Read Blonde Online

Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (124 page)

Sin embargo, Whitey parpadeaba para contener las lágrimas. Verlo así le partía el corazón.

—¿Qué pasa, Whitey? Dímelo, por favor.

—Señorita Monroe, mire al techo, por favor.

El obcecado Whitey, con el entrecejo fruncido, continuó con su trabajo. Delineó los párpados con un lápiz marrón oscuro cruelmente afilado y cubrió las rizadas pestañas con rímel. Su aliento era afrutado y cálido como el de un bebé. Cuando por fin terminó con su laboriosa tarea, se incorporó y desvió la vista del espejo.

—Señorita Monroe, le pido disculpas por mi debilidad. Lo que pasa es que anoche se murió mi gata, Marigold.

—Ay, Whitey, lo siento mucho. ¿Marigold?

—Tenía diecisiete años, señorita Monroe. Sé que era muy vieja para ser una gata, ¡pero nunca lo pareció! Hasta el momento en que murió en mis brazos. Era una hermosa gata manchada con pelo largo y sedoso, una vagabunda que llegó a mi puerta hace todos esos años, huérfana, abandonada y muerta de hambre. Marigold dormía sobre mi pecho casi todas las noches y siempre me hacía compañía cuando yo estaba en casa. Era tan dulce y buena, señorita Monroe. ¡Ronroneaba con tanto entusiasmo! No sé cómo voy a vivir sin ella.

Esta parrafada de Whitey, que rara vez hablaba y sólo lo hacía en voz baja, sorprendió a Norma Jeane. Con su melena platina y su maquillaje de M
ARILYN
, se sintió avergonzada. Habría querido coger las manos de Whitey, pero éste se había apartado, ocultando su cara llorosa.

—Es que ha muerto tan repentinamente, ¿sabe? Ahora ya no está. No puedo creerlo. Y casi un año después de la muerte de mi madre.

Norma Jeane miró la esquiva cara de Whitey en el espejo. Estaba demasiado atónita para reaccionar. ¿La madre? ¿La madre de Whitey? No se había enterado de la muerte de la madre de Whitey; es más, ni siquiera sabía que Whitey tenía una madre. Norma Jeane se jactaba de conocer y mimar a sus ayudantes. Recordaba la fecha de sus cumpleaños, les hacía regalos y escuchaba sus confidencias. Sus experiencias, que tenían poca o ninguna relevancia en el mundo público, eran mucho más importantes para ella que las suyas propias, cuyo significado se exageraba desproporcionadamente en ese mundo. ¿Cómo reaccionar ante el dolor de Whitey? Era obvio que Marigold acaparaba los pensamientos del maquillador; era ella con quien había dormido y por quien sufría ahora, pero Norma Jeane tenía que mencionar a la madre, ¿no? Qué extraño que Whitey no hubiera dicho nada de la muerte de la mujer en su momento. Ni una palabra. Ni una alusión. Jamás había hablado de su madre con Norma Jeane. Darle las condolencias por las dos pérdidas ahora sería trivializar la muerte de la madre.

Sin embargo, era por Marigold por quien lloraba Whitey.

Por fin, Norma Jeane dijo con ambigüedad:

—Ay, Whitey, lo lamento muchísimo.

Tendría que valer por ambas.

—Esto no volverá a ocurrir, señorita Monroe. Se lo prometo.

Se enjugó las lágrimas y volvió al trabajo. Whitey conseguiría que una radiante y juvenil M
ARILYN
M
ONROE
se presentara en el plató de la condenada
Something’s Got to Give
, aunque fuese con varias horas de retraso. Mientras terminaba de empolvarla y acicalarla con habilidad, Norma Jeane pensó angustiosamente:
Pero esto es una novela. Una novela rusa. Un cochero rompe a llorar, ¿su hijo ha muerto y nadie lo escucha? ¡Ay!, ¿por qué no consigo recordar?
Desde que su furioso amante le había cerrado la puerta en la cara, se olvidaba de todo, y eso la aterrorizaba.

Otra historia de Whitey
. Un día, Whitey estaba haciendo una limpieza de cutis a su ama en su camerino de La Productora. Le había puesto una mascarilla que olía a barro y aguas estancadas, pero a ella le gustaba ese olor, era un olor que iba bien con Norma Jeane. La sensación de tirantez que producía la mascarilla al secarse también era relajante, hipnótica y reconfortante. Estaba tendida en un diván, cubierta con toallas y con los ojos protegidos por algodones húmedos. Aquel día la habían llevado a La Productora sedada y aturdida. La habían entregado a sus ayudantes como si fuese una inválida, M
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recién salida de la clínica Cedars of Lebanon (¿infección de vejiga, neumonía, agotamiento, anemia?), y ese día en La Productora sólo debía posar para unas fotos publicitarias, nada de hablar ni de actuar, de modo que no había razón para inquietarse, por eso en cuanto Whitey hubo terminado de aplicarle la mascarilla de barro, se tendió en el diván y se durmió como alguien privado de sus perturbadores sentidos,
la niña que ve demasiado y entonces un cuervo le arranca los ojos, la niña que oye demasiado y entonces un gran pez que camina sobre la cola le devora las orejas
, y después de un rato despertó, se sentó, agitada y confundida, se quitó los algodones de los ojos, se vio a sí misma en el espejo —la cara cubierta de barro, los ojos desnudos y desolados— y gritó, y Whitey corrió a su lado, con las manos en el corazón, preguntando qué pasa, señorita Monroe, y la señorita Monroe respondió, riendo:

—¡Dios mío, Whitey! Creí que estaba muerta. Fue sólo un segundo.

