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Authors: Miguel de Unamuno

Abel Sánchez (6 page)

—¿Nada, nunca nada?

—Yo no les oía hablar. En la mesa, mientras yo les servía, hablaban poco y cosas de esas que se hablan en la mesa. De los cuadros de él...

—Lo comprendo. ¿Pero nada, nunca nada de mí?

—No me acuerdo.

Y al separarse la criada sintió Joaquín entrañada aversión a sí mismo. «Me estoy idiotizando —se dijo—. ¡Qué pensará de mí esta muchacha!» Y tanto le acongojó esto que hizo que con un pretexto cualquiera se le despachase a aquella criada. «¿Y si ahora va —se dijo luego— y vuelve a servir a Abel y le cuenta esto?» Por lo que estuvo a punto de pedir a su mujer que volviera a llamarla. Mas no se atrevió. E iba siempre temblando de encontrarla por la calle.

XIV

Llegó el día del banquete. Joaquín no durmió la noche de la víspera.

—Voy a la batalla, Antonia —le dijo a su mujer al salir de casa.

—Que Dios te ilumine y te guíe, Joaquín.

—Quiero ver a la niña, a la pobre Joaquinita...

—Sí, ven, mírala... está dormida...

—¡Pobrecilla! ¡No sabe lo que es el demonio! Pero yo te juro, Antonia, que sabré arrancármelo. Me lo arrancaré, lo estrangularé y lo echaré a los pies de Abel. Le daría un beso si no fuese que temo despertarla...

—¡No, no! ¡Bésala!

Inclinóse el padre y besó a la niña dormida, que sonrió al sentirse besada en sueños.

—Ves, Joaquín, también ella te bendice.

—¡Adiós, mujer! —y le dio un beso largo, muy largo. Ella se fue a rezar ante la imagen de la Virgen.

Corría una maliciosa expectación por debajo de las conversaciones mantenidas durante el banquete. Joaquín, sentado a la derecha de Abel, e intensamente pálido, apenas comía ni hablaba. Abel mismo empezó a temer algo.

A los postres se oyeron siseos, empezó a cuajar el silencio, y alguien dijo: «¡Que hable!» Levantóse Joaquín. Su voz empezó temblona y sorda, pero pronto se aclaró y vibraba con un acento nuevo. No se oía más que su voz, que llenaba el silencio. El asombro era general. Jamás se había pronunciado un elogio más férvido, más encendido, más lleno de admiración y cariño a la obra y a su autor. Sintieron muchos asomárseles las lágrimas cuando Joaquín evocó aquellos días de su común infancia con Abel, cuando ni uno ni otro soñaban lo que habrían de ser.

«Nadie le ha conocido más adentro que yo —decía—: creo conocerte mejor que me conozco a mí mismo, más puramente, porque de nosotros mismos no vemos en nuestras entrañas sino el fango de que hemos sido hechos. Es en otros donde vemos lo mejor de nosotros y lo amamos, y eso es la admiración. Él ha hecho en su arte lo que yo habría querido hacer en el mío, y por eso es uno de mis modelos; su gloria es un acicate para mi trabajo y es un consuelo de la gloria que no he podido adquirir. Él es nuestro, de todos, él es mío sobre todo, y yo, gozando su obra, la hago tan mía como él la hizo suya creándola. Y me consuelo de verme sujeto a mi medianía...»

Su voz lloraba a las veces. El público estaba subyugado, vislumbrando oscuramente la lucha gigantesca de aquel alma con su demonio.

«Y ved la figura de Caín —decía Joaquín dejando gotear las ardientes palabras—, del trágico Caín, del labrador errante, del primero que fundó ciudades, del padre de la industria, de la envidia y de la vida civil, ¡vedla! Ved con qué cariño, con qué compasión, con qué amor al desgraciado está pintada. ¡Pobre Caín! Nuestro Abel Sánchez admira a Caín como Milton admiraba a Satán, está enamorado de su Caín como Milton lo estuvo de su Satán, porque admirar es amar y amar es compadecer. Nuestro Abel ha sentido toda la miseria, toda la desgracia inmerecida del que mató al primer Abel, del que trajo, según la leyenda bíblica, la muerte al mundo. Nuestro Abel nos hace comprender la culpa de Caín, porque hubo culpa, y compadecerle y amarle... ¡Este cuadro es un acto de amor!»

