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Authors: Elisabeth G. Iborra

Tags: #humor

Anécdotas de Enfermeras (15 page)

Una parienta de alguien que trabajaba aquí le contó que llevaba casada muchos años pero no conseguían tener hijos y la trajo a ver qué le ocurría. En la consulta vimos que era virgen, que no habían hecho nunca el amor por delante, por la vagina: tuvieron que dilatarla, romperle el himen y al cabo de un tiempo se quedó embarazada. Te quedas alucinada de que a una persona casada no se le ocurra justamente hacerlo por ahí.

Hace un par de años tuvimos una embarazada con una patología importante, sangraba muchísimo y le hicimos muchísimos controles. Un buen día tuve que llamarla para darle cita, busqué el teléfono, llamé y se me puso un señor.

—¿La señora X?

—Sí, soy su marido, pero ella no está.

—Ah, era para darle una cita...

—¿Y cómo le va el embarazo?

Yo pensé: «Anda, si es el marido, ¿cómo me pregunta a mí que qué tal le va el embarazo a su mujer?», y quise averiguar:

—Perdone, ¿es que no vive con usted?

—No, es que estamos separados.

—Pues entonces, lo siento, pero eso es algo que le tiene que contar ella, no yo.

Intento no meterme en la vida privada de los demás, nunca pregunto a menos que vea que la señora quiere hablarlo. Haces de mediadora entre médico, señora, familia, parejas... Tienes que saber escuchar, detectar y hablar sólo cuando es necesario. La verdad es que el médico es la persona que las cura, pero con él no tienen la confianza de expresar sus sentimientos como con nosotras, que somos las que cuidamos a los pacientes. Yo llevo cuarenta años y no creo que sea una profesión mal valorada, aunque sí un poco ingrata, porque cuando cuidas a una persona está pasando un momento en que necesita que le hagas de todo: que le des de comer, la laves, la limpies, la cambies... y eso la gente no lo quiere recordar una vez está sana. Sólo se acuerdan del médico, que es el que les ha procurado el resultado final de sentirse mejor. No obstante, sí me han proporcionado muchas satisfacciones algunas mujeres que me han llamado al cabo del tiempo agradeciéndome lo que les ayudé, el trato que les di, o pidiéndome que les lleve yo en su próximo embarazo... Y eso siempre se agradece, pero no es lo más habitual. A pesar de ello, me siento muy a gusto siendo enfermera, no cambiaría después de cuatro décadas todo lo que he hecho en mi vida. Partiendo de que nosotras cuidamos, no curamos, no necesito sentirme alabada, prefiero ver en el momento que la señora a la que cuido me lo agradece, aunque luego se olvide, porque me siento útil, me resulta gratificante. No es imprescindible que te lo reconozcan a bombo y platillo porque basta con la satisfacción del trabajo bien hecho, de estar segura cuando te marchas de que has hecho cuanto tenías que hacer y como tenías que hacerlo.

Yo me siento muy reconocida, muy orgullosa de ser enfermera, nunca me he sentido mal considerada, hago y deshago como creo conveniente y la gente que trabaja conmigo me respeta muchísimo cuando opino algo. Hay que buscarse el reconocimiento, no esperar que el otro te lo dé sin ganártelo tú demostrando cada día que lo haces bien.

Claro que nosotras tenemos un obstáculo que lo complica todo: somos mujeres. Sólo nos faltaría ser negras para que nos discriminaran aún más. Pero si tú sabes hacer tu trabajo y marcas tu territorio, te ganas el respeto. Yo he hecho de todo: aparte de los doce años aquí, he estado en Urgencias, en Medicina General, en Cirugía, en trasplantes de médula ósea... pero, por ejemplo, cuando vinieron de Estados Unidos los doctores que hicieron el primer trasplante de corazón aquí, empezamos a hacer cirugía cardíaca. Yo estaba en bombas extracorpóreas, donde manipulaba la bomba que mantiene la circulación sanguínea en el estado perfecto mientras operan el corazón y en cuidados intensivos postoperatorios. El doctor Aris, que es un excelente profesional pero muy quisquilloso, venía los primeros días y me controlaba:

—Señorita Amenedo, ¿ha hecho esto? —me preguntaba por cualquier cosa. —Sí, doctor.