Los dos rieron, quién sabe por qué. Entre la multitud de regalos que había en el camerino de M
ARILYN
M
ONROE
, otrora camerino de M
ARLENE
D
IETRICH
, había una botella de licor de chocolate y cerezas abierta de la que ambos bebieron varios tragos y rieron otra vez, con lágrimas en los ojos, porque una mujer con una mascarilla de barro es una imagen cómica, la boca y los ojos limpios de barro pero perfilados por el barro, y Norma Jeane dijo con su temblorosa voz de M
ARILYN
, que significaba que hablaba en serio, que no pretendía bromear, ni coquetear ni provocar, y no repitas esto, por favor:

—¿Whitey? ¿Me prometes una cosa? Después de que… —titubeando, temiendo decir «muera» o incluso «desaparezca» por consideración hacia Whitey— ¿maquillarás a Marilyn? ¿Por última vez?

—Lo haré, señorita Monroe —respondió Whitey.

«Feliz cumpleaños, señor Presidente»

Soñaba que estaba embarazada del hijo del Presidente, pero pasaba algo malo con el hijo del Presidente, iban a demandarla por homicidio involuntario porque a causa de las drogas que había tomado, el feto que llevaba en el útero estaba deforme, no más grande que un caballito de mar flotando en la líquida oscuridad, y aunque el Presidente era un católico devoto, contrario al aborto y los anticonceptivos, deseaba evitar un escándalo nacional, de modo que iban a extirparle quirúrgicamente el feto deforme.
Eh, sé muy bien que éste es un sueño ridículo
, despertaba cada media hora temblando y transpirando, con el corazón desbocado porque temía que uno de ellos (Dick Tracy, Jiggs, Bugs Bunny, el Francotirador) hubiera entrado sigilosamente en su casa para dormirla con cloroformo (como habían hecho en el Hotel C, antes de llevarla en estado comatoso y cubierta con la arrugada gabardina negra al avión que la trasladaría a Los Ángeles), de modo que había marcado con desesperación el número de Carlo inducida por un terror nocturno demasiado banal para ponerle nombre, pero más tarde ese mismo día, cuando estaba ya totalmente despierta y consciente de dónde se encontraba,
¡Ésta es la vida real, no un escenario!
, sonó el teléfono y ella levantó el auricular diciendo con la cálida y cordial vocecilla de la Vecina de Arriba «¿Sí? ¿Diga? ¿Quién habla?» (su número no figuraba en la guía y sólo lo tenían las personas queridas o importantes para su carrera), oyendo ruidos en la línea que significaban que la estaban grabando, el equipo de escucha en una furgoneta aparcada a la vuelta de la esquina o camuflada en el camino particular de una casa del barrio, aunque no tenía ninguna prueba, naturalmente, y no quería exagerar, sabiendo que las drogas exacerbaban la ansiedad, las sospechas, la diarrea, los mareos, las náuseas, los vómitos y los pensamientos y sentimientos paranoicos.
Pero lo que uno imagina puede haber sucedido ya
.

Y más tarde ese día, mientras el ocaso suavizaba los contornos de las cosas, con un apocalíptico cielo de acuarela sobre su cabeza, estaba tendida en una tumbona de plástico junto a la piscina (en la que no nadaría jamás), y al alzar la vista lo vio, no al Presidente sino al cuñado del Presidente, que se parecía tanto al Presidente como si fuesen hermanos, y él le sonrió diciendo:

—Marilyn, volvemos a encontrarnos.

A este cordial y engolado ex actor se lo conocía (según le habían dicho, avergonzándola), con afecto en ciertos círculos y con desprecio en otros, como el Macarra del Presidente.
Es el diablo. Pero yo no creo en el diablo, ¿no?
Estaba especialmente sensible, había estado leyendo
Las tres hermanas
, de Chéjov, imaginando que podría interpretar a Masha; un célebre director de Nueva York la había invitado a trabajar en un montaje que duraría seis semanas y su corazón optimista la animaba:
¿Por qué no? ¡Sé silbar, igual que Masha!
, porque estaba madurando lo suficiente para convertirse en Masha, estaba madurando hacia la tragedia, aunque su corazón pesimista-realista sabía
Fracasarás otra vez, no te arriesgues
. El éxito de M
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tenía un regusto a fracaso en sus labios, un sabor a cenizas mojadas, pero he aquí de súbito un emisario del Presidente «devorando con los ojos» a M
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en biquini negro, leyendo
Obras escogidas
de Chéjov, ¿había algo más gracioso en el mundo?, ¡caray, si hubiera llevado consigo una cámara! Imaginó al Presidente, su compañero de copas y jodiendas, partiéndose el pecho con la anécdota.