Cuando acabó Joaquín de hablar medió un silencio espeso, hasta que estalló una salva de aplausos. Levantóse entonces Abel y, pálido, convulso, tartamudeante, con lágrimas en los ojos, le dijo a su amigo:

—Joaquín, lo que acabas de decir vale más, mucho más que mi cuadro, más que todos los cuadros que he pintado, más que todos los que pintaré... Eso, eso es una obra de arte y de corazón. Yo no sabía lo que he hecho hasta que te he oído. ¡Tú y no yo has hecho mi cuadro, tú!

Y abrazáronse llorando los dos amigos de siempre entre los clamorosos aplausos y vivas de la concurrencia puesta en pie. Y al abrazarse le dijo a Joaquín su demonio: «¡Si pudieras ahora ahogarle en tus brazos...!»

—¡Estupendo!... —decían—. ¡Qué orador! ¡Qué discurso! ¿Quién podía haber esperado esto? ¡Lástima que no haya traído taquígrafos!

—Esto es prodigioso —decía uno—. No espero volver a oír cosa igual.

—A mí —añadía otro— me corrían escalofríos al oírlo.

—¡Pero mírale, mírale qué pálido está!

Y así era. Joaquín, sintiéndose, después de su victoria, vencido, sentía hundirse en una sima de tristeza. No, su demonio no estaba muerto. Aquel discurso fue un éxito como no lo había tenido, como no volvería a tenerlo, y le hizo concebir la idea de dedicarse a la oratoria para adquirir en ella gloria con que oscurecer la de su amigo en la pintura.

—¿Has visto cómo lloraba Abel! —decía uno al salir. —Es que este discurso de Joaquín vale por todos los cuadros del otro. El discurso ha hecho el cuadro. Habrá que llamarle el cuadro del discurso. Quita el discurso y ¿qué queda del cuadro? ¡Nada! A pesar del primer premio.

Cuando Joaquín llegó a su casa, Antonia salió a abrirle la puerta y abrazarle:

—Ya lo sé, ya me lo han dicho. ¡Así, así! Vales más que él, mucho más que él; que sepa que si su cuadro vale será por tu discurso.

—Es verdad, Antonia, es verdad, pero...

—¿Pero qué? Todavía...

—Todavía, sí. No quiero decirte las cosas que el demonio, mi demonio, me decía mientras nos abrazábamos... —¡No, no me las digas, cállate!

—Pues tápame la boca.

Y ella le tapó la boca con un beso largo, cálido, húmedo, mientras se le nublaban de lágrimas los ojos.

—A ver si así me sacas el demonio, Antonia, a ver si me lo sorbes.

—Sí, para quedarme con él, ¿no es eso? —y procuraba reírse la pobre.

—Sí, sórbemelo, que a ti no puede hacerte daño, que en ti se morirá, se ahogará en tu sangre como en agua bendita...

Y cuando Abel se encontró en su casa, a solas con su Helena, esta le dijo:

—Ya han venido a contarme lo del discurso de Joaquín. ¡Ha tenido que tragar tu triunfo... ha tenido que tragarte... !

—No hables así, mujer, que no le has oído.

—Como si le hubiese oído.

—Le salía del corazón. Me ha conmovido. Te digo que ni yo sé lo que he pintado hasta que no le he oído a él explicárnoslo.

—No te fíes... no te fíes de él... Cuando tanto te ha elogiado, por algo será...

—¿Y no puede haber dicho lo que sentía?

—Tú sabes que está muerto de envidida de ti.

—Cállate.

—Muerto, sí, muertecito de envidia de ti...

—¡Cállate, cállate, mujer; cállate!

—No, no son celos porque él ya no me quiere, si es que me quiso... es envidia... envidia...

—¡Cállate! ¡Cállate! —rugió Abel.

—Bueno, me callo, pero tú verás...

—Ya he visto y he oído y me basta. ¡Cállate, digo!

XV

¡Pero no, no! Aquel acto heroico no le curó al pobre Joaquín.

