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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Anochecer (30 page)

Sheerin pareció dubitativo.

—Pero, un sistema así, ¿seria dinámicamente estable? —preguntó.

—¡Por supuesto! Lo llaman un caso "uno y uno". Ha sido elaborado matemáticamente, pero son las implicaciones filosóficas las que me interesan.

—Es agradable pensar en ello como en una hermosa abstracción..., como un gas perfecto o el cero absoluto —admitió Sheerin.

—Por supuesto —siguió Beenay—, está el problema de que la vida sería imposible en un planeta así. No recibiría suficientes luz y calor, y si girara sobre sí mismo habría una Oscuridad total durante la mitad de cada día. Ese fue el planeta que me pediste en una ocasión que imaginara, ¿recuerdas, Sheerin? Donde los habitantes nativos estarían completamente adaptados a una alternancia de día y noche. Pero he estado pensando en ello. No podría haber habitantes nativos. No se puede esperar que la vida, que depende fundamentalmente de la luz, se desarrolle bajo unas condiciones tan extremas de ausencia de luz. ¡La mitad de cada rotación axial se produciría en la Oscuridad! No, nada podría existir bajo condiciones como ésas. Pero, para continuar: hablando hipotéticamente, el sistema "uno y uno" tendría...

—Espera un momento —dijo Sheerin—. Es muy precipitado por tu parte decir que la vida no se podría haber desarrollado allí. ¿Cómo lo sabes? ¿Qué es tan fundamentalmente imposible respecto a que la vida evolucione en un lugar que tiene Oscuridad la mitad de su tiempo?

—Ya te lo he dicho, Sheerin, la vida depende fundamentalmente de la luz. Y, en consecuencia, en un mundo donde...

—La vida aquí depende fundamentalmente de la luz. Pero eso no tiene nada que ver con un planeta que...

—¡Eso es pura lógica, Sheerin!

—¡Eso es pura lógica circular! —cortó Sheerin—. Tú defines la vida como un tipo de fenómeno así y así que se produce en Kalgash, y luego intentas dogmatizar que en un mundo que sea totalmente distinto de Kalgash la vida deberá ser...

Theremon estalló de pronto en una seca sucesión de carcajadas.

Sheerin y Beenay le miraron indignados.

—¿Qué es tan divertido? —preguntó Beenay.

—Vosotros lo sois. Ambos. Un astrónomo y un psicólogo discutiendo furiosamente de biología. Esto debe ser el tan famoso diálogo interdisciplinario del que he oído hablar tanto, el gran fermento intelectual por el que es famosa esta universidad. —El periodista se puso en pie. Se estaba poniendo nervioso, y la larga disquisición de Beenay sobre asuntos abstractos aún le ponía más—. Discúlpame, ¿quieres? Necesito estirar las piernas.

—El eclipse total ya casi está aquí. —Beenay señaló hacia fuera—. No querrás estar fuera cuando se produzca.

—Sólo un corto paseo, luego volveré —dijo Theremon.

Antes de que hubiera dado cinco pasos, Beenay y Sheerin habían reanudado su discusión. Theremon sonrió. Era una forma de aliviar la tensión, se dijo. Todo el mundo estaba bajo tremendas presiones. Después de todo, cada tictac del reloj acercaba un poco más al mundo a la Oscuridad, un poco más a...

¿A las Estrellas?

¿A la locura?

¿Al Tiempo de las Llamas Celestiales? Theremon se encogió de hombros. En las últimas horas había atravesado un centenar de cambios de humor, pero ahora se sentía extrañamente tranquilo, casi fatalista. Siempre había creído que era el dueño de su propio destino, que era capaz de modelar el curso de su vida: así era como había tenido éxito en llegar a lugares donde otros periodistas jamás habían tenido ni remotamente la menor oportunidad. Pero ahora todo estaba más allá de su control, y él lo sabía. La llegada de la Oscuridad, de las Estrellas, de las Llamas..., todo ocurriría sin su permiso.

Así que no tenía sentido consumirse en inquieta anticipación.

Simplemente relájate, siéntate, aguarda, observa lo que ocurra.

Y luego, se dijo a sí mismo..., luego asegúrate de que sobrevives a cualquier torbellino que se produzca.

—¿Sube a la cúpula? —preguntó una voz.

Parpadeó en la semi-oscuridad. Era el bajo y regordete estudiante graduado de astronomía..., ¿Faro, se llamaba?

—Sí, de hecho sí —dijo, aunque la verdad era que no había tenido en mente ningún destino en particular.

—Yo también. Venga: le llevaré.

Una escalera metálica en espiral trepaba al piso superior de alta bóveda del gran edificio. Faro subió traqueteando la escalera al resonante ritmo de sus cortas piernas, y Theremon fue tras él. Había estado en la cúpula del observatorio en otra ocasión, hacía años, cuando Beenay quiso mostrarle algo. Pero recordaba muy poco del lugar.

Faro empujó hacia un lado una pesada puerta deslizante y entraron.

—¿Ha venido a echar una mirada de cerca a las Estrellas?—preguntó Siferra.

