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Authors: Lily Blake

Tags: #Fantástico

Blancanieves y la leyenda del cazador (2 page)

Su madre colocó un espejo frente a su rostro.

«Esto es lo único que puede salvarte», le dijo, tomó la mano de su hija, la puso sobre un recipiente con un líquido blanco y empezó a susurrar hechizos. Con un cuchillo afilado, abrió un corte en la muñeca de Ravenna y dejó que la sangre goteara en el cuenco. El color rojo resultaba más vivo en contraste con el blanco. Ravenna bebió aquella poción rápidamente, hasta la última gota. En ocasiones, cuando cerraba los ojos, notaba todavía el fuerte sabor metálico de aquel líquido en la lengua. «Bebe —le había dicho su madre—. Esta poción te otorgará la capacidad de robar la juventud y la belleza. Ese será tu mayor poder y tu única protección».

Los hombres del rey recorrieron todos los carromatos para sacar a los gitanos y asesinarlos. Finn gritaba; quería protegerla —eso era lo que recordaba Ravenna en aquel momento—. Su madre colocó una mano sobre la frente de Finn y otra sobre la suya y murmuró más hechizos, más palabras, para otorgarles un poder que los conectaba entre sí. Siempre se tendrían el uno al otro y permanecerían unidos hasta la muerte. Al instante, estaban corriendo tan deprisa que Ravenna apenas podía respirar.

Ellos escaparon, pero su madre se quedó atrás. Ravenna notó cómo se le erizaba el cabello en la nuca al recordar a aquel soldado que seccionó con la espada la garganta de su madre. Mientras la niña huía a lomos de un caballo, ella le había gritado sus últimas palabras: «Recuerda esta advertencia: el hechizo nace de la sangre de la más bella, y solo la sangre de la más bella puede romperlo». A continuación, cayó de rodillas, sangrando sobre la hierba por el profundo corte. En unos minutos yacía muerta.

—¿Ravenna? —una vocecita llamó su atención—. ¿Ravenna? Ha llegado el momento.

Ravenna abrió los ojos. Blancanieves se encontraba detrás de ella, extendiendo la cola de su vestido. Las puertas de madera estaban abiertas y mil ojos la contemplaban, esperando a que avanzara por el pasillo. Se irguió y sus ojos azules se ensombrecieron al divisar al rey
La niña tiene razón. Ha llegado el momento
.

Esa noche, mientras los últimos invitados de la boda bebían y comían en el patio del castillo, Ravenna condujo al rey hasta su dormitorio. Se recostó junto a él con su blanco vestido de novia y su largo y ondulado pelo suelto sobre los hombros, contemplando cómo terminaba el vino. El rey deslizó los dedos por la dorada cabellera de Ravenna, hasta posarlos sobre su estrecha corona de oro salpicada de rubíes y esmeraldas. Los actos festivos del día le habían debilitado, se movía con lentitud a consecuencia de la bebida. Era un objetivo fácil…

Ravenna arrastró la mano bajo la almohada y sacó la daga de plata que había escondido allí unas horas antes. La alzó por encima de su cabeza, fijando los ojos en el pecho del rey, allí donde las costillas protegían el corazón, y con un rápido movimiento le apuñaló. Después contempló cómo su cuerpo se estremecía ante el repentino golpe.

—Primero os he arrebatado la vida, mi señor —susurró cuando el cuerpo del rey se quedó inmóvil—, y luego, os arrebataré el trono.

Abandonó la estancia y descendió hacia el vestíbulo, dejando al rey sobre las sábanas ensangrentadas. Bajó con rapidez las escaleras y se dirigió al rastrillo. Su hermano Finn estaba esperando al otro lado de la celosía de hierro. Iba acompañado de su ejército, los soldados de sombras, apenas visibles a la luz de la luna. Ravenna alzó la puerta metálica y los soldados entraron. En unos minutos, habían tomado cada rincón del castillo.