«Empecé a sentir remordimiento —escribió en su Confesión— de haber dicho lo que dije, de no haber dejado estallar mi mala pasión para así librarme de ella, de no haber acabado con él artísticamente, denunciando los engaños y falsos efectismos de su arte, sus imitaciones, su técnica fría y calculada, su falta de emoción; de no haber matado su gloria. Y así me habría librado de lo otro, diciendo la verdad, reduciendo su prestigio a su verdadera tasa. Acaso Caín, el bíblico, el que mató al otro Abel, empezó a querer a este luego que lo vio muerto. Y entonces fue cuando empecé a creer; de los efectos de aquel discurso provino mi conversión.»

Lo que Joaquín llamaba así en su Confésión fue que Antonia, su mujer, que le vio no curado, que le temió acaso incurable, fue induciéndole a que buscase armas en la religión de sus padres, en la de ella, en la que había de ser de su hija, en la oración.

—Tú lo que debes hacer es ir a confesarte...

—Pero, mujer, si hace años que no voy a la iglesia...

—Por lo mismo.

—Pero si no creo en esas cosas...

—Eso creerás tú, pero a mí me ha explicado el padre cómo vosotros, los hombres de ciencia, creéis no creer, pero creéis. Yo sé que las cosas que te enseñó tu madre, las que yo enseñaré a nuestra hija...

—¡Bueno, bueno, déjame!

—No, no te dejaré. Vete a confesarte, te lo ruego. —¿Y qué dirán los que conocen mis ideas?

—¡Ah!, ¿es eso? ¿Son respetos humanos?

Mas la cosa empezó a hacer mella en el corazón de Joaquín, y se preguntó si realmente no creía y aun sin creer quiso probar si la Iglesia podría curarle. Y empezó a frecuentar el templo, algo demasiado a las claras, como en son de desafío a los que conocían sus ideas irreligiosas, y acabó yendo a un confesor. Y una vez en el confesonario se le desató el alma.

—Le odio, padre, le odio con toda mi alma, y a no creer como creo, a no querer creer como quiero creer, le mataría...

—Pero eso, hijo mío, eso no es odio; eso es más bien envidia.

—Todo odio es envidia, padre, todo odio es envidia.

—Pero debe cambiarlo en noble emulación, en deseo de hacer en su profesión y sirviendo a Dios, lo mejor que pueda...

—No puedo, no puedo, no puedo trabajar. Su gloria no me deja.

—Hay que hacer un esfuerzo..., para eso el hombre es libre.

—No creo en el libre albedrío, padre. Soy médico.

—Pero...

—¿Qué hice yo para que Dios me hiciese así, rencoroso, envidioso, malo? ¿Qué mala sangre me legó mi padre?

—Hijo mío..., hijo mío...

—No, no creo en la libertad humana, y el que no cree en la libertad no es libre. ¡No, no lo soy! ¡Ser libre es creer serlo!

—Es usted malo porque desconfía de Dios. —¿El desconfiar de Dios es maldad, padre?

—No quiero decir eso, sino que la mala pasión de usted proviene de que desconfía de Dios...

—¿El desconfiar de Dios es maldad? Vuelvo a preguntárselo.

—Sí, es maldad.

—Luego desconfío de Dios porque me hizo malo, como a Caín le hizo malo. Dios me hizo desconfiado... —Le hizo libre.

—Sí, libre de ser malo.

—¡Y de ser bueno!

—¿Por qué nací, padre?

—Pregunte más bien que para qué nació...

XVI

Abel había pintado una Virgen con el niño en brazos que no era sino un retrato de Helena, su mujer, con el hijo, Abelito. El cuadro tuvo éxito, fue reproducido, y ante una espléndida fotografía de él rezaba Joaquín a la Virgen Santísima, diciéndole: «¡Protégeme! ¡Sálvame!»

Pero mientras así rezaba, susurrándose en voz baja y como para oírse, quería acallar otra voz más honda, que brotándole de las entrañas le decía: «¡Así se muera! ¡Así te la deje libre!»

—¿Conque te has hecho ahora reaccionario? —le dijo un día Abel a Joaquín.

—¿Yo?

—Sí, me han dicho que te has dado a la Iglesia y que oyes misa diaria, y como nunca has creído ni en Dios ni en el diablo, y no es cosa de convertirse así, sin más ni menos, ¡pues te has hecho reaccionario!

