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Authors: Elisabeth G. Iborra

Tags: #humor

Anécdotas de Enfermeras (18 page)

También es curioso encontrarte hoy en día a un hijo que nunca ha visto a su madre desnuda y que se niega a hacerlo ni siquiera por necesidad cuando se le da de alta. En teoría, para cuidar a una persona, cuanto más cercano sea el familiar mucho mejor, y sin embargo, muchos se niegan a darles hasta un vaso de agua, te llaman porque no están acostumbrados a vivir con un pariente enfermo. En cambio, los que ya han vivido situaciones parecidas anteriormente sí que colaboran, y muy a gusto, incluso prefieren hacerlo ellos. La lástima es que haya tanta gente que pasa, que pone por delante sus vacaciones por encima de la salud de sus padres, que se organizan entre hermanos para irse, o que ni tan sólo eso; de hecho, mucha gente muere completamente sola.

Luego están los gajes del oficio de que se te revienten bolsas con los excrementos de las colostomías, o en las hemorragias estomacales en las que vomitan sangre. Ahí se pringa hasta la recepcionista. Cuando estudias Enfermería no te imaginas que vas a pasar por tantas cosas, porque ésta es la parte más laboral, la de trabajar con heridas, con líquidos que salen de todas partes del cuerpo... Y a eso hay que añadirle la parte psicológica, la más dura, pues cada persona es un mundo, tiene su forma de vivir la enfermedad, su manera de ser, sus miedos... Por si fuera poco, súmale a la familia, que en cuestiones de salud pretende saber más que tú y decirte cómo hacer las cosas a pesar de su desconocimiento de la enfermedad, que, por otro lado, es normal, pero debería dejarse llevar por los profesionales en lugar de exigirte imposibles.

Con las compañeras comentamos a menudo que más de diez años con la vida que llevamos no se pueden aguantar porque el ritmo, el tute que nos damos, el llevar una vida diferente al resto del mundo, el estar en contacto con la gente en el momento en que sufre todas sus desgracias, etcétera, lo hacen muy duro. Pero es que, además, en el hospital, nadie cuida a la enfermera, nadie se preocupa de darte refuerzos o de echarte un cable; incluso a veces te niegan derechos tan básicos como tus días libres al mes, no te los dan cuando los pides, sino cuando conviene en la programación del hospital, y, por lo tanto, no puedes organizarte tu vida para coordinarte con tus amigos o con tu familia. De la espalda estamos fatal, todas; yo, que estoy curando todo el día, a veces me agacho y noto como si se me durmieran las cervicales: lo de subir y bajar las camas es un esfuerzo, y más con el enfermo encima. Antes decíamos el típico «yaque», esto es, « Ya que estoy, levanto al enfermo», pero ahora, visto lo visto, llamamos a los celadores para que nos ayuden cuando pesa demasiado no sólo por la sobrecarga, sino porque corres el peligro de que se te caiga.

3. EN UN LUGAR DE ESPAÑA
Anónimas

Las simpáticas enfermeras de este hospital prefieren quedar absolutamente en el anonimato, pero cabe destacar su amplia experiencia durante varias décadas en planta y en especialidades varias.

Por la tarde, cuando ya los acostamos a todos, llama un señor para que acudamos a verlo y fuimos otra enfermera y yo, y nos pidió que le pusiéramos bien la almohada. Nos encontramos debajo la cruz de Caravaca, y se lo recordamos para que no se le pasara que la tenía allí.

—No me olvido, y las he llamado a ustedes para despedirme porque esta noche me moriré y mañana ya no me verán.

Con veintipocos años que teníamos mi compañera y yo, le empezamos a decir que vaya tontería, que estaba a punto de irse a su casa... Se murió esa noche. Y eso me impactó mucho. Por eso aquí, sobre todo en Oncología, tienen que venir personas ya curtiditas, no quiero decir que la juventud no valga, pero las mayores ya tenemos un poco más de experiencia para encajar no sólo cosas de enfermería sino otras que van más por habilidades sociales, sensibilidad, trato con el paciente y demás, que se van ganando con el tiempo.

Hará unos doce años estaba visitando a un señor y le iba a hacer una revisión; cuando le avisamos de que ya se podía estirar, ni corto ni perezoso se puso a desperezarse como un león. Como aquélla a la que le dijo el médico: «Súbase», y se le subió literalmente a la chepa mientras él se agachaba a recoger algo. Se le olvidó especificar «a la camilla».

Yo me imagino que la gente va como empanada, en cuanto llevan dos noches sin dormir, pierden el sentido de la lógica. La semana pasada entra una señora con su niño, lo pasamos al box y le pedimos que lo desnudase. Pero la que empezó a quitarse la camiseta fue ella y en Pediatría sólo visitamos niños... Hasta el marido se sorprendió:

—Pero ¿qué haces?

Supongo que es el cansancio.

