Read Aníbal. Enemigo de Roma Online

Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (58 page)

—¡Estás vivo!

—Hete aquí —declaró Fabricius señalando la mesa que tenía delante de él servida para el desayuno—. ¿Quieres un poco de pan?

Quintus desplegó una amplia sonrisa. Su padre fingía despreocupación, pero había vislumbrado un destello de alivio en sus ojos al entrar.

—Sí, estoy famélico. Ha sido una noche larga —respondió.

—Desde luego —reconoció Fabricius—. Y más de cien buenos soldados han muerto a manos de esos cabrones cenómanos.

—¿Estás seguro de que han sido ellos?

—¿Quién si no? Las puertas no se han forzado y los centinelas de las murallas no vieron a nadie.

De pronto Quintus lo entendió todo.

—¡Por eso estaban tan hoscos ayer!

Su padre le miró confundido y Quintus se lo explicó todo.

—Eso lo aclara todo. Se habrán unido al campamento de los cartagineses y ofrecerán sus «trofeos» a Aníbal como prueba de que nos odian —concluyó Fabricius.

Quintus trató de no pensar en el cuerpo decapitado de Licinius que había encontrado en su tienda destruida.

—¿Qué tiene previsto hacer Publio?

—Adivínalo —dijo Fabricius haciendo una mueca.

—¿Vamos a replegarnos de nuevo?

Su padre asintió.

—¿Por qué? —exclamó Quintus.

—Publio cree que este lado del Trebia es demasiado peligroso y, en vista de lo sucedido anoche, es difícil no darle la razón —arguyó Fabricius percatándose de la mirada ansiosa de Quintus—. Y no solo es eso. Las tierras altas de la otra orilla son extremadamente irregulares, lo que impedirá los ataques de la caballería cartaginesa. Además, de este modo bloqueamos las vías que conducen al sur a través de Liguria hasta las tierras de los boyos.

Quintus dejó de protestar. Al menos estas razones tenían sentido.

—¿Cuándo?

—Esta tarde, cuando anochezca.

Quintus suspiró. Su retirada parecería cobarde, pero realmente era prudente.

—¿Y después? ¿Nos quedaremos quietos sin hacer nada conteniendo a los cartagineses? —adivinó.

—Exactamente. Sempronio Longo se dirige hacia aquí a toda velocidad. Sus fuerzas llegarán este mes —dijo Fabricius. Adoptó una expresión feroz—. Las fuerzas de Aníbal no podrán resistirse a dos ejércitos consulares.

Por segunda vez desde el ataque de los cenómanos, Quintus tuvo un motivo para sonreír.

—Hete aquí. Tu madre está preocupada, pensó que podrías estar aquí.

Aurelia se giró al oír a Elira, que se encontraba en la puerta del establo. De repente, Aurelia se sintió como una niña pequeña.

—¿Gaius sigue aquí?

—No, ya se ha ido. Al parecer, su unidad será movilizada pronto. Ha dicho que te llevaría en sus pensamientos y plegarias.

Aurelia se sintió peor todavía.

La iliria se le acercó.

—Ya me he enterado de la noticia —dijo dulcemente—. Todo el mundo lo ha oído y lo siente por ti.

—Gracias —dijo Aurelia con una mirada de gratitud.

—¿Quién sabe? Tu padre podría estar vivo…

—No digas eso —soltó Aurelia.

—Lo siento —se disculpó Elira rápidamente.

Aurelia esbozó una sonrisa forzada.

—Al menos Quintus sigue vivo.

—Y Hanno.

Aurelia intentó hacer caso omiso de los celos que sintió al oír las palabras de Elira, pero la mención de Hanno le hizo pensar irremediablemente en Suniaton. Hacía cuatro días que no le llevaba comida. Seguramente se estaba quedando sin provisiones. Aurelia tomó la decisión al instante. Ver a Suniaton la animaría. Miró fijamente a Elira.

