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Authors: Miguel de Unamuno

Abel Sánchez (5 page)

—En eso estoy ahora. No acierto a dar con la expresión, con el alma de Abel. Porque quiero pintarle antes de morir, derribado en tierra y herido de muerte por su hermano. Aquí tengo el Génesis y el Caín de lord Byron; ¿lo conoces?

—No, no conozco el Caín de lord Byron. ¿Y qué has sacado de la Biblia?

—Poca cosa... Verás —y tomando un libro, leyó: «y conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y parió a Caín y dijo: He adquirido varón por Jehová. Y después parió a su hermano Abel y fue Abel pastor de ovejas, y Caín fue labrador de la tierra. Y aconteció, andando el tiempo, que Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová y Abel trajo de los primogénitos de sus ovejas y de su grosura. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda, mas no miró propicio a Caín y a la ofrenda suya...»

—Y eso, ¿por qué?... —interrumpió Joaquín—. ¿Por qué miró Dios con agrado la ofrenda de Abel y con desdén la de Caín?

—No lo explica aquí...

—¿Y no te lo has preguntado tú antes de ponerte a pintar tu cuadro?

—Aún no... Acaso porque Dios veía ya en Caín el futuro matador de su hermano... al envidioso...

—Entonces es que le había hecho envidioso, es que le había dado un bebedizo. Sigue leyendo.

—«Y ensañóse Caín en gran manera y decayó su semblante. Y entonces Jehová dijo a Caín: ¿Por qué te has ensañado?, ¿y por qué se ha demudado tu rostro? Si bien hicieres, ¿no serás ensalzado?, y si no hicieres bien el pecado está a tu puerta. Ahí está que te desea, pero tú le dominarás...»

—Y le venció el pecado —interrumpió Joaquín—, porque Dios le había dejado de su mano. ¡Sigue!

—«Y habló Caín a su hermano Abel, y aconteció que estando ellos en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel y le mató. Y Jehová dijo a Caín...»

—¡Basta! No leas más. No me interesa lo que Jehová dijo a Caín luego que la cosa no tenía ya remedio.

Apoyó Joaquín los codos en la mesa, la cara entre las palmas de la mano, y clavando una mirada helada y punzante en la mirada de Abel, sin saber de qué alarmado, le dijo:

—¿No has oído nunca una especie de broma que gastan con los niños que aprenden de memoria la Historia Sagrada cuando les preguntan: «¿Quién mató a Caín?»

—¡No!

—Pues sí, les preguntan eso y los niños, confundiéndose, suelen decir: «Su hermano Abel.»

—No sabía eso.

—Pues ahora lo sabes. Y dime tú, que vas a pintar esa escena bíblica... ¡y tan bíblica!, ¿no se te ha ocurrido pensar que si Caín no mata a Abel habría sido este el que habría acabado matando a su hermano?

—¿Y cómo se te puede ocurrir eso?

—Las ovejas de Abel eran adeptas a Dios, y Abel, el pastor, hallaba gracia a los ojos del Señor, pero los frutos de la tierra de Caín, del labrador, no gustaban a Dios ni tenía para Él gracia Caín. El agraciado, el favorito de Dios era Abel... el desgraciado, Caín...

—¿Y qué culpa tenía Abel de eso?

—¡Ah!, pero ¿tú crees que los afortunados, los agraciados, los favoritos, no tienen culpa de ello? La tienen de no ocultar y ocultar como una vergüenza, que lo es, todo favor gratuito, todo privilegio no ganado por propios méritos, de no ocultar esa gracia en vez de hacer ostentación de ella. Porque no me cabe duda de que Abel restregaría a los hocicos de Caín su gracia, le azuzaría con el humo de sus ovejas sacrificadas a Dios. Los que se creen justos suelen ser unos arrogantes que van a deprimir a los otros con la ostentación de su justicia. Ya dijo quien lo dijera que no hay canalla mayor que las personas honradas...

—¿Y tú sabes —le preguntó Abel sobrecogido por la gravedad de la conversación— que Abel se jactara de su gracia?

—No me cabe duda, ni de que no tuvo respeto a su hermano mayor, ni pidió al Señor gracia también para él. Y sé más, y es que los abelitas han inventado el infierno para los cainitas porque si no su gloria les resultaría insípida. Su goce está en ver, libres de padecimiento, padecer a los otros...

—¡Ay, Joaquín, Joaquín, qué malo estás!

—Sí, nadie es médico de sí mismo. Y ahora dame ese Caín de lord Byron, que quiero leerlo.

—¡Tómalo!

—Y dime, ¿no te inspira tu mujer algo para ese cuadro?, ¿no te da alguna idea?

—¿Mi mujer? En esta tragedia no hubo mujer.

—En toda tragedia la hay, Abel.