O el despiste, porque cuando estaba en Cirugía, repartíamos la medicación y a los niños les dábamos supositorios. Uno de ellos estaba con la abuela y le dejamos encargado que se lo pusiera cuando despertara. Acabamos de repartir la medicación, y nos suena el timbre de esa habitación: era la abuela preguntando que si le podía dar un vaso de leche con Cola Cao para que le pasara el mal sabor de boca... Se había tragado el supositorio.

También hemos visto comerlos con pan para pasarlos mejor. Le dije a la señora:

—Le dejo aquí el supositorio para que se lo ponga.

Al parecer no había visto uno en su vida y lo debió de probar, pero al encontrarle tan mal gusto decidió tragárselo a mordiscos en bocadillo.

Nos pasó algo parecido con un jarabe, que solemos meter en jeringas individuales para administrárselos a cada niño. Pues bien, va una enfermera a decir que le dé el jarabe para el dolor a una abuela cuyo nieto llevaba un tratamiento intravenoso y, como veía que le metían medicamentos por la llave de tres pasos que tenía en el brazo, ¡estuvo a un tris de meterle el jarabe por la vena! Suerte que la enfermera aún no se había marchado de la habitación y pudo pararla a tiempo, porque desde luego ésa no era la vía correcta.

Como no lo era en el caso de aquel señor al que le dolía el oído y le dijimos:

—Tenga, póngase usted el termómetro que ahora venimos.

... Cuando volvimos lo tenía dentro de la oreja. Y en una intervención en la que tenían que operar a un señor, le decimos a la esposa: —Tenga, se ducha, se desnuda y se pone la bata. ¡Y sale ella duchada, desnuda y con la bata puesta!

Aún mejor: en la antesala de Rayos X, se les pedía que se desnudaran y se pusieran una bata, pero cuando se nos acababan, les dábamos un travesero (una especie de sábana que servía para protegerles y que se ataba en la cintura en plan romano) y les sugeríamos que se lo pusieran como un camarero. Pues, en efecto, un señor salió en bola picada y se lo puso en el brazo colgando como una servilleta, en lugar de colocárselo como delantal.

Habitualmente, cuando extraen una piedra del riñón en quirófano, se guarda en un bote y se le manda a la familia. Le enviamos la suya a un señor al que le habían sacado una piedra tan grande que no cabía en el típico bote de análisis de orina y, según terminamos de repartir la medicación, nos vino su señora a pedirnos agua para que se tomara la pastilla. Nosotras comprobamos que no le habíamos dado ninguna pastilla porque estaba en ayunas, fuimos a ver qué era lo que se quería tomar y... sí, ¡era la piedra! Ennegrecida, no me olvidaré nunca. Suerte que no tenía agua en la habitación, porque si no se la traga.

Cuando uno está nervioso, aunque tenga cultura y preparación, puede hacer barbaridades. No puedes dar por sentado ni su nombre. Si le preguntas si se llama Fulanito de tal puede responderte que sí, aunque se llame Menganito de cual. Tienes que preguntarle «cómo se llama», directamente. No debemos dar nada por sabido. Y ahora mucho menos, porque con los inmigrantes hay cada vez más problemas de entendimiento. Nos pasa mucho con los marroquíes, sobre todo con la mayoría de las mujeres, salvo en los casos en los que el niño ha tenido una enfermedad muy grave y la madre se ha visto obligada a moverse y espabilarse fuera de casa. Y eso es un gran problema a la hora de explicarles cómo hacer las curas, tomar los medicamentos, etcétera. No en vano, algún laboratorio ha sacado una especie de chuletilla en cuatro o cinco idiomas para que más o menos con cuatro frases y pistas puedas defenderte. Si eso no es suficiente, siempre pueden ir al ambulatorio, donde suele haber una enfermera para explicarles las cosas, y en algunos centros disponen incluso de mediadores culturales, que no sólo traducen, sino que también interpretan las costumbres y creencias propias de cada cultura. Nos hemos encontrado por ejemplo con alguna magrebí que, al quinto parto, nos ha implorado que le hiciéramos la ligadura de trompas sin que se enterara su marido porque no quería tener más pero él no se lo iba a permitir.

Aquí se encuentran muy solos y vienen únicamente para saludarte, y si les das pie y les escuchas entonces te empiezan a contar su vida, dónde comen, quién les lava la ropa... y al final sacan a relucir que la familia no quiere saber nada de ellos y que están muy apenados porque, a pesar de que los resultados de sus pruebas son optimistas, no pueden compartirlo con sus propios hijos. Te preguntan incluso si se pueden ir de viaje, como si tú fueras su responsable. O lo que es peor, vienen con el niño con fiebre y les dices que quizás no es nada o es una sepsis (síndrome de respuesta inflamatoria sistémica provocado por una infección grave), y te preguntan si se pueden ir al apartamento de la playa. Eso no se entiende, son ellos los que tienen que asumir si se deben ir o no.

En una habitación en la que había tres enfermos, uno de ellos era ciego y los otros dos se zurraban sin parar. Al entrar en la habitación y ver que se habían hecho heridas y todo en la cabeza con una botella de vidrio, le preguntamos al primero:

—Señor Juan, ¿qué ha pasado?