—¿Seguro que lo ha hecho? En cuanto me insistió así le contesté: —Oiga, ¿dudo yo de lo que usted hace? Pues entonces no dude de lo que hago yo.

Y minea jamás lo repitió. Pero hacer esto implica que luego tú tienes que hacerlo perfecto, y si te equivocas, admitirlo. Yo me he equivocado más de una vez, y a veces errores que han perjudicado a un paciente. No gravemente, por suerte, pero sí que requerían una solución y para ello hay que reconocerlo y no callarte o culpar al que viene detrás o al médico. Me equivoqué una vez, y cuando me di cuenta me hubiera querido morir. La señora estaba tendida en la camilla y me vio tan mal que me consolaba ella a mí, a pesar de que la tenía que volver a pinchar.

Estando en el hospital de Terrassa, una compañera que era muy graciosa contó que había venido a consulta un señor que era tartamudo a que le quitaran una uña del dedo gordo del pie. Pero el médico se equivocó entre las dos historias que la enfermera le había colocado una al lado de la otra, y se dispuso a hacerle un lavado de estómago. El pobre tartamudo cuando lo oyó, intentaba explicarle que no, que él había venido por la uña, pero al ponerse nervioso no conseguía hacerse entender y ya se veía en la camilla. Finalmente, el médico se dio cuenta de que estaba a punto de meter la pata.

Me encontraba un día en Cuidados Intensivos de postoperatorio y sale un cirujano de quirófano:

—A ver, a este señor de qué le tengo que operar, porque me han dicho que de una hernia izquierda y no tiene hernia.

Resulta que era una apendicitis, en el lado contrario, claro. El señor salió con dos cortes que hubo que explicarle al despertarse:

—No, es que han visto que tenía otro problema y han aprovechado la ocasión. Ahora cuando venga el doctor ya le detallará—Todo esto que ves te va formando, pero lo importante es asumir la parte de responsabilidad que tienes en los hechos. Y sobre todo, ha de ser vocacional, porque yo he dado clase en Blanquerna y me frustraba mucho cuando preguntaba a las alumnas por qué estudiaban Enfermería y me daban razones como que era una de las opciones que tenía, que quería montarse una consulta o trabajar en una ortopedia, que quería trabajar en el laboratorio pero no en el trato con el paciente... Alguien así nunca llegará a ser una buena enfermera, porque no se ha planteado de verdad qué significa esta profesión que implica cuidar a las personas. Otra cosa es que sufras menos con un adulto que con un niño, o con un enfermo psiquiátrico que con uno normal, puedes elegir, claro, mas no puedes dejar de cuidarlos igual de bien a todos cuando te tocan.

Te tienes que preparar para ayudar a sanar, a morir... Porque la muerte forma parte del oficio: yo practico abortos legales y selectivos, cosa que no es fácil porque a veces tienes dos fetos y uno tiene una malformación u otro problema y tienes que pararlo. Cuando el médico pincha y tú inyectas, ves que el corazón deja de latir y eso resulta duro, pero lo tienes que asistir. Aquí hasta ahora la eutanasia activa no se ha hecho, pero yo pienso que sí se tiene que ayudar a morir con dignidad a esas personas que llegan a un límite en el que ya no son nada, no sé por qué no habría que ayudarles a paliar su sufrimiento. Lo que pasa es que es muy difícil. Yo he visto morir a mucha gente, y mucha que me ha impactado: en Oncología vi morir a un chico joven que, por la mañana cuando llegué, me avisó:

—María, hoy me voy a morir, llama a mis padres que viven lejos, que los quiero ver antes de morir.

