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Authors: Miguel de Unamuno

Abel Sánchez (4 page)

»Su mansedumbre me irritaba. Había veces en que ¡Dios me perdone!, la habría querido mala, colérica, despreciativa.»

VIII

En tanto la gloria artística de Abel seguía creciendo y confirmándose. Era ya uno de los pintores de más nombradía de la nación toda, y su renombre empezaba a traspasar las fronteras. Y esa fama creciente era como una granizada desoladora en el alma de Joaquín. «Sí, es un pintor muy científico; domina la técnica; sabe mucho, mucho; es habilísimo» —decía de su amigo, con palabras que silbaban. Era un modo de fingir exaltarle deprimiéndole:

Porque él, Joaquín, presumía ser un artista, un verdadero poeta en su profesión, un clínico genial, creador, intuitivo, y seguía soñando con dejar su clientela para dedicarse a la ciencia pura, a la patología teórica, a la investigación. ¡Pero ganaba tanto...!

«No era, sin embargo, la ganancia —dice en su Confesión póstuma— lo que más me impedía dedicarme a la investigación científica. Tirábame a esta por un lado el deseo de adquirir fama y renombre, de hacerme una gran reputación científica y asombrar con ella la artística de Abel, de castigar así a Helena, de vengarme de ellos, de ellos y de todos los demás, y aquí encadenaba los más locos de mis ensueños, mas por otra parte, esa misma pasión fangosa, el exceso de mi despecho y mi odio me quitaban serenidad de espíritu. No, no tenía el ánimo para el estudio, que lo requiere limpio y tranquilo. La clientela me distraía.

»La clientela me distraía, pero a veces temblaba pensando que el estado de distracción en que mi pasión me tenía preso me impidiera prestar el debido cuidado a dolencias de mis pobres enfermos.

»Ocurrióme un caso que me sacudió las entrañas. Asistía a una pobre señora, enferma de algún riesgo, pero caso desesperado, a la que él había hecho un retrato, retrato magnífico, uno de sus mejores retratos, de los que han quedado como definitivos de entre los que ha pintado, y aquel retrato era lo primero que se me venía a los ojos y al odio así que entraba en la casa de la enferma. Estaba viva en el retrato, más viva que en el lecho de carne y hueso sufrientes. Y el retrato parecía decirme "¡Mira, él me ha dado vida para siempre!, a ver si tú me alargas esta otra de aquí abajo." Y junto a la pobre enferma, auscultándola, tomándole el pulso, no veía sino la otra, a la retratada. Estuve torpe, torpísimo, y la pobre enferma se me murió; la dejé morir más bien, por mi torpeza, por mi criminal distracción. Sentí horror de mismo, de mi miseria.

»A los pocos días de muerta la señora aquella, tuve que ir a su casa, a ver allí otro enfermo, y entré dispuesto a mirar el retrato. Pero era inútil, porque era él, el retrato que me miraba aunque yo no le mirase y me atraía la mirada. Al despedirme me acompañó hasta la puerta viudo. Nos detuvimos al pie del retrato, y yo, como empujado por una fuerza irresistible y fatal, exclamé:

»—¡Magnífico retrato! ¡Es de lo mejor que ha hecho Abel!

»—Sí —me contestó el viudo—, es el mayor consuelo que me queda. Me paso largas horas contemplándola. Parece como que me habla.

»—¡ Sí, sí —añadí— este Abel es un artista estupendo! »Y al salir me decía: "¡Yo la dejé morir y él la resucita!"»

Sufría Joaquín mucho cada vez que se le moría alguno de sus enfermos, sobre todo los niños, pero la muerte de otros le tenía sin grave cuidado. «¿Para qué querrá vivir...? —decíase de algunos—. Hasta le haría un favor dejándole morir...»