—Hanno te gustaba, ¿verdad?

Dos hoyuelos se formaron en las mejillas de la iliria.

—Sí —murmuró.

—¿Volverías a ayudarle?

—Claro —respondió Elira con expresión confusa—. Pero se ha ido, con Quintus.

Aurelia sonrió.

—Ve a la cocina y llena una bolsa de comida: pan, queso y carne. Si Julius te pregunta, dile que vamos a salir al monte y que son provisiones para nosotras. Trae también una cesta.

—¿Y qué le digo a la señora si me pregunta dónde estás?

—Dile que nos vamos al bosque a buscar setas y frutos secos.

Elira no entendía nada.

—¿Y cómo va a ayudar eso a Hanno?

—Ya lo verás. —Aurelia dio una palmada—. ¡Vamos! ¡Ponte en marcha! Nos reuniremos en el sendero que conduce a las colinas.

Curiosa, Elira se marchó rápidamente.

Aurelia no tuvo que esperar mucho a Elira, que se acercó presurosa a través de los árboles. En una mano llevaba un pequeño paquete envuelto en piel y, en la otra, una capa del mismo color que la suya.

—¿Te ha preguntado alguien algo? —inquirió Aurelia nerviosa.

—Julius, pero se ha limitado a sonreír y me ha dicho que tuviéramos cuidado cuando le he explicado adónde íbamos.

—¡Es como una vieja! ¡Se preocupa por todo! —declaró Aurelia. Entonces bajó la vista y se dio cuenta de que había salido sin su puñal ni su honda. «No importa», se dijo, «no tardaremos mucho»—. Vamos —ordenó enérgica.

—¿Adónde vamos? —preguntó Elira.

—Allá arriba —respondió Aurelia señalando vagamente las colinas que rodeaban la finca, pero de pronto pensó que ya no era necesario andarse con más subterfugios.

—¿Sabías que Hanno tenía un amigo que fue capturado con él?

Elira asintió.

—Suniaton fue vendido para luchar de gladiador en Capua.

—¡Oh! —Elira no se atrevió a decir más, pero su tono apagado hablaba por sí solo.

—Quintus y Gaius le ayudaron a escapar.

—¿Por qué? —preguntó visiblemente escandalizada.

—Porque Hanno era amigo de Quintus.

—Ya veo —dijo con el ceño fruncido—. ¿Y Suniaton tiene algo que ver con el lugar al que nos dirigimos ahora?

—Sí. Estaba herido cuando lo rescataron, así que no podía viajar. De todos modos, ahora está mucho mejor, demos gracias a los dioses.

—¿Dónde está? —preguntó Elira intrigada.

—En la cabaña del pastor donde Quintus y Hanno lucharon contra los bandidos.

—¡Eres una caja de sorpresas! —soltó Elira riendo.

Aurelia se sintió un poco menos triste y sonrió.

Fueron charlando animadamente hasta los lindes de las tierras de Fabricius. Los campos a ambos lados estaban vacíos, esperando a ser cultivados en la primavera. Su única compañía eran las grajillas que revoloteaban en bandadas sobre sus cabezas lanzando los característicos graznidos agudos. Pronto se adentraron en el bosque y dejaron de oír el canto de los pájaros, y los árboles estaban tan juntos que a Aurelia le causaban una sensación de claustrofobia que no le gustaba nada.

Cuando de repente Agesandros apareció en el sendero, ella y Elira soltaron un grito.

—No pretendía asustaros —se disculpó.

Aurelia intentó calmarse, pero el corazón le latía con fuerza.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

Agesandros mostró el arco que tenía en las manos, donde ya tenía una flecha preparada.

—Cazando ciervos. ¿Y vosotras?

—Hemos venido a buscar setas y frutos secos —respondió Aurelia con la boca seca.

—Ya veo —dijo—. Yo de vosotras no me alejaría demasiado de la finca.

—¿Por qué no? —dijo Aurelia fingiendo un tono confiado.

