Read Blonde Online

Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (126 page)

—Tú también querías que el niño muriera. Sabes que es verdad.

Examinó la tarjeta que había adjuntado Eddy G. A menos que la hubiese escrito Cass, previendo su muerte:

P
ARA
MM
EN
su
VIDA
,
TU AFLIGIDO PADRE
.

«Todos nos hemos ido al reino de la luz»

El piano fantasma
. Era capaz de actuar con rapidez si era preciso. Cuando se estaba acabando el tiempo. Dos o tres llamadas telefónicas y el piano blanco fue trasladado a la clínica Lakewood para que lo pusieran en la sala de visitas por gentileza de G
LADYS
M
ORTENSEN
. Gladys parecía confundida cuando le explicaron este homenaje, pero en esa etapa de su vida (tenía sesenta y dos años y hacía tiempo que no se peleaba con los demás pacientes ni trataba de escapar o suicidarse; se había convertido en una paciente modelo) estaba dispuesta a dejarse alegrar, o a fingir que se alegraba, igual que una niña que responde con sonrisas a la expectación de los adultos; se negó a sentarse al piano cuando se lo pidieron, pero pulsó las teclas con timidez, tocando unos acordes con la misma actitud cuidadosa y reverente que adoptaba su hija ante el instrumento. Norma Jeane dijo al director y al personal:
Es un piano precioso, he tratado de mantenerlo afinado, ¿no suena maravillosamente bien?
, y le aseguraron que era magnífico y que se lo agradecían mucho. La escena no había sido ensayada, pero salió muy bien. Sorprendentemente bien. El director expresó su gratitud mientras más miembros del personal de los que ella recordaba y varios pacientes amigos de Gladys, sonrientes, lúcidos, miraban a la visitante rubia, a quien ahora llamaban abiertamente señorita Monroe, y a ella le pareció tonto y absurdo recordarles cuál era su verdadero nombre. En la sala de visitas, entre voluminosos muebles, el elegante y pequeño piano resplandecía con aire espectral, como el recuerdo de un piano.

La música es importante para los espíritus sensibles, los espíritus solitarios, ay, la música ha significado tanto para mí
, dijo ella, unas frases banales y reconfortantes, y el director le cogió las manos con afecto por segunda o tercera vez, obviamente reacio a dejar marchar todavía a esta visitante célebre.

Pero ella tenía otro compromiso, explicó mientras se despedía de su madre con un beso, y aunque Gladys no respondió con otro beso o un abrazo, sonrió y dejó que su hija la besara y abrazara
—Así se comporta una madre, y yo lo valoro—
, quizá fuera la medicación, pero cuánto más misericordiosos y humanos eran estos potentes tranquilizantes que una lobotomía o el tratamiento de electrochoque, y sobre todo, cuánto mejores que las emociones puras e irracionales, y Norma Jeane prometió volver pronto, la próxima vez para una visita más larga, y se alejó a paso vivo, poniéndose las gafas para que nadie viera sus ojos, pero una de las enfermeras más jóvenes se atrevió a acompañarla al aparcamiento, una rubia de sonrisa nerviosa, parecida a June Haver, demasiado tímida para hablar de Marilyn Monroe, pero diciendo que había estudiado piano durante cinco años y que daría clases a los pacientes.
¡Caray, un piano blanco! Pensaba que sólo existían en las películas
, y Norma Jeane dijo:
Es una reliquia, en un tiempo perteneció a Fredric March
, y la joven enfermera arrugó la cara y preguntó:
¿A quién?

La chimenea
. De manera que él la odiaba, y ella aceptaría su odio igual que en el pasado había aceptado su amor, se había regodeado en su amor y lo había traicionado, y ahora veía la justicia que había en ello, quizá fuese risible, una broma, si sus detractores lo supieran, se burlarían,
Cass Chaplin había estado escribiendo extrañas cartas a Marilyn Monroe haciéndose pasar por el padre de la actriz, y ella se lo había creído; todo esto durante años
. Esas cartas que ella atesoraba, que guardaba en una caja de seguridad para protegerlas del fuego, las inundaciones, los terremotos y los estragos del tiempo; pero sin permitirse mirar por última vez las cartas mecanografiadas y firmadas «Tu afligido padre», las quemó en la chimenea de piedra del 12305 de Fifth Helena Drive.
La primera y última vez que Marilyn Monroe usaría la chimenea
.