Sus facultades de observador psicólogo habíansele aguzado con su pasión de ánimo y adivinaba al punto las más ocultas lacerías morales. Percatábase en seguida, bajo el embuste de las convenciones, de qué maridos preveían sin pena, cuando no deseaban, la muerte de sus mujeres y qué mujeres ansiaban verse libres de sus maridos, acaso para tomar otros de antemano escogidos ya. Cuando al año de la muerte de su cliente Álvarez, la viuda se casó con Menéndez, amigo íntimo del difunto, Joaquín se dijo: «Sí que fue rara aquella muerte... Ahora me la explico... ¡La humanidad es lo más cochino que hay, y la tal señora, dama caritativa, una de las señoras de lo más honrado...!»

—Doctor —le decía una vez uno de sus enfermos—, máteme usted, por Dios, máteme usted sin decirme nada, que ya no puedo más... Déme algo que me haga dormir para siempre...

«¿Y por qué no había de hacer lo que este hombre quiere —se decía Joaquín— si no vive más que para sufrir? ¡Me da pena! ¡Cochino mundo!»

Y eran sus enfermos para él no pocas veces espejos. Un día le llegó una pobre mujer de la vecindad, gastada por los años y los trabajos, cuyo marido, en los veinticinco años de matrimonio se había enredado con una pobre aventurera. Iba a contarle sus cuitas la mujer desdeñada.

—¡Ay, don Joaquín! —le decía—, usted, que dicen que sabe tanto, a ver si me da un remedio para que le cure a mi pobre marido del bebedizo que le ha dado esa pelona.

—¿Pero qué bebedizo, mujer de Dios?

—Se va a ir a vivir con ella, dejándome a mí, al cabo de veinticinco años...

—Más extraño es que la hubiese dejado de recién casados, cuando usted era joven y acaso...

—¡Ah, no, señor, no! Es que le ha dado un bebedizo trastornándole el seso, porque si no, no podría ser... No podría ser...

—Bebedizo... bebedizo... —murmuró Joaquín.

—Sí, don Joaquín, sí, un bebedizo... Y usted, que sabe tanto, deme un remedio para él.

—¡Ay, buena mujer!, ya los antiguos trabajaron en balde para encontrar un agua que los rejuveneciese...

Y cuando la pobre mujer se fue desolada, Joaquín se decía: «Pero ¿no se mirará al espejo esta desdichada? ¿No verá el estrago de los años de rudo trabajo? Estas gentes del pueblo todo lo atribuyen a bebedizos o a envidias... ¿Que no encuentran trabajo...? Envidias... ¿Que les sale algo mal? Envidias. El que todos sus fracasos los atribuye a ajenas envidias es un envidioso. ¿Y no lo seremos todos? ¿No me habrán dado un bebedizo?»

Durante unos días apenas pensó más que en el bebedizo. Y acabó diciéndose: «¡Es el pecado original!»

IX

Casóse Joaquín con Antonia buscando en ella un amparo, y la pobre adivinó desde luego su menester, el oficio que hacía en el corazón de su marido y cómo le era un escudo y un posible consuelo. Tomaba por marido a un enfermo, acaso a un inválido incurable, del alma; su misión era la de una enfermera. Y le aceptó llena de compasión, llena de amor a la desgracia de quien así unía su vida a la de ella.

Sentía Antonia que entre ella y su Joaquín había como un muro invisible, una cristalina y transparente muralla de hielo. Aquel hombre no podía ser de su mujer, porque no era de sí mismo, dueño de sí, sino a la vez un enajenado y un poseído. En los más íntimos trasportes de trato conyugal, una invisible sombra fatídica se interponía entre ellos. Los besos de su marido parecíanle besos robados, cuando no de rabia.

Joaquín evitaba hablar de su prima Helena delante de su mujer, y esta, que se percató de ello al punto, no hacía sino sacarla a colación a cada paso en sus conversaciones.

Esto en un principio, que más adelante evitó mentarla.

