación entre los discípulos de Fadet.

—Si la Putet es curiosa —dijeron—, nada más fácil que darle satisfacción.

Y un día, al anochecer, los muchachos se dirigieron en grupo al callejón de los Frailes. La expedición había sido organizada con una disciplina militar. Una vez en el callejón, la pandilla de tunantes se puso en fila, llamaron a voces a Justine para que presenciara el espectáculo y, bajo la voz de mando de "¡Presenten armas!" exhibieron sus indecentes prominencias. Y tuvieron la satisfacción de ver moverse tras los visillos la sombra de la solterona.

A partir de aquel día, esta especie de saturnales constituyeron un regocijo cotidiano. De todos modos cabe deplorar el irreflexivo comportamiento de los clochemerlinos, que se congratulaban con aquellos esparcimientos de mal gusto riéndose para sus adentros. Por descontado, como ocurre a menudo en nuestra historia, debe atribuirse esta inconsciencia a la falta de distracciones de que padecen los habitantes del lugar. Los clochemerlinos sentíanse inclinados a la indulgencia por tratarse de gente joven y porque la idea de su desparpajo y de su desenfadada juventud corría parejas con el objeto de sus hazañas. Y al pensar en ello, incluso las mujeres sonreían bonachonamente. En resumen, las buenas gentes del pueblo estaban lejos de sospechar que aquellas bromas de mal gusto pudieran producir perniciosos efectos en el ánimo de la solterona.

Hubiéramos preferido silenciar estas censurables bribonadas, pero no cabe duda que influyeron bastante sobre los acontecimientos que se produjeron en Clochemerle. Por otra parte, también la historia aparece llena de exhibiciones, de aventuras de alcoba, de desórdenes sexuales, que determinaron en su tiempo grandes acontecimientos y catástrofes inmensas. Así Lauzun, escondido debajo de una cama, al acecho de los suspiros reales a fin de sorprender, en los intervalos del placer, secretos de Estado. Así Catalina de Rusia, preocupada por la herencia de los Romanof, que encarga a su amante que practique la circuncisión a su imperial esposo, en espera de que un nuevo consorcio de sus amantes asuma la tarea de asesinar a su marido. Así Luis XVI, monarca vacilante, que busca peras al olmo cuando se trata de ocuparse activamente de María Antonieta. Así Bonaparte, joven general, flaco y de una trágica palidez, que efectúa una brillante carrera gracias a las infidelidades de Josefina, ya que si los muslos de la criolla hubieran desconocido la política, el genio de su marido no se hubiese impuesto. En cuanto a los príncipes son legión los que pusieron el mundo a sangre y a fuego por los bellos ojos de una parlanchína, aunque a veces fuera de origen principesco. En el origen de la guerra de Troya hay un amancebamiento. Todo ello, en el fondo, no es más serio ni más escabroso que las simples hazañas de nuestros jóvenes clochemerlinos.

En Clochemerle, hay que insistir en ello, los acontecimientos se sucedieron de la siguiente manera:

En el fondo del callejón de los Frailes, Justine Putet, observando hipócritamente lo que no la concierne en absoluto, sorprende, inocentemente expuestos al aire libre, objetos cuya contemplación resulta ofensiva a sus ojos. Si ella hiciera ostensiblemente acto de presencia, probablemente volvería a reinar el orden. Pero ella quiere servirse de estos apacibles incidentes para promover un escándalo. Y sus maquinaciones, que no son más que bufonadas pueblerinas, se vuelven contra ella. Los objetos delictivos se multiplican afrentosamente y tienen esta vez la vigorosa osadía de la adolescencia. Nadie ignora en el pueblo que la solterona no se deja perder ni uno de esos espectáculos tan opuestos a su modo de pensar, por lo que todos los clochemerlinos se divierten a expensas de la solterona. Justine Putet se siente profundamente humillada.

La humillación sería lo de menos. Hay algo más grave. La vida retirada que lleva se le hace insoportable. Existen virtudes de elección, virtudes de arrepentimiento, de desaliento o de desesperación, libremente consentidas. Pero la virtud de Justine Putet no ha conocido ninguna alternativa, porque su aridez física no le ha permitido ninguna elección posible. Se ha quedado solterona por una especie de cruel predestinación, y todo el mundo ignora si sufre o no por ello. Todo, hasta la compasión, les es negado a los seres carentes de atractivo. Donde la gente de Clochemerle no ve otra cosa que una farsa sin importancia, existe tal vez un afán de persecución.