—Nunca se sabe quién puede estar rondando por aquí. Bandidos, un oso o un esclavo que se ha dado a la fuga.

—No creo que eso sea muy probable —comentó Aurelia descarada.

—Quizá no, pero vas desarmada. Os puedo acompañar si queréis —se ofreció el siciliano.

—¡No! —Aurelia se arrepintió de su vehemencia al instante—. Gracias, pero estamos bien.

—Si estás segura… —El esclavo dio un paso atrás.

—Lo estoy. —Aurelia le hizo un gesto con la cabeza a Elira y continuaron caminando.

—¿No es un poco tarde para las setas?

Aurelia vaciló.

—Todavía quedan unas cuantas si sabes buscarlas —acertó a responder.

—Seguro que sí —convino Agesandros.

Aurelia sintió que se le ponía la piel de gallina.

—¿Crees que sabe algo? —susurró Elira.

—¿Cómo iba a saber algo? —Aurelia respondió.

Pero tenía la sensación de que sí.

Pasaron varios días y pronto quedó claro que no habría ninguna batalla. Tal y como decía Fabricius, ninguno de los comandantes deseaba luchar en un momento o un lugar que no fueran de su elección. La negativa de Publio a abandonar las tierras altas y la poca disposición de Aníbal a atacar los condujo a un punto muerto. Mientras los cartagineses campaban a sus anchas en las llanuras al oeste del Trebia, los romanos no se alejaban del campamento. La caballería de Aníbal superaba con creces a la romana y salir de patrulla era tan arriesgado que los romanos apenas enviaban ninguna. A Quintus le costaba aceptar este estado de inactividad forzada. Todavía tenía pesadillas sobre lo sucedido a Licinius y esperaba poder purgar esas imágenes perturbadoras en el campo de batalla.

—Me estoy volviendo loco —confesó a su padre una noche—. ¿Cuánto más tenemos que esperar?

—No haremos nada hasta que llegue Longo —repitió Fabricius con paciencia—. Si bajáramos a las llanuras hoy para presentar batalla, esos perros nos descuartizarían. El ejército de Aníbal nos supera en efectivos, no solo en caballería. Lo sabes perfectamente.

—Supongo que sí —concedió Quintus reticente.

Fabricius se recostó en su silla satisfecho de su explicación mientras Quintus tenía la mirada perdida en las profundidades del brasero.

«¿Qué debe de estar haciendo Hanno en estos momentos?», se preguntó. Le parecía imposible que ahora fueran enemigos. También pensó en Aurelia y en cuándo le llegaría la carta que le acababa de escribir. Si la diosa Fortuna les sonreía, recibiría una respuesta en los próximos meses. Era mucho tiempo, pero al menos él estaba luchando mientras tanto junto a su padre, aunque su hermana no tenía tanta suerte como él. A Quintus le sabía mal por ella.

—¡Estáis aquí!

Una resonante voz familiar rompió el silencio.

Fabricius fingió alegrarse.

—Flaccus. ¿Dónde quieres que estemos si no?

Quintus se levantó de un salto y saludó. «¿Qué querrá?», se preguntó. Desde la debacle de Ticinus apenas habían visto al futuro marido de Aurelia. Los tres sabían que ello se debía a su comportamiento en ese fatídico día. «No es fácil eliminar la sospecha en cuanto ha arraigado», pensó Quintus. Y, al parecer, lo mismo le sucedía a su padre.

—Claro, claro. Solo los centinelas y los locos están fuera esta noche. —Flaccus se rio de su propio chiste y sacó una pequeña ánfora.

—Muy amable por tu parte —murmuró Fabricius al aceptar el obsequio—. ¿Tomarás un poco?

—Solo si tú me acompañas —respondió Flaccus.

Fabricius abrió el ánfora con un experto movimiento de muñeca.

—¿Quintus?

—Sí, gracias, padre. —Quintus se apresuró a buscar tres vasos de cerámica vidriada.