Llamáronle un día a Joaquín a casa de Abel, como a médico, y se enteró de que Helena llevaba ya en sus entrañas fruto de su marido, mientras que su mujer, Antonia, no ofrecía aún muestra alguna de ello. Y al pobre asaltó una tentación vergonzosa, de que se sentía abochornado, y era la de un diablo que le decía: «¿Ves? ¡Hasta es más hombre que tú! Él, el que con su arte resucita e inmortaliza a los que tú dejas morir por tu torpeza, él tendrá pronto un hijo, traerá un nuevo viviente, obra suya de carne y sangre y hueso al mundo, mientras tú... Tú acaso no seas capaz de ello... ¡Es más hombre que tú!»

Entró mustio y sombrío en el puerto de su hogar.

—Vienes de casa de Abel, ¿no? —le preguntó mujer.

—Sí. ¿En qué lo has conocido?

—En tu cara. Esa casa es tu tormento. No debías ir a ella...

—¿Y qué voy a hacer?

—¡Excusarte! Lo primero es tu salud y tu tranquilidad...

—Aprensiones tuyas...

—No, Joaquín, no quieras ocultármelo... —y no puedo continuar, porque las lágrimas le ahogaron la voz.

Sentóse la pobre Antonia. Los sollozos se le arrancaban de cuajo.

—Pero ¿qué te pasa, mujer, qué es eso...?

—Dime tú lo que a ti te pasa, Joaquín, confíamelo todo, confiésate conmigo...

—No tengo nada de que acusarme...

—Vamos, ¿me dirás la verdad, Joaquín, la verdad? El hombre vaciló un momento, pareciendo luchar un enemigo invisible, con el diablo de su guarda, y con arrancada de una resolución súbita, desesperada, gritó casi:

—¡Sí, te diré la verdad, toda la verdad!

—Tú quieres a Helena; tú estás enamorado todavía de Helena.

—¡No, no lo estoy! ¡no lo estoy! ¡lo estuve; pero no lo estoy ya, no!

—¿Pues entonces?...

—¿Entonces, qué?

—¿A qué esa tortura en que vives? Porque esa casa, la casa de Helena, es la fuente de tu malhumor, esa casa es la que no te deja vivir en paz, es Helena...

—¡Helena no! ¡Es Abel!

—¿Tienes celos de Abel?

—Sí, tengo celos de Abel; le odio, le odio, le odio —y cerraba la boca y los puños al decirlo, pronunciándolo entre dientes.

—Tienes celos de Abel... Luego quieres a Helena.

—No, no quiero a Helena. Si fuese de otro no tendría celos de ese otro. No, no quiero a Helena, la desprecio, desprecio a la pava real esa, a la belleza profesional, a la modelo del pintor de moda, a la querida de Abel...

—¡Por Dios, Joaquín, por Dios...!

—Sí, a su querida... legítima. ¿O es que crees que la bendición de un cura cambia un arrimo en matrimonio?

—Mira, Joaquín, que estamos casados como ellos...

—¡Como ellos, no, Antonia, como ellos, no! Ellos se casaron por rebajarme, por humillarme, por denigrarme; ellos se casaron para burlarse de mí; ellos se casaron contra mí.

Y el pobre hombre rompió en unos sollozos que le ahogaban el pecho, cortándole el respiro. Se creía morir.

—Antonia... Antonia... —suspiró con un hilito de voz apagada.

—¡Pobre hijo mío! —exclamó ella abrazándole.

Y le tomó en su regazo como a un niño enfermo, acariciándole. Y le decía:

—Cálmate, mi Joaquín, cálmate... Estoy aquí yo, tu mujer, toda tuya y sólo tuya. Y ahora que sé del todo tu secreto, soy más tuya que antes y te quiero más que nunca... Olvídalos... desprécialos... Habría sido peor que una mujer así te hubiese querido...

—Sí, pero él, Antonia, él...

—¡Olvídale!

—No puedo olvidarle... me persigue... su fama, su gloria me sigue a todas partes...

—Trabaja tú y tendrás fama y gloria, porque no vales menos que él. Deja la clientela, que no la necesitamos, vámonos de aquí a Renada, a la casa que fue de mis padres, y allí dedícate a lo que más te guste, a la ciencia, a hacer descubrimientos de esos y que se hable de ti... Yo te ayudaré en lo que pueda... Yo haré que no te distraigan... y serás más que él...