Justine Putet ha podido soportar mucho tiempo su soledad porque se ha esforzado en olvidar lo que crea los lazos entre hombres y mujeres. Si le hacen imposible el olvido, su soledad la oprime, sus noches son febriles, pobladas de fantasmas y de infames pesadillas. Procesiones de clochemerlinos, satánicamente viriles, desfilan en sus sueños inclinándose obscenos sobre su cama, de donde se levanta sola y bañada en sudor. Su imaginación, aletargada por la aplicación y los años de plegarias, se desencadena con un ímpetu renovado, monstruoso, que la martiriza. No pudiendo resistir más, Justine Putet se decide a dar el gran golpe. Hablará con el alcalde, con el mismo Barthélemy Piéchut.

Capítulo 7
Clochemerle toma partido

Desde hacía dos semanas, el alcalde de Clochemeríe esperaba la visita de Justine Putet. En consecuencia, había tenido tiempo suficiente de prepararse a ser sorprendido.

—¡Bienvenida, señorita Putet! De seguro que viene usted a hablar de alguna obra de caridad. Voy a avisar a mi mujer.

—Es a usted a quien quiero hablar, señor alcalde —repuso la solterona con voz firme.

—¿A mí? ¿De verdad? En este caso, pase usted.

La siguió hasta su despacho y la invitó a sentarse.

—Le supongo a usted enterado de lo que ocurre, señor alcalde —dijo Justine Putet.

—¿A propósito de qué?

—En el callejón de los Frailes.

—En absoluto, señorita Putet. ¿Ocurre algo extraordinario? Primera noticia…

Y antes de sentarse, propuso:

—¿Tomará usted algo? ¿Un vasito? Son raras las ocasiones en que pueda permitirme… ¡Vamos, una bebida dulce! Mi mujer prepara un "cassis" que se chupará usted los dedos.

Volvió con la botella y llenó dos vasos.

—¡A su salud, señorita Putet! ¿Qué le parece este "cassis"? —Muy fino, señor alcalde, muy fino.

—¿Verdad que sí? Está hecho a base de aguardiente viejo. Hoy no lo hay mejor. ¿Qué decía usted del callejón de los Frailes?

—¿No está usted enterado de nada, señor alcalde?

Barthélemy levantó los brazos.

—Yo no puedo ocuparme de todo, mi querida señorita. La alcaldía, los papelotes, gente que acude en demanda de consejo… Los clochemerlinos no están nunca de acuerdo. Y los viñedos, y el tiempo, y las reuniones y los viajes… Le aseguro que no puedo atender a todo. Estoy enterado de menos cosas que el último de los clochemerlinos, que sólo se ocupa de sus propios asuntos… Dígamelo usted todo. Será lo más sencillo.

Pudibunda, agitándose nerviosamente en la silla y sin levantar la vista, la solterona contestó:

—Es difícil de explicar…

—En fin, ¿de qué se trata?

—Del urinario, señor alcalde.

—¿Del urinario? ¿Y qué pasa con el urinario? —preguntó Piéchut que comenzaba a divertirse.

Justine Putet hizo acopio de energía.

—Algunos hombres, señor alcalde, lo hacen al lado.

—¡Ah! ¿Sí? —dijo Piéchut—. Claro que sería mejor que lo hicieran de otro modo. Pero voy a decirle una cosa. Cuando no existía el urinario, los hombres lo hacían todos fuera. Ahora, la mayoría lo hacen dentro. Es un progreso.

Sin embargo, Justine Putet no levantaba los ojos y parecía sentada sobre un potro de tormento. Después de una pausa se decidió:

—No es eso lo más grave. Algunos hombres no reparan en enseñar…

—¿Dice usted enseñar, señorita Putet?

—Sí, enseñar, señor alcalde —repuso, aliviada, la solterona, con el convencimiento de haber sido comprendida.

Pero Piéchut parecía regocijarse en revolverla sobre las parrillas de su pudor. Echóse el sombrero hacia delante, se rascó el cogote y dijo:

—No acabo de comprenderla, señorita Putet… ¿Qué es lo que enseñan?

Justine Putet tuvo que apurar hasta las heces el cáliz de la vergüenza.

—¡Pues todo eso! —dijo en voz baja, con visible repugnancia.

El alcalde estalló en una risotada, una de esas risotadas sin malicia que subrayaba la revelación de algo verdaderamente desatinado.

—¡Vaya historia chusca que me cuenta usted! —dijo a manera de excusa.

Inmediatamente adoptó un serio continente y preguntó, imperturbable:

—¿Y después?

—¿Después? —murmuró la solterona—. ¡Esto es todo!

—¡Ah, eso es todo! Perfectamente… Y entonces, ¿qué? —insistió fríamente Piéchut.

—¿Cómo qué? He venido a formular una denuncia, señor alcalde. Es escandaloso. Se cometen en Clochemerle atentados contra el pudor.