Mientras los soldados iniciaban la contienda, Ravenna regresó a su estancia. Podía escuchar los gritos en la parte baja del castillo y el ruido metálico de las espadas cuando los hombres entraban en combate. Uno de los soldados de su hermano llevó a la habitación un enorme espejo. Parecía un escudo redondo de bronce muy pulido. Una vez sola, mientras fuera de la estancia el aire se llenaba de chillidos y alaridos, Ravenna miró hacia la superficie brillante del espejo. Era mucho mayor que el que su madre había colocado frente a ella tantos años atrás, y también poseía una magia más poderosa.

—Espejito, espejito mágico, ¿quién es la más bella de todas las mujeres? —preguntó, inclinándose hacia él.

La superficie del espejo se rizó. Un líquido se derramó por el suelo, en torno a los pies de Ravenna, y tomó la forma de una estatua de bronce casi tan alta como ella. La figura parecía envuelta en una gruesa tela, pero reflejaba la estancia que la rodeaba. La cara de aquel hombre salido del espejo mostró el rostro de Ravenna.

—Vos, mi reina —respondió—. Además, otro reino ha caído a vuestros pies. ¿Es que vuestro poder y vuestra belleza no tienen límites?

Al escuchar las palabras del espejo, Ravenna supo que la magia que le había regalado su madre era infinita. Ante su presencia, los reinos caían, los hombres perecían, e incluso los objetos cotidianos adquirían una vida mágica, revelando secretos que nadie más podía conocer. Alzó las manos mientras sentía la batalla en la punta de los dedos y recordaba todo lo que el rey había arrebatado a su familia. Por fin estaba muerto y el reino le pertenecía a ella. Nadie podría hacerle daño, nunca más.

Cuando los enfrentamientos acabaron y el patio quedó en silencio, Ravenna descendió de nuevo las escaleras. Los guerreros de sombras se encontraban reunidos en el patio de piedra. La sangre salpicaba mesas y sillas. Había bandejas rotas por el suelo y los restos del banquete aparecían esparcidos por todas partes. Ravenna no se sobresaltó al contemplar los cuerpos, algunos de mujeres, desplomados sobre los asientos.

Los invitados a la boda y los nobles supervivientes se encontraban alineados contra la pared, retenidos por el ejército de Finn.

—¿Qué hacemos con estos? —preguntó un general.

Las mujeres juntaron las manos, pidiendo clemencia, y algunos nobles incluso rompieron a llorar. Mantenían a sus hijos cerca, intentando, en vano, protegerlos.

Ravenna cerró los ojos y recordó a su madre y cómo las mujeres de su aldea habían sido brutalmente masacradas. Eso era lo que pretendía que sucediera. Había sido culpa del rey, no suya. Se suponía que debía ser así.

—Matadlos —respondió con voz inexpresiva. Se ajustó la túnica al cuerpo y se estremeció al notar el frío de la noche. Luego se volvió, dispuesta a marcharse.

Pero con el rabillo del ojo vio que Finn agarraba a Blancanieves. Tenía el cuchillo pegado al cuello de la niña. Le sorprendió algo en el rostro de aquella pequeña que solo unas horas antes le había sujetado el vestido de novia. Tenía los labios temblorosos y los ojos inundados de lágrimas.

—¡Finn, no! —gritó sin poder evitar que aquellas palabras salieran de su garganta. Su hermano la miró entrecerrando los ojos, como si no estuviera seguro de reconocerla. Ravenna se irguió, en un intento de no mostrar debilidad ante él. Finn había luchado con gran valentía en su nombre, sin cuestionar jamás sus órdenes—. Enciérrala —dijo—. Nunca se sabe cuándo puede ser de utilidad la sangre real.

Sus ojos se encontraron con los de Blancanieves y ambas se miraron, mientras el caos se desataba a su alrededor. Las mujeres fueron arrastradas al exterior para ser ajusticiadas, mientras los nobles trataban de zafarse de los soldados. Un niño llamaba a gritos a su madre, con el rostro enrojecido y surcado de lágrimas. Pero en ese instante, Ravenna solo veía a Blancanieves, y Blancanieves solo la veía a ella. La mujer llevó una mano a su pecho y se preguntó qué era lo que sentía por aquella niña, la heredera del rey al que había derrocado. De algún modo, estaban unidas por una extraña y poderosa fuerza.

Ravenna permaneció allí, con la mano en el corazón, hasta que Finn partió hacia los calabozos, arrastrando a Blancanieves tras él.