—No puedo, Antonia, no puedo; sus éxitos me quitan el sueño y no me dejarían trabajar en paz... la visión de sus cuadros maravillosos se pondría entre mis ojos y el microscopio y no me dejaría ver lo que otros no han visto aún por él... No puedo... no puedo...

Y bajando la voz como un niño, casi balbuciendo como atontado por la caída en la sima de su abyección, sollozó diciendo:

—Y van a tener un hijo, Antonia...

—También nosotros le tendremos —le suspiró ella al oído, envolviéndolo en un beso—, no me lo negará la Santísima Virgen, a quien se lo pido todos los días... Y el agua bendita de Lourdes...

—¿También tú crees en bebedizos, Antonia?

—¡Creo en Dios!

—«Creo en Dios» —se repitió Joaquín el verse solo; solo con el otro—; «¿y qué es creer en Dios? ¿Dónde está Dios? ¡Tendré que buscarle!»

X

«Cuando Abel tuvo su hijo —escribía en su Confesión Joaquín— sentí que el odio se me enconaba. Me había invitado a asistir a Helena al parto, pero me excusé con que yo no asistía a partos, lo que era cierto, y con que no sabría conservar toda la sangre fría, mi sangre arrecida más bien, ante mi prima si se viera en peligro. Pero mi diablo me insinuó la feroz tentación de ir a asistirla y de ahogar a hurtadillas al niño. Vencí a la asquerosa idea.

»Aquel nuevo triunfo de Abel, del hombre, no ya del artista —el niño era una hermosura, una obra maestra de salud y de vigor, "un angelito", decían—, me apretó aún más a mi Antonia, de quien esperaba el mío. Quería, necesitaba que la pobre víctima de mi ciego odio —pues la víctima era mi mujer más que yo— fuese madre de hijos míos, de carne de mi carne, de entrañas de mis entrañas torturadas por el demonio. Sería la madre de mis hijos y por ello superior a las madres de los hijos de otros. Ella, la pobre, me había preferido a mí, al antipático, al despreciado, al afrentado; ella había tomado lo que otra desechó con desdén y burla. ¡Y hasta me hablaba bien de ellos!

»El hijo de Abel, Abelín, pues le pusieron el mismo nombre de su padre y como para que continuara su linaje y la gloria de él, el hijo de Abel, que habría de ser andando el tiempo, instrumento de mi desquite, era una maravilla de niño. Y yo necesitaba tener uno así, más hermoso aún que él.»

XI

—¿Y qué preparas ahora? —le preguntó a Abel Joaquín un día en que, habiendo ido a ver al niño, se encontraron en el cuarto de estudio de aquél.

—Pues ahora voy a pintar un cuadro de Historia, o mejor, del Antiguo Testamento, y me estoy documentando...

—¿Cómo? ¿Buscando modelos de aquella época?

—No, leyendo la Biblia y comentarios a ella.

—Bien digo yo que tú eres un pintor científico...

—Y tú un médico artista, ¿no es eso?

—¡Peor que un pintor científico... literato! ¡Cuida de no hacer con el pincel literatura!

—Gracias por el consejo.

—¿Y cuál va a ser el asunto de tu cuadro?

—La muerte de Abel por Caín, el primer fratricidio.

Joaquín palideció aún más, y mirando fijamente a su primer amigo, le preguntó a media voz:

—¿Y cómo se te ha ocurrido eso?

—Muy sencillo —contestó Abel sin haberse percatado del ánimo de su amigo—; es la sugestión del nombre. Como me llamo Abel... Dos estudios de desnudo...

—Sí, desnudo del cuerpo...

—Y aun del alma...

—¿Pero piensas pintar sus almas?

—¡Claro está! El alma de Caín, de la envidia, y el alma de Abel...

—¿El alma de qué?

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