—No sé —dijo él—, yo no he visto nada.

Los abuelos se desorientan mucho, pueden incluso agredirnos a nosotras, como en el caso de una señora que primero me hizo a mí una herida de la que aún me queda la cicatriz de recuerdo porque se me enganchó y no había manera de soltarla. Le comentamos al médico que era muy agresiva pero él no le quería dar tranquilizantes, nos reprochaba que nosotras no sabíamos tratarla. En cuanto osó acercarse a ella, la abuelita pegó un salto y le echó mano al paquete, y suerte que se retiró a tiempo, que si no... Inmediatamente recetó:

—Dadle Valium o lo que sea.

Esta misma se nos meaba encima, y era una asmática que fumaba como un carretero, tenía el récord de visitas a Urgencias, hasta el punto de que era ella la que te indicaba dónde tenías que pincharle porque sabía mejor que tú en qué venas no ibas a poder inyectar nada, de lo explotadas que las tenía ya. Lo tenía todo controlado, se sabía los protocolos, conocía a todos los médicos...

El único día que no vino fue el que acudió al hospital de enfrente, y la palmó.

En otra ocasión una compañera se dispuso para sondar a un señor que tenía un pene invisible, era prácticamente el pellejillo, y con mucho esfuerzo lo conseguimos apretándoselo como si fuera un grano hasta que logramos encontrar el conducto de la uretra, evitándole así una punción que le habría hecho más daño. Pero lo peor fue que cuando estábamos allí en plena búsqueda se tiró un pedo que casi salimos a propulsión.

Y como eso, una vez un urólogo va a ver a un paciente y le pregunta:

—¿Se le mueven las tripas? —Sí, sí.

—¿Y tiene vientos? —Sí, mire, ¡raca!

El médico se pellizcaba para comprobar que estaba despierto.

Otro viene y nos requiere:

—Señorita, un supositorio de nitroglicerina.

Para calibrar la barbaridad de su petición conviene saber que la nitroglicerina es un líquido que se obtiene mezclando ácido nítrico concentrado, ácido sulfúrico y glicerina, con un resultado altamente explosivo, no en vano fue sustituida por la dinamita cuando la inventó Alfred Nobel porque era mucho más segura, según la Wikipedia.

Pero es que las confusiones con los medicamentos llevan a los pacientes a pedir la epidural en lugar del Apiretal para la fiebre, o el argumentine en vez del antibiótico Aumentine. O a confundirse: «Me vengo a operar de las aguas», porque a eso le suenan las cataratas. ¿A qué especialidad viene usted? «A los gorrinos.»

Una noche voy a una habitación a ver qué le pasaba a un crío y se lamenta la madre de que a la hora de cenar le había subido la fiebre.

—¿Y qué le ha dado?

—Pues un fránkfurt.

—No, mujer, para cenar no, para la fiebre...

4. ANDALUCIA
M. J. S.

El Hospital del SAS de La Línea de La Concepción es un micromundo en el que las enfermeras se conocen entre sí desde que se inauguró, y la gracia con la que cuentan todas sus anécdotas es de lo más andaluz. Para empezar, M. J. S. trabaja en el laboratorio desde marzo del 92, quince años de sus cincuenta y dos.

Un día se me olvidaron las gafas en casa y yo sin ellas no veo nada absolutamente. Como era de noche y no había muchas soluciones, lo intenté con una lupa, pero después llamé a la oculista y me estuvo probando cristales de esos de prueba que tienen en Oftalmología para calibrar las gafas de los pacientes, con las monturas de hierro enormes. A mí me daba igual porque como mucho me iba a cruzar con algún compañero, pero resulta que a las cuatro de la madrugada tuve que llamar al médico que estaba de guardia para que hiciera un sedimento. Yo me había olvidado por completo de que llevaba las gafas; de hecho, del peso, las llevaba torcidas y ni siquiera me había dado cuenta. Cuando el pobre hombre se despertó a esas horas y me vio, se quedó alucinado, yo creo que se escondía la cara para no cachondearse de mí, pero es que yo no caí hasta que me preguntó:

—¿Qué te pasa?

—A mí, nada, ¿por qué?

—Chiquilla, ¡porque pareces Robocop!

Una vez en Urgencias le quitaron la dentadura postiza a una señora y, antes de subirla para ingresarla en planta, alguien con la bulla cogió los dientes y se los colocó. Cuando la hija entró en la habitación para estar con su madre, le vio la cara toda deformada, con la mandíbula ladeada. Le extrañó, porque pensaba que su madre estaba mala pero no para estar tan desfigurada, no obstante llamó a todos los hermanos y demás parientes porque creía que se moría. En el ínterin, alguien se percató de que pasaba algo raro, y se dieron cuenta de que le habían colocado la dentadura de un hombre, con lo cual se la quitaron, la desinfectaron y subieron, esta vez sí, con la suya. Entraron médicos, ATS y demás. Como si fueran a hacer una gran operación para impedir que nadie más entrara en la habitación. Cuando les dejaron acceder de nuevo, la hija se tranquilizó:

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