—¿Qué pasa con él?
—Bueno, la razón por la que no fun... —Sheerin se detuvo de pronto y se levantó, alarmado—. Oh... oh.
—¿Ocurre algo? —preguntó Theremon.
—Athor viene para acá. ¡Y mire su rostro!
Theremon se volvió. El viejo astrónomo avanzaba hacia ellos como un espíritu vengativo surgido de un mito medieval. Su piel era blanca como el papel, sus ojos llameaban, sus rasgos eran una retorcida masa de consternación. Lanzó una venenosa mirada hacia Folimun, que permanecía aún de pie solo en la esquina más alejada de la ventana, y otra a Theremon.
Se dirigió a Sheerin:
—He estado en el comunicador durante los últimos quince minutos. He hablado con el Refugio, y con la gente de seguridad, y con el centro de Ciudad de Saro.
—¿Y?
—El periodista de aquí se sentirá muy complacido de su trabajo. He sabido que la ciudad es un caos. Hay tumultos por todos lados, saqueos, multitudes presas del pánico...
—¿Qué pasa en el Refugio? —preguntó ansiosamente Sheerin.
—Están seguros. Han sellado los accesos de acuerdo con el plan, y permanecerán ocultos hasta que despunte de nuevo el día, como mínimo. Estarán bien. Pero la ciudad, Sheerin: no tiene ni idea... —Tenía dificultad en hablar.
—Señor —dijo Theremon—, si tan sólo pudiera creerme cuando le digo lo profundamente que lamento...
—No hay tiempo para eso ahora —restalló Sheerin, impaciente. Apoyó una mano en el brazo de Athor—. ¿Y usted? ¿Se encuentra bien, doctor Athor?
—¿Importa eso? —Athor se inclinó hacia la ventana, como si intentara ver los tumultos desde allí. Dijo con voz apagada—: En el momento en que empezó el eclipse, todo el mundo ahí fuera se dio cuenta de que todo lo demás iba a ocurrir tal como nosotros habíamos predicho..., nosotros y los Apóstoles. Y se asentó la histeria. Los fuegos empezarán pronto. Y supongo que las turbas de Folimun estarán ahí también de un momento a otro. ¿Qué vamos a hacer, Sheerin? ¡Deme alguna sugerencia!
Sheerin inclinó la cabeza y se contempló abstraído las puntas de los pies. Durante un momento tamborileó con un nudillo contra su barbilla. Luego alzó la vista y dijo crispadamente:
—¿Hacer? ¿Qué es lo que hay que hacer? Cerrar las puertas, esperar lo mejor.
—¿Y si les decimos que mataremos a Folimun si intentan entrar por la fuerza?
—¿Lo haría realmente? —preguntó Sheerin.
Los ojos de Athor destellaron sorprendidos.
—Bueno..., supongo...
—No —dijo Sheerin—. No lo haría.
—Pero si le amenazáramos con...
—No. No. Son fanáticos, Athor. Ya saben que lo retenemos como rehén. Probablemente esperan que lo matemos en el momento en que entren violentamente en el observatorio, y eso no les preocupa en absoluto. Y usted sabe que no lo haría de todos modos.
—Por supuesto que no.
—Así pues: ¿cuánto tiempo falta para que el eclipse sea total?
—Menos de una hora.
—Tendremos que correr el riesgo. Les tomará tiempo a los Apóstoles reunir a sus turbas..., no van a ser un puñado de Apóstoles, apuesto a que no, será una enorme masa de gente normal de la ciudad agitada hasta el pánico por unos cuantos Apóstoles que les prometerán la entrada inmediata en la gracia, les prometerán la salvación, se lo prometerán todo..., y necesitarán más tiempo aún para traerlos hasta aquí. El Monte del Observatorio se halla a unos buenos ocho kilómetros de la ciudad...
Sheerin miró por la ventana. Theremon, a su lado, miró también, y su vista resbaló colina abajo. Allá al fondo, las cuadrículas de las granjas dejaban paso a grupos de casas blancas en los suburbios. La metrópolis más allá era una mancha imprecisa en la distancia..., una bruma en el desvaneciente brillo de Dovim. Una pesadillesca luz sobrenatural bañaba el paisaje.