El parque
. De hecho, había varios parques en Brentwood, a unos minutos andando de su casa, en West Hollywood y en el centro, porque ella se había hartado de que la reconocieran y la espiaran, así como la habían identificado años antes en Washington Square Park, Manhattan, mientras miraba cómo jugaban y reían unos niños y les preguntaba sus nombres, y eso estaba bien antes de Galapagos Cove y la caída en el sótano; pero ahora, después de que la Tierra se moviera sobre su eje, era prudente y cauta y rara vez iba al mismo parque más de una ocasión en diez o quince días. Llegó a reconocer a los niños, pero no los miraba abiertamente. Llevaba un libro, una revista o su diario. Se sentaba cerca de los columpios, de cara a la parte delantera del tobogán, las barras de escalar y los balancines. Sabía que alguien podía estar observándola (no una madre ni una niñera) desde una corta distancia, enfocándola para fotografiarla o filmarla. El Francotirador en su furgoneta o un investigador privado (¿contratado por el Ex Deportista, que todavía estaba enamorado de ella y terriblemente celoso?), y no podía protegerse a menos que se escondiera eternamente en su casa, a lo cual se negaba. Porque los parques, los niños, la atraían. Le gustaba oír sus entusiastas gritos, sus risas, y sus nombres pronunciados por las madres una y otra vez, como se dice que repetimos los nombres de los amantes, tan sólo para oírlos, para oír cómo suenan; si alguien le hablaba espontáneamente, un niño corría cerca de ella o una pelota pasaba rodando por delante de su banco, alzaba la vista y sonreía, aunque se resistía a mirar a los ojos a cualquier adulto, pese a ir disfrazada, por temor a
¡Juraría que esta mañana vi a Marilyn Monroe en el parque, aunque parecía más vieja, delgada y solitaria!
Sin embargo, en las circunstancias apropiadas, si algún niño corría cerca de ella y la madre o la niñera se encontraban a una distancia prudencial, decía:
¡Hola! ¿Cómo te llamas?
, y dejaba que las cosas siguieran su curso si el chico se detenía a responderle, porque algunos niños son amistosos y sociables pero otros, asustadizos como ratones. No le daría el tigre de peluche a ningún niño. No se acercaría a ninguna madre o niñera para decir:
Perdone, esto pertenecía a una niña que ya ha crecido, ¿le gustaría quedárselo? ¡Está limpio!, ¡impecable! ¡Hecho a mano!
Ni siquiera en un sueño febril diría:
Perdone, esto pertenecía a una niña que ha muerto. ¿Lo quiere? Ay, por favor, ¿querría aceptarlo?
Era demasiado orgullosa y tenía miedo al rechazo. No soportaría que la rechazaran. Por lo tanto trazó otro plan: condujo hasta un parque de Los Ángeles donde había niños blancos, negros e hispanos y dejó el pequeño tigre sobre una mesa del merendero, cerca del cajón de arena donde jugaban los más pequeños, y sin mirar atrás emprendió el viaje de regreso a Brentwood con una sensación de inmenso alivio, capaz de respirar profunda y libremente otra vez, y sonrió al pensar que una niña descubriría el juguete…
¡Mira, mamá!
, y la madre diría:
¿De quién es eso?, debe de pertenecer a alguien
, y la niña respondería:
Yo lo he encontrado, mamá, es mío
, y la madre preguntaría a las personas que estaban por allí
¿Esto es suyo?
, y finalmente la escena se desvanecería, como todas las escenas que suceden en nuestra ausencia.

El Viajero del Tiempo
. Era una época de disciplina. Una época que no podría repetir y, en consecuencia, sagrada. Estaba escribiendo un poema y un cuento de hadas en su diario. Hacía tiempo que había llenado su cuaderno de colegiala, el pequeño diario rojo que le había regalado una mujer que la quería; todas las páginas estaban cubiertas por la caligrafía de Norma Jeane y ahora había insertadas algunas hojas sueltas. En una de estas hojas, transcribió escrupulosamente, copiando las desvaídas inscripciones en tinta de una de las primeras páginas:
Así que viajé, deteniéndome una
y
otra vez en paradas separadas por miles de años o más, atraído por el misterioso destino del mundo, observando con extraña fascinación cómo el Sol se hacía más grande y opaco al oeste del cielo y la vieja Tierra empequeñecía. Por fin, más de treinta millones de años más adelante, la enorme bóveda incandescente del Sol cubría casi la décima parte del cielo… Un horrible frío se apoderó de mí
. Sin embargo, estaba viva.

Cloroformo
. Era un sueño y, en consecuencia, no era real. Ella lo sabía. No había pruebas que demostraran lo contrario. No estaba alucinando. El hidrato de cloral era un sedante seguro. No estaba en uno de esos estados mentales. Había escondido el teléfono como quien esconde la tentación. Dentro de un cajón de la cómoda. Si sonaba, sería como el llanto de un bebé. No sentiría la tentación de atender porque no había nadie con quien quisiera hablar, salvo él, que nunca llamaría. Y ella tenía demasiado orgullo para marcar cierto número que había jurado no marcar jamás. Si a mediados de julio era evidente que había dejado de menstruar, sería por otra razón, y ella estaba obligada a conocer esa razón. Se examinó los pechos: éstos eran / no eran los pechos de una mujer embarazada. Asociaba esos pechos con el olor del océano Atlántico. El recuerdo de Galapagos Cove vívido / remoto como una película vista mucho tiempo antes en un estado de gran lucidez y excitación. Había consultado con uno de sus médicos, que había dicho: tendremos que hacer una revisión ginecológica, señorita Monroe, y una prueba de embarazo, desde luego, y parecía muy serio, pero ella había respondido rápidamente: no, hoy no tengo tiempo. No había vuelto a su consulta. (¡Los médicos y los técnicos de laboratorio le inspiraban pánico!
Algún día me traicionarán. Traicionarán a su paciente. Le contarán los secretos de la Monroe al mundo entero, y los secretos que ignoren se los inventarán
.)