La alta arqueóloga estaba de pie justo al lado de la puerta, observando trabajar a los astrónomos. Theremon enrojeció. Siferra no era precisamente la persona con la que deseaba tropezar en aquel momento. Demasiado tarde, recordó que Beenay había dicho que había ido allí. Pese a la ambigua sonrisa que había parecido dirigirle en el momento del inicio del eclipse, todavía temía el escozor de su desdén hacia él, su furia por lo que consideraba como una traición de él hacia el grupo del observatorio.

Pero ahora no mostraba ningún signo de inquina. Quizás, ahora que el mundo se estaba sumiendo de cabeza en la Cueva de la Oscuridad, sentía que todo lo que había ocurrido antes del eclipse era irrelevante, que la inminente catástrofe cancelaba todos los errores, todas las peleas, todos los pecados.

—¡Vaya lugar! — exclamó Theremon.

—¿No es sorprendente? No es que sepa realmente mucho de lo que ocurre aquí. Tienen el gran solarscopio apuntado a Dovim..., en realidad es más una cámara que un telescopio, me han dicho; no puedes mirar a través de él y ver el cielo..., y luego esos telescopios más pequeños están enfocados más hacia fuera, buscando algún signo de la aparición de las Estrellas...

—¿Las han divisado ya?

—Hasta ahora nadie me ha dicho nada —respondió Siferra.

Theremon asintió. Miró a su alrededor. Aquél era el corazón del observatorio, la habitación donde tenía lugar la auténtica observación del cielo. Era la estancia más oscura en la que jamás hubiera estado..., no totalmente oscura, por supuesto; había candelabros de bronce dispuestos en una doble hilera en torno a toda la curvada pared, pero el brillo que emitían las luces que contenían era débil y superficial. En la penumbra vio un gran tubo de metal que se alzaba hacia las alturas y desaparecía a través de un panel abierto en el techo del edificio. Pudo divisar el cielo a través de aquel panel. Ahora tenía un aterrador tono púrpura denso. El cada vez menos orbe de Dovim era aún visible, pero el pequeño sol parecía haberse retirado a una enorme distancia.

—Qué extraño parece todo esto —murmuró—. El cielo posee una textura que nunca antes había visto. Es denso..., es como alguna especie de manto, casi.

—Un manto que nos envolverá a todos.

—¿Asustada? —preguntó él.

—Por supuesto. ¿Usted no?

—Sí y no —dijo Theremon—. Quiero decir, no estoy intentando sonar particularmente heroico, créame. Pero no estoy ni con mucho tan nervioso como lo estaba hará una o dos horas. Más bien aturdido.

—Creo que sé lo que quiere decir.

—Athor afirma que ya se han producido algunos tumultos en la ciudad.

—Es sólo el principio —respondió Siferra—. Theremon, no puedo apartar esas cenizas de mi mente. Las cenizas de la Colina de Thombo. Esos grandes bloques de piedra, los cimientos de la ciudad ciclópea..., y cenizas por todas partes en su base.

—Con cenizas más antiguas debajo, y otras más debajo, y debajo, y debajo.

—Sí —dijo ella.

Theremon se dio cuenta de que ella se había acercado un poco más a él. Se dio cuenta también de que la animosidad que había mostrado hacia él durante los últimos meses parecía haber desaparecido por completo, y, ¿era posible?, parecía estar respondiendo a algún fantasma de la atracción que él había sentido en su tiempo por ella. Reconocía los síntomas. Era un hombre demasiado experimentado para no reconocerlos.

Espléndido, pensó. El mundo está llegando a su término, y ahora, de pronto, Siferra se muestra al fin dispuesta a echar a un lado su traje de Reina de Hielo.

Una extraña y desmañada figura, inmensamente alta, avanzó deslizándose hacia ellos de una forma torpemente sincopada. Les ofreció un saludo acompañado de una pequeña risita.

—Todavía no hay ningún signo de las Estrellas —dijo. Era Yimot, el otro joven estudiante graduado—. Quizá no consigamos verlas. Quizá todo resulte al fin un fracaso, como el experimento que llevamos a cabo Faro y yo en ese edificio a oscuras.

—Todavía se ve mucha parte de Dovim —señaló Theremon—. Aún no nos hemos acercado lo suficiente a la Oscuridad total.

—Parece casi ansioso de que llegue —observó Siferra.

Él se volvió hacia ella.

—Me gustaría que hubiera pasado.

—¡Eh! —exclamó alguien—. ¡Mi ordenador falla!

—¡Las luces...! —exclamó otra voz.

—¿Qué ocurre? —preguntó Siferra.

—Un fallo eléctrico —dijo Theremon—. Tal como Sheerin predijo. La estación generadora debe de tener problemas. La primera oleada de locos, corriendo furiosos por la ciudad.

De hecho, las débiles luces en los candelabros de la pared parecían a punto de apagarse. Primero se volvieron mucho más brillantes, como si una rápida oleada final de energía hubiera pasado a través de ellos; luego disminuyeron; luego brillaron de nuevo, pero no tanto como un momento antes; y al fin descendieron hasta sólo una fracción de su luminosidad normal. Theremon sintió que la mano de Siferra se aferraba fuertemente a su antebrazo.

