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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (59 page)

—De acuerdo.

—Gracias, padre —agradeció Quintus con una sonrisa.

Fabricius fingió que todo iría bien, pero le invadió el miedo. «Es como pasar junto a una manada de leones hambrientos y esperar que ninguno nos vea», pensó. Pero ya no había vuelta atrás.

Fabricius había dado su palabra y lideraría la misión.

21

El plan de Aníbal

Una mañana poco después de que los cartagineses hubieran obligado a los romanos a replegarse al otro lado del Trebia, Malchus fue llamado a la tienda de Aníbal. Aunque era algo que sucedía con frecuencia, siempre se ponía nervioso cuando el general solicitaba su presencia. Después de tantos años esperando vengarse de Roma, Malchus seguía emocionándose ante el hombre que por fin había iniciado la guerra.

Encontró a Aníbal pensativo. El general apenas alzó la vista cuando llegó a su tienda. Como siempre, estaba inclinado sobre la mesa de campaña estudiando un mapa de la zona. Su jefe de caballería, Maharbal, estaba junto a él hablando en voz baja. El comandante, un hombre de sonrisa fácil y cabello largo, negro y rizado, era popular entre los oficiales y los soldados por igual.

Malchus se detuvo a varios pasos de la mesa y se puso firme.

—A sus órdenes, señor.

Aníbal se incorporó.

—Malchus, bienvenido.

—¿Habéis solicitado mi presencia, señor?

—Sí. —Todavía pensativo, Aníbal se frotó los labios con el dedo—. Tengo una pregunta para ti.

—Decidme, señor.

—Maharbal y yo hemos ideado un plan. Una emboscada, para ser exactos.

—Suena interesante, señor —dijo Malchus con avidez.

—Albergamos la esperanza de que los romanos envíen una patrulla al otro lado del río —continuó Aníbal—. Maharbal organizará a la caballería que caerá sobre el enemigo, pero también quiero algunos soldados de infantería para que esperen junto al vado del río y eviten que se escapen los rezagados.

Malchus desplegó una amplia sonrisa.

—Será un honor para mí participar, señor.

—No había pensado en ti —reconoció Aníbal, pero al ver la decepción en el rostro de Malchus, añadió: no quiero perder a uno de mis oficiales más experimentados en una escaramuza. Estaba pensando en tus hijos, Bostar y Safo.

Malchus se tragó su decepción.

—Ambos están capacitados para el trabajo, señor, y estoy seguro de que estarán encantados de ser elegidos.

—Me lo imaginaba. —Aníbal hizo una breve pausa—. Mi pregunta era la siguiente: ¿qué me dices de tu otro hijo?

Malchus parpadeó sorprendido.

—¿Hanno?

—¿Está preparado ya para entrar en batalla?

—Le puse a entrenar nada más regresar, señor. Al no haber estado en Cartago, fue todo un poco improvisado, pero respondió bien. —Malchus titubeó—. Yo diría que está preparado para actuar de oficial.

—Bien, bien. ¿Podría dirigir una falange?

Malchus lo miró boquiabierto.

—¿Estáis bromeando, señor?

—No acostumbro a bromear, Malchus. El paso por las montañas ha dejado a muchas unidades sin oficiales al mando.

—Claro, señor —dijo Malchus pensativo—. Antes de perderse en el mar, hubiera albergado grandes reservas acerca de Hanno.

—¿Por qué? —preguntó Aníbal sin quitarle ojo.

—Era un poco gandul, señor. Solo le interesaban la pesca y las mujeres.

—Tampoco es un crimen, ¿no? —Aníbal soltó una risita—. ¿No era demasiado joven para servir en el ejército por aquel entonces?

—Así es, señor —admitió Malchus—. Y para ser justos, era excelente en las clases de táctica militar y también era habilidoso cazando.

—Buenas cualidades. Entonces, ¿ha cambiado tu opinión desde su regreso?

—Sí, señor —respondió Malchus confiado—. Ha cambiado. Muchos jóvenes habrían sucumbido ante todo lo que le ha tocado vivir durante esta época, pero Hanno no. Ahora es un hombre.

—¿Estás seguro?

Malchus miró a su general fijamente a los ojos.

—Sí, señor.

—Muy bien. Quiero que tú y tus tres hijos volváis aquí dentro de una hora. Eso es todo.

Aníbal se volvió hacia Maharbal.

—Gracias, señor.

Malchus saludó al general con una gran sonrisa dibujada en el rostro y se retiró.

Hanno miró confuso a su padre cuando le explicó la noticia.

—¿Qué puede necesitar Aníbal de un joven oficial como yo?

—No lo sé —respondió Malchus en tono neutral.

A Hanno se le hizo un nudo en el estómago.

—¿Safo y Bostar también estarán presentes?

—Sí.

La respuesta no le tranquilizó. ¿Acaso había hecho algo mal?

—Debo irme —dijo Malchus—. Asegúrate de estar allí dentro de media hora.

—Sí, padre.