Con las copas llenas, se miraron entre sí, preguntándose quién haría el brindis. Al final, Fabricius tomó la palabra.

—Por la rápida llegada de Sempronio Longo y su ejército.

—Y por la rápida victoria posterior sobre los cartagineses —añadió Flaccus.

Quintus pensó en Licinius.

—Y por la venganza de nuestros camaradas muertos.

Fabricius asintió y levantó su copa más alto.

Flaccus sonrió satisfecho.

—¡Así hablan los soldados! ¡Eso es justo lo que quería oír! —Flaccus les guiñó un ojo con ademán conspirador—. He hablado con Publio.

Fabricius lo miró con expresión dudosa.

—¿Sobre qué?

—Sobre la posibilidad de mandar una patrulla.

—¿Qué? —preguntó Fabricius sospechoso.

—Hace más de una semana que nadie ha cruzado el río.

—¡Porque es demasiado peligroso! —replicó Fabricius—. El enemigo controla por completo la otra orilla.

—Escucha lo que tengo que decir —dijo Flaccus en tono conciliador—. Cuando llegue Sempronio Longo, querrá saber lo que sucede al oeste del Trebia, sobre todo si se tiene en cuenta que la batalla tendrá lugar allí.

—¿Y por qué no podemos esperar hasta que llegue? —preguntó Fabricius—. Dejemos que sus jinetes hagan el trabajo sucio.

—Tiene que ser ahora —dijo Flaccus—. Tenemos que dar al cónsul toda la información que necesite para que pueda actuar con rapidez. ¡Imagina lo que subiría la moral de los hombres si volvemos sanos y salvos!

—¿Volvemos? —repitió Fabricius lentamente—. ¿Tú nos acompañarías?

—Claro.

Una vez más, Fabricius se preguntó si había sido una buena idea prometer a Aurelia con Flaccus. ¿Pero cómo podía ser un cobarde y ofrecerse a participar en semejante locura?

—No sé —murmuró—, es muy arriesgado.

—No necesariamente —protesto Flaccus—. He estado observando a los cartagineses desde nuestro lado del río y cada tarde, a la
hora decima
, desaparece la última patrulla y no regresa ninguna hasta la
hora quarta
del día siguiente. Si cruzamos el río de noche y cabalgamos hasta el amanecer, tendríamos unas dos horas para recorrer la zona y estaríamos de vuelta antes de que los númidas hubieran acabado de rascarse los piojos.

Quintus rio.

Fabricius hizo una mueca.

—No creo que sea muy buena idea.

—Publio ya ha dado su aprobación. No se me ocurre nadie mejor que tú para dirigir la patrulla y él está de acuerdo —dijo Flaccus—. Venga, ¿qué dices?

«Maldito seas», pensó Fabricius, que se sentía manipulado. Si rechazaba la oferta de Flaccus, su decisión se consideraría un desaire hacia Publio, lo cual no era prudente. Furioso, cambió de opinión.

—Tiene que ser una patrulla pequeña. Una
turma
como mucho bajo mi único mando. Tú puedes venir… como observador.

Flaccus no protestó y se volvió hacia Quintus.

—Tu padre es el vivo ejemplo del oficial romano: valiente, con recursos y siempre dispuesto a cumplir con su deber.

—Yo también quiero ir —dijo Quintus.

—No, es demasiado peligroso —saltó su padre.

—¡No es justo! ¡Tú hacías cosas así a mi edad! ¡Me lo has contado! —replicó Quintus furioso.

Flaccus intervino antes de que Fabricius tuviera tiempo de contestar.

—¿Cómo podemos negarle a Quintus la oportunidad de vivir una experiencia tan valiosa? ¡Piensa en la gloria que se ganarán los hombres que aporten a Longo la información que le ayudará a derrotar a Aníbal!

Fabricius contempló el rostro impaciente de su hijo y suspiró.

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