Sin volverse, Sheerin dijo:
—Sí, les tomará tiempo llegar hasta aquí. Hay que mantener las puertas cerradas, seguir trabajando, rezar para que el eclipse total llegue antes. Una vez empiecen a brillar las Estrellas, creo que ni siquiera los Apóstoles podrán mantener a la turba centrada en el trabajo de abrirse paso hasta aquí.
Dovim estaba cortado ya por la mitad. La línea divisoria creaba una ligera concavidad en el centro de la aún brillante porción del sol rojo. Era como un gigantesco párpado cerrándose inexorablemente sobre la luz de un mundo.
Theremon permanecía inmóvil, mirando. Los débiles sonidos de la habitación a sus espaldas se desvanecieron en el olvido, y sólo captó el denso silencio de los campos de allá fuera. Los propios insectos parecían temerosamente mudos. Y las cosas eran cada vez más y más oscuras. Aquel extraño tono sangriento lo teñía todo.
—No mire durante tanto rato seguido —murmuró Sheerin en su oído.
—¿Al sol, quiere decir?
—A la ciudad. Al cielo. No me preocupa que pueda hacerse daño en los ojos. Es su mente, Theremon.
—Mi mente está bien.
—Deseará que siga así. ¿Cómo se siente?
—Bueno... —Theremon entrecerró los ojos. Su garganta estaba un poco seca. Pasó el dedo a lo largo de la parte interior del cuello de su camisa. Le apretaba demasiado. Demasiado. Parecía como si una mano se cerrara sobre su garganta. Giró el cuello hacia uno y otro lado pero no halló ningún alivio.
—Algún problema al respirar, quizá.
—La dificultad en respirar es uno de los primeros síntomas de un ataque de claustrofobia —dijo Sheerin. Cuando sienta que su pecho se constriñe, será mejor que se aparte de la ventana.
—Quiero ver lo que ocurre.
—Está bien. Está bien. Lo que usted diga.
Theremon abrió mucho los ojos e inspiró profundamente dos o tres veces.
—No cree que pueda resistirlo, ¿verdad?
—No sé nada acerca de nada, Theremon —dijo con voz cansada Sheerin—. Las cosas cambian de un momento a otro, ¿no? Oh. Aquí está Beenay.
El astrónomo se había interpuesto entre la luz y la pareja en el rincón. Sheerin le miró intranquilo, con los ojos entrecerrados.
—Hola, Beenay.
—¿Os importa si me uno a vosotros? —preguntó—. Ya he terminado mis cálculos, y no puedo hacer nada hasta el eclipse total. —Beenay hizo una pausa y miró al Apóstol, que estaba hojeando intensamente un pequeño libro encuadernado en piel que había extraído de la manga de su hábito—. Eh, ¿no íbamos a echarlo de aquí?
—Decidimos que no —respondió Theremon—. ¿Sabes dónde está Siferra, Beenay? La vi hace un momento, pero no parece estar aquí ahora.
—Está arriba, en la cúpula. Deseaba echar un vistazo a través del telescopio grande. No es que haya mucho que ver que no podamos contemplar a simple vista.
—¿Qué hay de Kalgash Dos? —preguntó Theremon.
—¿Qué hay que ver? Oscuridad en Oscuridad. Podemos ver los efectos de su presencia a medida que se mueve delante de Dovim. El propio Kalgash Dos, sin embargo..., es sólo un pedazo de noche contra el cielo nocturno.
—Noche —murmuró Sheerin—. Qué extraña palabra.
—Ya no —dijo Theremon—. ¿Así que en realidad el satélite errante en sí no puede verse, ni siquiera con el telescopio grande?
Beenay pareció avergonzado.
—En realidad nuestros telescopios no son muy buenos, ¿sabes? Son estupendos para observaciones solares, pero, si hay un poco de oscuridad, entonces... —Agitó la cabeza. Echó hacia atrás los hombros y pareció luchar por introducir aire en sus pulmones—. Pero Kalgash Dos es real, eso ha quedado demostrado. La extraña zona de Oscuridad que está cruzando entre nosotros y Dovim..., eso es Kalgash Dos.