Emocionado, Hanno se puso a pulir su coraza y casco nuevos y no paró hasta que le dolieron los brazos. A continuación, abrillantó con grasa las sandalias de cuero. En cuanto acabó, corrió a la tienda de su padre donde había un gran espejo de bronce. Para su gran alivio, Malchus estaba ausente. Hanno hizo una mueca ante su reflejo. «Más no puedo hacer», murmuró.

Mientras caminaba hacia el cuartel general de Aníbal, Hanno agradeció que ninguno de los soldados que iban corriendo de un lado para otro se fijara en él, pero cuando llegó a los
scutarii
que montaban guardia ante el gran pabellón, se convirtió en el centro de atención.

—¡Diga su nombre, rango y misión! —bramó el oficial a cargo de los centinelas.

—Hanno, oficial de una falange libia, señor. He venido a ver al general. —Hanno parpadeó pensando que ahora le despacharía sin más.

En lugar de ello, el oficial asintió.

—Le están esperando. Sígame.

Al cabo de momento Hanno se hallaba en una amplia estancia con pocos muebles: aparte de una mesa y unas pocas sillas con respaldo de piel, solo contenía un bastidor para las armas. Aníbal estaba rodeado por algunos de sus comandantes, entre ellos el padre y los hermanos de Hanno.

—¡Señor! ¡Ha llegado Hanno, oficial de los lanceros libios! —anunció el guardia.

Hanno sintió que se le sonrojaban hasta las orejas.

Aníbal se volvió hacia él y le sonrió.

—Bienvenido.

—Gracias, señor.

—Me imagino que habréis oído la historia del hijo pródigo de Malchus, ¿no? —preguntó Aníbal—. Pues bien, aquí está.

Hanno sintió una enorme vergüenza al ser escudriñado por los veteranos oficiales. Bostar se reía e incluso su padre esbozaba una leve sonrisa. Safo, por el contrario, parecía haberse tragado una avispa. Hanno se enfadó. «¿Por qué es así?», se preguntó.

Aníbal miró a cada uno de los hermanos.

—Seguramente os preguntaréis por qué os he convocado aquí esta mañana.

—Sí, señor —respondieron.

—Os lo explicaré dentro de un momento. —Aníbal miró a Hanno—. Supongo que sabrás que sufrimos muchas bajas al cruzar los Alpes.

—Claro, señor.

—Desde entonces nos faltan soldados y también oficiales.

—Sí, señor —contestó Hanno. «¿Adónde querrá ir a parar?», se preguntó Hanno para sus adentros.

El general sonrió ante su confusión.

—He decidido ponerte al mando de una falange —declaró Aníbal.

—¿Señor? —apenas consiguió decir Hanno.

—Ya me has oído —respondió Aníbal—. Es un gran salto, lo sé, pero tu padre me ha asegurado que has regresado hecho un hombre.

—Yo… —Hanno miró de soslayo a Malchus antes de volver a posar la vista en Aníbal—. Gracias, señor.

—Como ya sabes, una falange debería constar de unos cuatrocientos hombres, pero la tuya apenas tiene doscientos. Es una de las unidades más débiles, pero son soldados veteranos y deberían servirte bien. Considerando todo lo que has pasado, tengo grandes esperanzas puestas en ti.

—Gracias, señor —respondió Hanno, muy consciente de la responsabilidad que le acababan de conceder—. Me siento muy honrado.

Bostar le guiñó el ojo, pero a Hanno le irritó comprobar que Safo tenía los labios fruncidos.

—¡Bien! —declaró Aníbal—. Ahora hablemos del motivo por el cual os he llamado a todos aquí hoy. Como ya sabréis, desde que obligamos a los romanos a replegarse al otro lado del Trebia, no hemos vuelto a entrar en acción, ni tampoco cabe prever que lo hagamos en un futuro próximo. Son conscientes de que nuestra caballería es muy superior a la suya, al igual que nuestra infantería, pero a nosotros no nos vale la pena atacar su campamento porque su terreno irregular no nos permitiría sacarle el máximo provecho a nuestros jinetes. Los romanos lo saben, por lo que esos malditos cabrones se conforman con bloquear la carretera al sur y esperar a que lleguen refuerzos. Quizá tengamos que esperar hasta entonces, pero no me agrada la idea de quedarme de brazos cruzados. —Acto seguido, Aníbal dio media vuelta—: ¿Maharbal?

—Gracias, señor —dijo el comandante de caballería—. A fin de animar a nuestro enemigo a enviar a algunos de sus hombres al otro lado del río, hemos tratado de dar la impresión de que nuestros jinetes se han vuelto bastante laxos. ¿Queréis saber cómo? —preguntó.

—Sí, señor —respondieron los tres hermanos con curiosidad.

—Nunca hacemos acto de presencia en nuestro lado del río hasta última hora de la mañana y siempre nos vamos antes de caer la tarde. ¿Lo entendéis?

—¿Quiere que se atrevan a hacer una incursión al amanecer, señor? —preguntó Bostar.

—Exactamente —sonrió Maharbal.

Hanno se estaba emocionando por momentos, pero no se atrevió a plantear la pregunta.

Safo lo hizo por él.

—¿Y entonces qué, señor?

Aníbal volvió a tomar la palabra.