—¿Y a ti qué?

—No, si no te pido cuentas; pero... ¿crees de veras?

—Necesito creer.

—Eso es otra cosa. ¿Pero crees?

—Ya te he dicho que necesito creer, y no me preguntes más.

—Pues a mí con el arte me basta; el arte es mi religión.

—Pues has pintado Vírgenes...

—Sí, a Helena.

—Que no lo es, precisamente.

—Para mí como si lo fuese. Es la madre de mi hijo...

—¿Nada más?

—Y toda madre es virgen en cuanto es madre.

—¡Ya estás haciendo teología!

—No sé, pero aborrezco el reaccionarismo y la gazmoñería. Todo eso me parece que no nace sino de la envidia, y me extraña en ti, que te creo muy capaz de distinguirte del vulgo, de los mediocres, me extraña que te pongas ese uniforme.

—¡A ver, a ver, Abel, explícate!

—Es muy claro. Los espíritus vulgares, ramplones, no consiguen distinguirse, y como no pueden sufrir que otros se distingan, les quieren imponer el uniforme del dogma, que es un traje de munición, para que no se distingan. El origen de toda ortodoxia, lo mismo en religión que en arte, es la envidia, no te quepa duda. Si a todos se nos deja vestirnos como se nos antoje, a uno se le ocurre un atavío que llame la atención y pone de realce su natural elegancia, y si es hombre hace que las mujeres le admiren, y se enamoren de él mientras otro, naturalmente ramplón y vulgar, no logra sino ponerse en ridículo buscando vestirse a su modo, y por eso los vulgares, los ramplones, que son los envidiosos, han ideado una especie de uniforme, un modo de vestirse como muñecos, que pueda ser moda, porque la moda es otra ortodoxia. Desengáñate, Joaquín: eso que llaman ideas peligrosas, atrevidas, impías, no son sino las que no se les ocurren a los pobres de ingenio rutinario, a los que no tienen ni pizca de sentido propio ni originalidad y sí sólo sentido común y vulgaridad. Lo que más odian es la imaginación y porque no la tienen.

—Y aunque así sea —exclamó Joaquín—, es que esos que llaman los vulgares, los ramplones, los mediocres, ¿no tienen derecho a defenderse?

—Otra vez defendiste en mi casa, ¿te acuerdas?, a Caín, al envidioso, y luego, en aquel inolvidable discurso que me moriré repitiéndotelo, en aquel discurso al que debo lo más de mi reputación, nos enseñaste, me enseñaste a mí al menos, el alma de Caín. Pero Caín no era ningún vulgar, ningún ramplón, ningún mediocre...

—Pero fue el padre de los envidiosos.

—Sí, pero de otra envidia, no de la de esa gente... La envidia de Caín era algo grande; la del fanático inquisidor es lo más pequeño que hay. Y me choca verte entre ellos...

«Pero este hombre —se decía Joaquín al separarse de Abel— ¿es que lee en mí? Aunque no, parece no darse cuenta de lo que me pasa. Habla y piensa como pinta, sin saber lo que dice y lo que pinta. Es un inconsciente, aunque yo me empeñe en ver en él un técnico reflexivo...»

XVII

Enteróse Joaquín de que Abel andaba enredado con una antigua modelo, y esto le corroboró en su aprensión de que no se había casado con Helena por amor. «Se Basaron —decíase— por humillarme.» Y luego se añadía: «Ni ella, ni Helena le quiere, ni puede quererle... ella no quiere a nadie, es incapaz de cariño, no es más que un hermoso estuche de vanidad... Por vanidad, y por desdén a mí, se casó, y por vanidad o por capricho es capaz de faltar a su marido... Y hasta con el mismo a quien no quiso para marido...» Surgíale a la vez de entre pavesas una brasa que creía apagada al hielo de su odio, y era su antiguo amor a Helena. Seguía, sí, a pesar de todo, enamorado de la pava real, de la coqueta, de la modelo de su marido. Antonia le era muy superior, sin duda, pero la otra era la otra. Y luego, la venganza... ¡es tan dulce la venganza! ¡Tan tibia para un corazón helado!

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