—Se han apagado —dijo alguien.

—Y lo mismo los ordenadores..., ¡que alguien conecte la energía de emergencia! ¡Eh! ¡La energía de emergencia!

—¡Rápido! ¡El solarscopio no está rastreando! ¡El obturador de la cámara no funciona!

—¿Por qué no estaban preparados para algo así? —preguntó Theremon.

Pero al parecer sí lo estaban. Hubo un vibrar en alguna parte en las profundidades del edificio; y luego las pantallas de los ordenadores dispersos por toda la habitación parpadearon de nuevo a la vida. Las lámparas en sus candelabros, sin embargo, no lo hicieron. Evidentemente estaban conectadas a otro circuito, y el generador de emergencia en el sótano no restablecería su funcionamiento.

El observatorio estaba prácticamente en una Oscuridad absoluta.

La mano de Siferra descansaba todavía en la muñeca de Theremon. Dudó de si deslizar un reconfortante brazo en torno a sus hombros.

Entonces pudo oír la voz de Athor:

—¡De acuerdo, echadme una mano aquí! ¡Estaremos bien de nuevo en un minuto!

—¿Qué ha hecho? —preguntó Theremon.

—Athor apagó las luces —le llegó la voz de Yimot.

Theremon se volvió para mirar. No era fácil ver nada, con un nivel de iluminación tan bajo, pero al cabo de un momento sus ojos empezaron a acostumbrarse. Athor llevaba como media docena de cilindros de treinta centímetros de largo por tres de diámetro bajo los brazos. Miró por encima de ellos a los miembros del personal.

—¡Faro! ¡Yimot! Venid aquí y ayudadme.

Los dos jóvenes trataron hasta el lado del director del observatorio y tomaron los cilindros. Yimot los alzó uno a uno, mientras Faro, en un absoluto silencio, rascaba una larga cerilla hasta encenderla con el aire de alguien que está realizando el más sagrado de los rituales. Cuando tocó con la llama el extremo superior de cada uno de los cilindros, el pequeño resplandor vaciló un instante y se agitó fútilmente, hasta que un repentino y crepitante resplandor llenó el arrugado rostro de Athor con un brillo amarillento. Unos aplausos espontáneos resonaron por toda la habitación.

¡El cilindro estaba rematado por quince centímetros de oscilante llama!

—¿Fuego? —se maravilló Theremon—, ¿Aquí dentro? ¿Por qué no usar luces de vela o algo parecido?

—Lo discutimos —dijo Siferra—. Pero las luces de vela son demasiado débiles. Van muy bien para un dormitorio, una presencia testimonial de que la luz sigue mientras uno duerme, pero para un lugar de estas dimensiones...

—¿Y abajo? ¿También hay antorchas ahí?

—Creo que sí.

Theremon agitó la cabeza.

—No me sorprende que la ciudad vaya a arder esta tarde. Si incluso ustedes recurren a algo tan primitivo como el fuego para echar atrás la Oscuridad...

La luz era débil, más débil aún que la más tenue luz solar. Las llamas se agitaban alocadamente, dando nacimiento a ebrias sombras vacilantes. Las antorchas humeaban de una forma diabólica y olían como un mal día en la cocina. Pero emitían una luz amarilla.

Había algo alegre en la luz amarilla, pensó Theremon. En especial después de casi cuatro horas de sombrío y menguante Dovim. Siferra se calentó las manos en la más cercana, sin importarle el tizne que se posaba sobre ellas en un fino polvo gris y murmurando extáticamente para sí misma:

—¡Hermoso! ¡Hermoso! Nunca antes me había dado cuenta de lo maravilloso que es el color amarillo.

Pero Theremon siguió mirando suspicazmente las antorchas. Frunció la nariz ante su olor rancio y dijo:

—¿De qué están hechas estas cosas?

—De madera —respondió ella.

—Oh, no, no lo están. No arden. El par de centímetros superiores están carbonizados, y la llama simplemente sigue brotando de la nada.

—Eso es lo más hermoso. En realidad se trata de un eficiente mecanismo de luz artificial. Hemos fabricado unos cuantos cientos de ellos, pero la mayoría fueron al Refugio, por supuesto. ¿Ve? —se volvió y se sacudió el polvo de sus ennegrecidas manos—, toma usted el núcleo medular de unas recias cañas de agua, lo seca cuidadosamente, y lo empapa con grasa animal. Luego lo enciende, y la grasa arde, poco a poco. Estas antorchas arderán al menos durante media hora sin parar. Ingenioso, ¿no?

—Maravilloso —dijo Theremon con voz hosca—. Muy moderno. Muy impresionante.

Pero fue incapaz de permanecer más tiempo en aquella estancia. La misma inquietud que le había conducido a subir allí le afligía ahora. El hedor de las antorchas ya era bastante malo; pero también estaba el frío soplo del aire que penetraba por el panel abierto de la cúpula, un seco flujo ventoso, el helado dedo de la noche. Se estremeció. Deseó que él y Sheerin y Beenay no hubieran terminado tan rápidamente aquella botella de miserable vino.

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