—Maharbal tiene apostados en el bosque a quinientos númidas de forma permanente. Se encuentran a un kilómetro y medio del principal vado del río. Si los romanos muerden el anzuelo y envían a una patrulla, tendrán que pasar junto a ellos. Aunque es difícil que esos perros se zafen del ataque de los númidas, quizás alguno se escape. Y es ahí donde entráis en acción vosotros y vuestros libios.

Hanno miró a Bostar y Safo, que sonreían complacidos.

—Quiero que una fuerza de infantería permanezca oculta cerca del vado. Si los romanos cruzan el río, no deben detenerles, pero si intentan regresar… —Aníbal apretó el puño—, quiero que los aniquiléis. ¿Está claro?

Hanno miró a sus hermanos, que asentían con vehemencia.

—¡Sí, señor! —gritaron al unísono.

—Excelente —declaró Aníbal. Endureció la expresión—. No me falléis.

Al día siguiente, al caer la noche, Hanno y sus hermanos salieron del campamento con sus unidades. Además de llevar sus tiendas y esterillas, tenían provisiones suficientes para tres días con sus correspondientes noches. A Hanno le complació ver que el jefe de los númidas que les conducirían hasta su posición era Zamar, el oficial que le encontró cerca del Padus. Las falanges siguieron silenciosas a los jinetes en dirección al este a través de caminos de caza en desuso. De pronto llegó hasta sus oídos el sonido del río y Zamar les condujo hasta una hondonada oculta situada a unos doscientos pasos del vado principal del río Trebia. Era un escondrijo perfecto: lo bastante espacioso para contener a toda la infantería y próximo al vado.

—Dejaré a seis jinetes como mensajeros. Enviadlos en cuanto veáis algo —murmuró Zamar antes de marcharse—. Y recordad que, cuando lleguen los romanos, no debe quedar ninguno con vida.

—Déjalo en nuestras manos —gruñó Safo.

Bostar no dijo nada, pero Hanno vio su expresión de desagrado. Cuando Zamar estuvo fuera de la vista, Hanno confrontó a sus hermanos.

—¿Se puede saber lo que os pasa? —preguntó.

—¿A qué te refieres? —inquirió Safo a la defensiva.

—Os pasáis el día entero discutiendo como si fuerais dos gatos metidos en un saco. ¿Por qué?

Bostar y Safo se miraron con el ceño fruncido.

Hanno esperó a que hablaran, pero el silencio se prolongó.

—Realmente no es asunto tuyo —dijo Bostar al final.

Hanno se sonrojó y miró a Safo, pero su hermano mayor mantenía una expresión impertérrita en el rostro.

Hanno se rindió.

—Voy a ver cómo están mis hombres —murmuró. Se fue.

Esperaron en vano toda la noche. Al amanecer, los cartagineses tenían el frío metido en los huesos y se sentían desanimados. Para evitar ser detectados, no habían encendido ninguna hoguera. A pesar de que no había llovido, la humedad invernal era implacable. Siguiendo órdenes estrictas, los soldados permanecieron en la hondonada durante el día, con la única excepción de un puñado de centinelas que, con el rostro ennegrecido, se ocultaron entre los árboles que flanqueaban la orilla del río. El resto no pudo moverse del sitio, ni para hacer sus necesidades. Algunos todavía tenían energía suficiente para jugar a los dados o a la taba, pero la mayoría se quedó en sus tiendas dando buena cuenta de sus fríos víveres o recuperando el sueño perdido. Todavía molesto por la mezquindad de sus hermanos, Hanno dedicó su tiempo a conversar con sus lanceros y a intentar conocerles mejor. Era consciente por sus respuestas calladas de que sus esfuerzos de poco le servirían hasta que les condujera al combate, pero al menos era mejor que cruzarse de brazos y no hacer nada.

El día pasó lentamente sin novedad alguna.

Por fin cayó la noche y Hanno se ocupó de los centinelas apostados a lo largo de varios metros a ambos lados del vado. Pasó el tiempo caminando por la orilla tratando de vislumbrar algún movimiento enemigo. Había pocas nubes y las numerosas estrellas del cielo proporcionaban luz suficiente para ver relativamente bien, pero pasaron las horas sin que detectara ni el más mínimo movimiento en el otro lado. Cuando estaba a punto de romper el alba, Hanno se sentía aburrido y enfadado. «¿Dónde están estos cabrones?», murmuró para sí.

—Seguramente estén en la cama.

Hanno dio un salto, pero al girarse reconoció en la tenue luz las facciones de Bostar.

—¡Por Tanit! ¡Me has asustado! ¿Qué haces aquí?

—No podía dormir.

—Aun así tendrías que haberte quedado bajo las mantas.
¡Seguro que estarías más caliente que aquí fuera! —comentó Hanno.

Bostar se acuclilló junto a Hanno y suspiró.

—Lo cierto es que quería disculparme por lo que sucedió ayer con Safo. Nuestras rencillas no deberían afectar a nuestra relación contigo.

—No pasa nada. Yo no debería haber metido las narices donde no me llamaban.

Un silencio un poco menos incómodo siguió a sus palabras.

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