—¡Un momento, señorita! ¿Quiere usted que hablemos con calma? —dijo formalmente el alcalde—. No pretenderá usted que todos los hombres de Clochemerle se comportan de una manera indecorosa, ¿verdad? No se trata más que de ademanes involuntarios, accidentales…

—No lo crea usted. Lo hacen expresamente.

—¿Está usted segura? ¿Quiénes son? ¿Viejos o jóvenes?

—Jóvenes, señor alcalde. Es la pandilla de Fadet, los bribones de "L'Alouette". Los conozco bien. Deberían estar en la cárcel.

—¡No se desmande usted, señorita! Para detener a alguien ha de haber un delito del cual tengamos pruebas. No me niego a hacer sentir el peso de mi autoridad, pero es necesario que me suministre usted las pruebas. ¿Tiene usted testigos?

—Los testigos no faltan, pero la gente parece mostrarse demasiado complaciente con todo…

Dando por descontado que sus palabras serían repetidas, Piéchut aprovechó la ocasión para vengarse.

—¿Qué quiere usted, señorita…? El cura Ponosse es el primero en decir que soy "un hombre de todas prendas" que concede todo cuanto se le pide. Dígale de mi parte que lamento mucho…

—¿Así, pues, van a continuar esas indecencias? —concluyó agresiva, Justine Putet.

—Escuche, señorita —aconsejó Piéchut para zanjar la cuestión—. Cuando salga de aquí pase por la gendarmería. Hable del asunto a Cudoine. Quizás él pueda ordenar que se ejerza una vigilancia…

—Lo que tendría que hacerse —dijo la solterona en tono violento— es cambiar de sitio el urinario. Es un escándalo haberlo situado en ese lugar.

Piéchut hizo un guiño y endureció sus facciones. Estos gestos iban siempre acompañados de un acento dulzón al hablar, un acento de una dulzura inflexible.

—¿Cambiar de sitio el urinario? No es una cosa imposible. Yo mismo le diré lo que tiene usted que hacer. Recoja firmas en este sentido. Si consigue usted la aceptación de la mayoría de los clochemerlinos, esté usted segura de que el municipio aceptará la decisión. ¿Quiere usted un poco más de "cassis", señorita Putet?

A pesar de las promesas de Cudoine, nada cambió. De vez en cuando se veía aparecer un gendarme en el callejón de los Frailes, pero el personal de la gendarmería era demasiado escaso para que la vigilancia durase mucho tiempo. El gendarme, después de haber hecho uso del urinario, seducido en parte por el fresco rumor del agua al caer, se iba buenamente de paseo. Las consignas de Cudoine no habían sido muy severas, porque así se lo había aconsejado su mujer, que detestaba a Justine Putet, cuyas ínfulas de exagerada virtud la molestaban. La señora Cudoine no podía tolerar que un simple particular rivalizara en virtud y en celo cívico con la mujer del brigada de la gendarmería, especie de comadante militar del puesto de Clochemerle. En resumen, que nada cambió y la pandilla de Fadet continuó tranquilamente persiguiendo a la solterona con la tácita aprobación de la mayoría de los clochemerlinos.

Sin embargo, se acercaba para Justine Putet la hora del triunfo. El 2 de agosto de 1923, un rumor se esparció por Clochemerle como un reguero de pólvora. Una hija de María, Rose Bivaque, que cumpliría dieciocho años el siguiente diciembre, se hallaba encinta. Era una muchacha agraciada, de piernas cortas, cuyo pecho había prosperado precozmente y que ocultaba debajo de sus vestidos algo que le permitía competir ventajosamente con mujeres bien formadas, con mujeres de veinticinco años. Rosa Bivaque era una muchacha fresca y lozana, de natural tranquilo, con unos ojos grandes e inocentes, y una sonrisa agradable y un poco bobalicona —propia para inspirar confianza— en sus labios tentadores. La pequeña Rose Bivaque no tenía nada de descarada. Al contrario, era más bien reservada, poco habladora, discreta, toda docilidad y sumisión, sumamente cortés con las ancianas que ya chocheaban y a las que escuchaba atentamente, así como a las solteronas con sus máximas archisabidas a flor de labio. Se confesaba con regularidad, su comportamiento en la iglesia era irreprochable, cantaba con voz clara cerca del armonio, iba vestida toda de blanco el día de la festividad del Corpus, como si hiciera la primera comunión, y en su casa era muy aplicada en las labores de costura, en la cocina, en el planchado de la ropa… En fin, la muchacha era una verdadera joya y además bonita, por lo que su familia sentíase con justo motivo orgullosa. Rose Bivaque era la última que los clochemerlinos hubieran juzgado capaz de cometer alguna inconveniencia. ¡Y era ella precisamente, la pequeña Bivaque, muchacha ejemplar, la que había pecado!

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