Se murió aquel día mismo, pero sus padres llegaron a tiempo, se despidió de todos y cada uno de nosotros, y fue muy triste, pero es muy bonito cuando te dan las gracias por haber estado a su lado, por haberle hecho sentir lo mejor posible hasta el último respiro... Es curioso cómo los enfermos saben cuándo se van a morir, a veces somos nosotros los que no queremos verlo.

Pero para contrastar esta tristeza, voy a contar otra con la que me reí muchísimo: estaba el ginecólogo enseñándole a un padre el electrocardiograma del feto que anidaba en el vientre de su esposa y el futuro progenitor le preguntó:

—¿Esto que es?, ¿los dientes?

¡Eran los picos de los latidos del corazón! ¿Desde cuándo los niños nacen con la dentadura completa?

L. M.

En 2003, con veintiséis años, empezó a desarrollar su carrera, fundamentalmente en una clínica de Urología, Nefrología y Andrología; aunque lo ha combinado con su labor en una unidad de terminales de sida y en la especialidad de Oncología, trabajando en paliativos, con terminales de cáncer.

A Urología y Andrología, que es donde más he estado, nos derivan todos los casos de caca, culo, pis, de manera que me paso el día poniendo sondas y viendo penes, una media de diez diarios. Con los señores te pasa absolutamente de todo, desde el abuelo que se arranca la sonda, a ideas de lo más lunáticas que tienen los señores con su sonda y preguntas de lo más comprometedoras, como el típico abuelo que se va de alta a su casa y te pregunta, discretamente, que cómo se lo va a montar con su señora con aquello puesto, porque todavía le achucha. La primera vez te pones de todos los colores, luego te acostumbras. Y tú te alegras de que aún le achuche pero le tienes que dar la mala noticia de que con el tubito ahí insertado, será un poco difícil.

A Urgencias nos ha venido un señor con una botella en el culo que le había hecho vacío, pero de litro y medio de agua, no te pienses, que el médico no tenía ni idea de cómo sacar aquello. Rollo MacGyver, al final, ideó un mecanismo: desmontó un clip, quemó la punta con un mechero y empezó a agujerear la base para que perdiera el aire. Y luego, con otro clip en plan ganchito, logró tirar de ella hacia fuera.

La peña se mete auténticas barbaridades, como el del telefonillo de la ducha, que entró doblado por la puerta de Urgencias: «Tengo que ver al médico». Y el recepcionista lo vio tan mal, con una cara de dolor que se moría, que lo pasó directo a Urgencias. Cuando se quitó el abrigo, tenía el teléfono de la ducha metido en el culo. Desenroscado del cable, claro, porque si tiraba de él, se rasgaba, en cuanto que el recto tiende a contraerse.

Otro señor con la verga dentro de un bote de «Fa» que, como vino a las tantas de la noche con toda su familia, dio la versión oficial de que se había resbalado en la bañera y justo se le había atascado ahí, que dices tú, vaya puntería, caballero.

A otro hombre se le cayeron los huevos porque estaba en un juego de sado, le ataron los testículos, y sin ellos que se quedó, vino con ellos en la mano. Y poca cosa se pudo hacer.

Y un chaval nos llegó a las tres de la madrugada con el pene y los testículos del tamaño de su cabeza atrapados en una anilla de metal bien gorda. Tenía por costumbre meterlo todo a través del aro con su pareja, pero aquel mal día no se lo podía sacar, desde las seis de la tarde que llevaba intentándolo. Y a nosotros nos costó lo nuestro porque el médico, después de mucho pensar, decidió subir a planta a preguntar quién era la enfermera de más edad.

Sale ésta y le pregunta:

—¿Tú que harías si te viene alguien con una anilla en el pene y no se la puedes sacar?

—¿Esto es una pregunta trampa?