Le pidió una copa a M
ARILYN
, ella fue a buscarla (descalza, el trasero bamboleándose en el minúsculo tanga negro y las tetas más asombrosas que había visto en una hembra de
Homo sapiens
), y cuando regresó le dio la sorpresa: M
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estaba invitada para cantar el
Cumpleaños feliz
al Presidente en una función de gala que se celebraría en Madison Square Garden ese mismo mes, sería una de las funciones benéficas más importantes de la historia y para una causa condenadamente buena, el Partido Demócrata, el partido del pueblo, quince mil invitados pagarían entrada, se recaudaría más de un millón de dólares para las elecciones de noviembre y sólo participarían artistas muy especiales, los grandes talentos de Estados Unidos, los amigos del Presidente, incluida M
ARILYN
M
ONROE
. Ella lo miró fijamente. Sin maquillaje, con su dulce cara bonita y el cabello recogido en coletas, aparentando muchos años menos que sus casi treinta y seis, dijo con timidez:

—Ah, yo creía que ya no le gu-gustaba al Presidente.

El cuñado del Presidente pareció estupefacto.

—¿Que no le gustabas? ¿Hablas en serio, Marilyn?
¿Tú?
—al ver que ella seguía mordiéndose la muy mordida uña del pulgar y no respondía, protestó—: Cariño, debes saber que todos estamos locos por ti. Por Marilyn.

Titubeando, como si pensara que aquello podía ser un truco, ella dijo:

—¿De-de veras?

—Desde luego. Hasta la primera dama, la Reina de Hielo, como la llaman cariñosamente. Le encantan tus películas.

—¿En serio? Vaya.

El hombre rió y apuró su whisky con soda, tan mal preparado como lo prepararía una niña, servido en un vaso inapropiado y con el borde desportillado.

—«No ver. No oír.» También es mi lema.

No podía viajar a Nueva York en medio del rodaje de una película, dijo. Estaban a punto de echarla del proyecto, añadió. Ah, lo sentía mucho, sabía que era un honor, uno de esos honores únicos en la vida, pero no podía arriesgarse a que la despidieran y, francamente, no podía permitírselo. No era Elizabeth Taylor, que ganaba un millón de dólares por película; ella tenía suerte si sacaba cien mil y de eso le quedaba una miseria después de pagar los gastos, a sus agentes y Dios sabía a quién más de los que le chupaban la sangre, ay, casi le daba vergüenza decirlo, pero no tenía mucho dinero. ¿Tal vez él podría explicárselo al Presidente? Esta casa que tanto amaba le estaba costando cara, casi no podía permitírsela. Billetes de avión, gastos de hotel, un vestido nuevo, porque, oh, Dios, tendría que ponerse algo muy especial para la ocasión, ¿no?, y eso costaría miles de dólares, y si iba a Nueva York desobedeciendo las cláusulas de su contrato con La Productora, ellos no pagarían la ropa, desde luego, ni costearían sus gastos, tendría que sacarlo todo de su bolsillo; no, no podía permitírselo, un honor único en la vida, pero no: no podía permitírselo.

Además, sé que me odia. No me respeta. ¿Por qué iba a dejarme explotar por esa gentuza?

El Macarra del Presidente le cogió la mano y se la besó.

—Marilyn. Hasta pronto.

Costaría cinco mil dólares.

Ella no tenía cinco mil dólares, pero (¡se lo habían prometido!) los organizadores de la fiesta de cumpleaños del Presidente pagarían sus gastos, incluido el vestido, de modo que allí estaba, probándoselo, nerviosa y emocionada como cualquier colegiala estadounidense probándose el vestido para el baile de graduación. ¡Y qué vestido! Una tela muy, muy fina, transparente, mágicamente cubierta de centenares —¿miles?— de piedras de estrás, para que M
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brillara, reluciera, pareciera estallar bajo el delirante remolino de luces de Madison Square Garden. Como es natural, debajo del vestido no llevaría nada. Absolutamente nada. M
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garantizada. Se afeitaba el vello corporal a menudo, preparándose para estar lisa como una muñeca. ¡Ah, aquella muñeca de su infancia, vieja, calva y con flácidas piernas de trapo! Aunque M
ARILYN
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no tiene nada flácido; todavía no. La enardecida multitud miraría a esa mujer, a la despampanante muñeca sexual de cuerda del Presidente, a la muñeca inflable con pelo rubio platino, la mirarían e imaginarían lo que no podían ver,
¡un sombrío coño!, ¡un sombrío tajo!
, ¡
una sombría nada
entre los voluptuosos y pálidos muslos!, como si esa sombra fuese la mismísima eucaristía, llena de misterio. Casualmente, el presentador de la fiesta del Presidente era nada más y nada menos que el apuesto cuñado o, para los íntimos, el Macarra del Presidente, meloso y radiante enfundado en su esmoquin, conduciendo a la bulliciosa multitud a un frenético clímax de ovaciones, gritos, aplausos, silbidos, pataleos y desbordante entusiasmo por M
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M
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, la zorra del Presidente.

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