—¿Tienes problemas para respirar, Beenay? —preguntó Sheerin.
—Un poco, sí. —Resopló ligeramente—. Un resfriado, supongo.
—Más bien un conato de claustrofobia.
—¿Tú crees?
—Estoy casi seguro. ¿Te sientes extraño de alguna otra manera?
—Bueno —dijo Beenay—, tengo la impresión de que les pasa algo a mis ojos. Las cosas parecen volverse confusas en algunos momentos y... La verdad es que nada es tan claro como debería. Y tengo frío también.
—Oh, eso no es ninguna ilusión. Hace frío, sí —dijo Theremon con una mueca—. Noto los dedos de los pies como si hubiera hecho un viaje de extremo a extremo del país metido en una nevera.
—Lo que necesitamos en estos momentos —dijo Sheerin con voz intensa— es alejar nuestras mentes de los efectos que estamos experimentando. Mantenerlas ocupadas, eso es lo importante. Le estaba diciendo hace un momento, Theremon, por qué los experimentos de Faro con los agujeros en el techo no dieron ningún resultado.
—Tan sólo empezó a decirlo —respondió Theremon, siguiéndole la corriente. Se acurrucó en su silla, rodeó una rodilla con ambos brazos y apoyó la barbilla contra ella. Lo que tendría que hacer, pensó, es disculparme y subir la escalera en busca de Siferra, ahora que el tiempo antes del eclipse total se está agotando. Pero se sentía curiosamente pasivo, incapaz de moverse. ¿O, pensó, tan sólo tengo miedo de enfrentarme a ella?
Sheerin dijo:
—Lo que iba a explicar era que ellos se equivocaron al tomar el Libro de las Revelaciones de una forma literal. Probablemente no tenía ningún sentido el darle un significado físico al concepto de Estrellas. ¿Sabe?, es posible que, en presencia de una Oscuridad total y sostenida, la mente halle absolutamente necesario crear luz. Esta ilusión de luz puede ser todo lo que sean en realidad las Estrellas.
—En otras palabras —dijo Theremon, y se dio cuenta de que se sentía interesado—, ¿quiere decir que las Estrellas son el resultado de la locura y no una de las causas? Entonces, ¿para qué servirán las fotografías que los astrónomos van a tomar?
—Para probar que las Estrellas son una ilusión, quizás. O para demostrar lo contrario, por todo lo que sé. Luego, además...
Beenay había acercado su silla, y había una expresión de repentino entusiasmo en su rostro.
—Ahora que tocamos el tema de las Estrellas... —empezó—. He estado pensando yo también en ellas, y realmente interesante. Por supuesto, es sólo una especulación loca, y no intento proseguirla de una manera seria hasta su final. Pero creo que vale la pena pensar en ella. ¿Queréis oírla?
—¿Por qué no? —dijo Sheerin, y se reclinó en su asiento. Beenay pareció reluctante. Sonrió con timidez y dijo:
—Muy bien. Supongamos que hay otros soles en el universo.
Theremon reprimió una carcajada.
—Dijiste que era una especulación loca, pero no esperaba...
—No, no es tan loca como eso. No quiero decir otros soles aquí al lado, a mano, que de alguna forma misteriosa no somos capaces de ver. Hablo de soles que se hallen tan lejanos que su luz no sea lo bastante fuerte como para que podamos distinguirlos. Si estuvieran cerca, serían tan brillantes como Onos quizá, o como Tano y Sitha. Pero si están muy lejos, la luz que nos llega de ellos no es más que un pequeño punto, y queda ahogado por el constante resplandor de nuestros seis soles.
—Pero, ¿qué hay de la Ley de la Gravitación Universal? —señaló Sheerin—. ¿No la estás olvidando? Si esos otros soles están ahí, ¿no alterarían también la órbita de nuestro mundo de la misma forma que lo hace Kalgash Dos, y por qué, entonces, no lo hemos observado?