Los ojos de la niña se mantuvieron clavados en los de Ravenna. Siguió mirándola por encima del hombro, volviendo la cabeza, hasta que desapareció tras la pesada puerta de madera.

La sangre de la más bella hace surgir el hechizo

Finn la estaba observando de nuevo. Incluso tumbada en la cama y con los ojos entrecerrados, Blancanieves podía distinguir su sombra en el muro del calabozo. No dijo nada, solo retiró la apelmazada manta que cubría su cuerpo y la dobló sobre el estrecho camastro. Deslizó los dedos entre su pelo, tratando de desenredar los nudos que se le habían formado en la nuca, y a continuación, como cada día, se arrodilló para encender el fuego, moviendo las ramas atrás y adelante, atrás y adelante, hasta que los delgados trozos de madera prendieron. Cuando la leña empezó a arder y calentó sus dedos, Finn ya se había marchado.

Blancanieves extendió las manos, sintiendo el calor. Finn la visitaba algunas mañanas y la contemplaba desde el otro lado de los barrotes, con sus pequeños ojos fijos por encima de su larga y estrecha nariz. Nunca decía nada, y nunca dejaba nada —ni siquiera un plato de comida o una jarra de agua—. Blancanieves se preguntaba si disfrutaba viendo que, pasados los diecisiete años, seguía encerrada en el calabozo de la torre. ¿Sentía remordimientos? ¿Era preocupación? Lo dudaba, ya que era hermano de Ravenna.

Blancanieves se puso un harapiento vestido que le cubrió los pies descalzos. Habían pasado diez inviernos. En cierto momento, había dejado de contar los días y las semanas para prestar atención únicamente a los cambios de estación. Desde la ventana de la celda podía ver las copas de los árboles y conocía cada una de las ramas tan bien como a ella misma. En los meses más cálidos, les brotaban hojas de un intenso color verde que lo cubría todo y mantenían el mismo aspecto hasta el apogeo del verano. Luego cambiaban. El verdor dejaba paso a los tonos dorados y rojizos, hasta que todas las hojas se marchitaban y caían, una tras otra, sobre el suelo duro.

En aquel momento, con los primeros indicios de la primavera en el aire, Blancanieves se preguntaba si ese año sería distinto —si sería el año en que Ravenna acudiera en su busca para terminar, por fin, con su encierro—. Llevaba tanto tiempo allí que ya casi ni se preocupaba por el inhóspito ambiente de la celda. Los muros, siempre fríos y húmedos, olían a moho y solo entraba luz una vez al día, durante algo más de una hora, cuando el sol ascendía sobre los árboles. Entonces, Blancanieves se sentaba dejando que besara su rostro, hasta que desaparecía. Sin embargo, era la soledad lo que la atormentaba. En ocasiones, lo único que deseaba era hablar con alguien, pero solo podía traer a su memoria los mismos recuerdos, añadiendo nuevos detalles, cambiando otros, tratando de recomponer su pasado.

Pensó en su padre y en cómo había descubierto su cuerpo ensangrentado la noche de la boda. Recordaba también la cálida mano de su madre sobre su frente, confortándola antes de ir a dormir. Sin embargo, su mente regresaba siempre a un mismo momento, tan vivido incluso después de tantos años.

Fue justo después de que su madre enfermara. El rey y el duque Hammond los vigilaban desde el balcón del castillo, como hacían algunas veces. William, el hijo del duque, tenía la misma edad que ella y solían jugar juntos, persiguiéndose el uno al otro por el patio o rescatando urracas heridas. Él se había subido a un manzano y tenía el pelo, oscuro y castaño, completamente alborotado. Llevaba un arco de juguete colgado a la espalda.

Blancanieves le siguió, agarrándose con fuerza al árbol para no caerse. Cuando estaban a cuatro metros de altura, William arrancó una manzana de una rama y se la acercó. Era blanca y roja, sin ninguna imperfección en la piel. «Vamos», dijo él con la mano extendida y esperando a que ella cogiera la fruta. Tenía los ojos de color marrón claro y, cuando inclinó el rostro hacia el sol, Blancanieves pudo ver en ellos motitas verdes.

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