Sabía lo que era la menopausia y se preguntaba, con fría fascinación, ¿ha empezado ya? ¿Tan pronto? Confundiendo su edad (treinta y seis) con la de su madre (sesenta y dos). A primera vista, parecía que un número era el doble del otro, pero no lo era. Sin embargo, las dos habían nacido bajo el signo de Géminis, de modo que había una conexión fatal. Y esa noche fue a verla alguien, acaso más de una persona, aunque ella sólo supo de una, entrando en la casa por la puerta trasera, y ella estaba en la cama, desnuda, debajo de una sola sábana, incapaz de mover los músculos, rígidos y paralizados por un terror animal, sin suficiente aire en los pulmones para gritar, y la sacaron de la casa para llevarla en coche hasta un hospital, donde un cirujano extirpó al hijo del Presidente (con la excusa de que era deforme y no podría sobrevivir), y cuando despertó quince horas después, agotada y expulsando del útero una sangre espesa y salobre que empapaba la sábana y el colchón donde dormía desnuda, con el bajo vientre palpitando de dolor, su primer pensamiento fue:
Oh, Dios, qué sueño tan horrible
, y el segundo fue:
Es una suerte que fuese un sueño, porque nadie me creería
.

El blanco traje de baño de 1941
. «Esa encantadora y estúpida jovencita. Todos la conocíamos, por supuesto. Tenía un traje de baño nuevo, blanco, bonito, de una pieza, con tirantes cruzados en la parte delantera y la espalda descubierta, y ese monumento de mujer tenía una figura espectacular y una melena ondulada que caía sobre su espalda, pero el traje de baño era de una tela barata y cuando se metió en el agua (sucedió en Will Rogers Beach) se volvió casi transparente, se le veía el vello del pubis y los pezones, pero ella no parecía notarlo mientras corría y chillaba entre las olas, y Bucky se puso rojo de furia y debió de decirle algo porque al final la tranquilizó, le ató una toalla a la cintura y la obligó a ponerse una de sus camisas, que le quedaba tan grande que parecía una tienda de campaña inflada por el viento. Se quedó cohibida y no dijo una sola palabra más durante el resto del día. Aunque nunca lo hacíamos en su cara, nos burlábamos mucho de ella, era una especie de chiste entre nosotros; cuando Bucky y su chica, Norma Jeane, no estaban delante, nos reíamos como hienas.

El poema

Río de la noche
.

Y yo este ojo, abierto
.

En Schwab’s
. Hacía meses que no tomaba Nembutal. Había estado tomando dosis moderadas de hidrato de cloral, prescrito por dos médicos, y le quedaban por lo menos cincuenta cápsulas en casa. Tenía otra receta para Nembutal, de un médico nuevo, y esa noche la llevó a Schwab’s y esperó a que se la prepararan, setenta y cinco cápsulas porque pasaría dos semanas viajando fuera del país, y mientras esperaba se paseó con inquietud por el iluminado
drugstore
, evitando únicamente el puesto de revistas con las morbosas portadas de
Screen World, Hollywood Tatler, Movie Romance, Photoplay, Cue, Swank, Sir!, Peek, Parade
, etcétera, en cuyas páginas M
ARILYN
M
ONROE
vivía su vida de tebeo, y la joven cajera recordaría:
Claro, todos conocíamos a Marilyn Monroe. Venía por la noche, muy tarde. Me decía: Schwab’s es mi lugar favorito en el mundo, yo empecé mi carrera aquí, adivina cómo, y yo le preguntaba cómo y ella decía: un tipo se fijó en mi culo, ¿qué otra cosa podía ser?, y reía. No era como las demás estrellas, a las que nunca ves porque mandan a los criados. Ella venía personalmente y siempre sola. Sin maquillaje resultaba difícil reconocerla. Era la persona más solitaria que he conocido. Esa noche apareció a eso de las diez y media. Me pagó en efectivo, contando los billetes y las monedas. Se confundió y tuvo que empezar a contar de nuevo. Siempre me sonreía y tenía algo agradable que decir, como si fuésemos amigas de la infancia, y esa noche no fue una excepción
.

El masajista
. A medianoche apareció Nico, del que casi se había olvidado, y ella salió a la puerta a recibirlo y se disculpó por no haberlo llamado pero esa noche no lo necesitaría, aunque insistió en pagarle, le dio un montón de billetes que él contaría más tarde para descubrir con asombro que había más de cien dólares, mucho más que la tarifa habitual, y cuando le preguntó si debía volver a la noche siguiente, ella respondió que no, por un tiempo no, y cuando Nico le preguntó por qué no, ella rió diciendo:
¡Ay, Nico! Ya me has dejado el cuerpo perfecto
.

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