—No, tengo a uno abajo que cuando vuelva posiblemente se le habrá caído todo al suelo.

Al final, tras ponerle hielo y más hielo, corticoides para bajar la inflamación y que nada de ello diera resultado, llamamos a otro hospital para que nos pasaran una máquina serradora que utilizan allá para cortar los anillos a los accidentados y quemados por si se les hinchan los dedos. En principio, la máquina no corta nada mucho más grueso que un anillo, pero lo intentamos a la desesperada y se le pudo quitar. Aquélla fue muy sonada, todo el hospital necesitaba bajar a Urgencias a por algo aquella noche, qué casualidad, hasta que el supervisor llamó a todas las plantas y prohibió terminantemente que alguien más bajara a ver al accidentado.

No sé si es que a muchos les gusta el morbo del riesgo, pero es que yo no entiendo que, habiendo oído ya tantas historias, la gente siga insertándose esas cosas, existiendo farmacias de guardia y máquinas de preservativos, sex shops donde venden de todo homologado y seguro... Se deben de creer que son leyendas urbanas, pero no, pasan, vaya que si pasan. Y cuando te entran historias así te das cuenta de que el ser humano, el sentido común, lo maneja poco. Sobre todo cuando le da el calentón, usa poco la razón, ante un subidón hacen cosas que les llevan de camino a la ruina.

Aunque otros tienen, simplemente, mala suerte. A un amigo médico en Valladolid, cuando hizo la rotación por Urgencias le llegó una chica con un vibrador que se le había adentrado y quedado allá encallado, en funcionamiento. ¿Cómo le quitas a alguien un vibrador que está allá arriba dale que te pego? Pues la apartaron en una camilla en un lugar discreto del hospital y esperaron hasta que se le acabaron las pilas y se lo pudieron extraer. «Menos mal que son chismes que gastan mucha energía», celebraba mi amigo. Pobrecita, qué vergüenza tuvo que pasar.

Por no hablar del joven que vino tapándose sus partes con una toalla toda ensangrentada y su novia le enseñó el aparato dental al de recepción, que ya está curado de espanto, para escenificarle que se había quedado enganchada con los brackets y le había roto el frenillo con los hierritos de marras.

Un chiquillo de diecinueve añitos se acercó un domingo por la tarde a Urgencias, porque, literalmente, le dolían los huevos. El médico le exploró, todo normal; pero vamos hablando con él y nos comenta que a su hermano ya le pasó una vez. ¿El qué? «No, pues nada, es que yo... me he echado novia. Pero ésta es novia de verdad y yo la quiero y la respeto. Y claro, ayer nos emocionamos, pero yo la respeto mucho.» El pobre estaba que no aguantaba más. Prescripción médica: «Si no haces el amor, mastúrbate». Los apuros que pasó para contarnos aquello, el angelito. Y los que me quería endilgar el médico cuando me pidió que se lo dijera yo. Me negué: «Mira, esto es prescripción médica, se lo dices tú, os sentáis ahí tranquilamente y habláis de hombre a hombre».

Otro tipo que vino un domingo de Semana Santa, que tenía que estar malo malísimo porque todo el mundo estaba de puente, a Urgencias. No me acuerdo de si era marroquí o paquistaní pero era difícil entenderse con él por el idioma, de hecho, tuvimos que recurrir a un paciente que había por allí que era paisano suyo y hablaba castellano para comprender lo que le pasaba. El estaba preocupadísimo porque hacía tres meses que no se le levantaba. Y no había podido ir a su médico de cabecera, no, vino a Urgencias un domingo, y el médico de guardia, indignado, lo quería mandar para casa. Tuvimos que convencerle de que ya que había pasado todo el suplicio y lo tenía que derivar al médico, le escribiera un informe para evitarle tener que contarlo todo otra vez, con las dificultades para comunicarse y la vergüenza subsiguientes. Es que si no iba a ir de drama en drama y no iba a acabar con el asunto en su vida.

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