—Un buen punto —dijo Beenay—. Pero esos soles, déjame decir, se hallan realmente muy lejos..., quizá tanto como a cuatro años luz de distancia, o incluso más.
—¿Cuántos años es un año luz? —preguntó Theremon.
—No cuántos. Cuán lejos. Un año luz es una medida de distancia..., la distancia que la luz recorre en un año. Lo cual es un número inmenso de kilómetros, porque la luz viaja muy rápido. La hemos medido, y el resultado es algo así como 300.000 kilómetros por hora, y mis sospechas son que ésta no es en realidad una cifra exacta, que si dispusiéramos de mejores instrumentos descubriríamos que la velocidad de la luz es incluso un poco más rápida que eso. Pero aún imaginándola a 300.000 kilómetros por hora, podemos calcular que Onos está a unos diez minutos luz de aquí, y Tano y Sitha unas once veces más lejos que eso, y así sucesivamente. De modo que un sol que se halle a unos cuantos años luz de distancia, bueno, eso seria realmente lejos. Nunca seríamos capaces de detectar ninguna perturbación que pudieran causar en la órbita de Kalgash, porque serían tan pequeñas. Bien: digamos que hay un puñado de soles ahí fuera, por todas partes en el cielo a nuestro alrededor, a una distancia entre cuatro a ocho años luz de nosotros..., digamos una docena o dos de ellos, quizá.
Theremon silbó suavemente.
¡Qué idea para un artículo para el suplemento de fin de semana! ¡Dos docenas de soles en un universo de ocho años luz de diámetro! ¡Dioses! ¡Eso encogería nuestro universo a la insignificancia! Hay que imaginarlo..., ¡Kalgash y sus soles convertidos en tan sólo un pequeño suburbio trivial del auténtico universo, y aquí estamos nosotros pensando que somos la totalidad, sólo nosotros y nuestros seis soles, completamente únicos en el cosmos!
—Es sólo una idea loca —dijo Beenay con una sonrisa—, pero espero que veas a dónde quiero ir a parar. Durante el eclipse, esa docena de soles se harán bruscamente visibles, porque durante un corto tiempo no habrá ninguna auténtica luz solar que ahogue su brillo. Puesto que se hallan tan lejos, aparecerán muy pequeños, como meras canicas. Pero ahí los tendremos: las Estrellas. Los repentinos puntos emergentes de luz que los Apóstoles nos han estado prometiendo.
—Los Apóstoles hablan de un "número incontable" de Estrellas —observó Sheerin—. Eso no me parecen una o dos docenas. Más bien unos cuantos millones, ¿no crees?
—Una exageración poética —dijo Beenay—. No hay espacio suficiente en el universo para un millón de soles..., ni aunque estuvieran apelotonados el uno contra el otro de modo que se tocaran.
—Además —ofreció Theremon—, una vez tenemos una o dos docenas, ¿podemos realmente hacer distinción en el número? Apuesto a que dos docenas de Estrellas pueden parecer un "número incontable"..., sobre todo si resulta que nos hallamos en medio de un eclipse y todo el mundo está ya loco a causa de contemplar la Oscuridad. Hay tribus en las tierras interiores que sólo tienen tres números en su lenguaje: "uno", "dos", "muchos". Nosotros somos un poco más sofisticados que eso, supongo. Así que para nosotros una o dos docenas son algo comprensible, y luego, simplemente, nos parecen "incontables". —Se estremeció de excitación—. ¡Una docena de soles, de pronto! ¡Resulta difícil imaginarlo!
—Hay más —dijo Beenay—. Otra idea extravagante. ¿Habéis pensado en el sencillo problema que sería la gravitación si tan sólo dispusiéramos de un sistema lo suficientemente simple? Supongamos que tenemos un universo en el que sólo hay un planeta y un único sol. El planeta viajaría en una elipse perfecta, y la naturaleza exacta de la fuerza gravitatoria sería tan evidente que podría ser aceptada como un axioma. En un mundo así, los astrónomos habían establecido la gravedad probablemente antes incluso de inventar el telescopio. Las observaciones a simple vista hubieran sido suficientes para deducirlo todo.