—Sería acaso Eva...

—Acaso... La que les dio la misma leche; el bebedizo...

XII

Leyó Joaquín el Caín de lord Byron. Y en su Confesión escribía más tarde:

Fue terrible el efecto que la lectura de aquel libro me hizo. Sentí la necesidad de desahogarme y tomé unas notas que aún conservo y las tengo ahora aquí, presentes. Pero ¿fue sólo por desahogarme? No; fue con el propósito de aprovecharlas algún día pensando que podrían servirme de materiales para una obra genial. La vanidad nos consume. Hacemos espectáculo de nuestras más íntimas y asquerosas dolencias. Me figuro que habrá quien desee tener un tumor pestífero como no le ha tenido antes ninguno para hombrearse con él. ¿Esta misma Confesión no es algo más que un desahogo?

»He pensado alguna vez romperla para librarme de ella. Pero ¿me libraría? ¡No! Vale más darse un espectáculo que consumirse. Y al fin y al cabo no es más que espectáculo la vida.

»La lectura del Caín de lord Byron me entró hasta lo más íntimo. ¡Con qué razón culpaba Caín a sus padres de que hubieran cogido de los frutos del árbol de la ciencia en vez de coger de los del árbol de la vida! A mí, por lo menos, la ciencia no ha hecho más que exacerbarme la herida.

»¡Ojalá nunca hubiera vivido! —digo con aquel Caín—. ¿Por qué me hicieron? ¿Por qué he de vivir? Y lo que no me explico es cómo Caín no se decidió por el suicidio. Habría sido el más noble comienzo de la historia humana. Pero ¿por qué no se suicidaron Adán y Eva después de la caída y antes de haber dado hijos? ¡Ah, es qu entonces Jehová habría hecho otros iguales y otro Caín y otro Abel! ¿No se repetirá esta misma tragedia en otros mundos, allá por las estrellas? Acaso la tragedia tiene otras representaciones, sin que baste el estreno de la tierra. Pero ¿fue estreno?

»Cuando leí cómo Luzbel le declaraba a Caín cómo era este, Caín, inmortal, es cuando empecé con terror a pensar si yo también seré inmortal y si será inmortal en mí mi odio. "¿Tendré alma —me dije entonces—, será este mi odio alma?", y llegué a pensar que no podría ser de otro modo, que no puede ser función de un cuerpo un odio así. Lo que no había encontrado con el escalpelo en otros lo encontré en mí. Un organismo corruptible no podía odiar como yo odiaba. Luzbel aspiraba a ser Dios, yo, desde muy niño, ¿no aspiré a anular a los demás? ¿Y cómo podía ser yo tan desgraciado si no me hizo tal el creador de la desgracia?

»Nada le costaba a Abel criar sus ovejas, como nada le costaba, a él, al otro, hacer sus cuadros; pero ¿a mí?, a mí me costaba mucho diagnosticar las dolencias de mis enfernos.

»Quejábase Caín de que Adah, su propia querida Adah su mujer y hermana, no comprendiera el espíritu que a él le abrumaba. Pero sí, sí, mi Adah, mi pobre Adah comprendía mi espíritu. Es que era cristiana. Mas tampoco yo encontré algo que conmigo simpatizara.

»Hasta que leí y releí el Caín byroniano, yo, que tanto hombres había visto agonizar y morir, no pensé en la muerte, no la descubrí. Y entonces pensé si al morir me moriría con mi odio, si se moriría conmigo o si me sobreviviría; pensé si el odio sobrevive a los odiadores, si es algo sustancial y que se transmite, si es el alma, la esencia misma del alma. Y empecé a creer en el infierno y que la muerte es un ser, es el Demonio, es el Odio hecho persona, es el Dios del alma. Todo lo que mi ciencia no me enseñó me enseñaba el terrible poema de aquel gran odiador que fue lord Byron.

»Mi Adah también me echaba dulcemente en cara cuando yo no trabajaba, cuando no podía trabajar. Y Luzbel estaba entre mi Adah y yo. "¡No vayas con ese Espíritu!" —me gritaba mi Adah—. ¡Pobre Antonia! Y me pedía también que le salvara de aquel Espíritu. Mi pobre Adah no llegó a odiarlos como los odiaba yo. ¿Pero llegué yo a querer de veras a mi Antonia? Ah, si hubiera sido capaz de quererla me habría salvado. Era para mí otro instrumento de venganza. Queríala para madre de un hijo o de una hija que me vengaran. Aunque pensé, necio de mí, que una vez padre se me curaría aquello. ¿Mas acaso no me casé sino para hacer odiosos como yo, para transmitir mi odio, para inmortalizarlo?

»Se me quedó grabada en el alma como con fuego aquella escena de Caín y Luzbel en el abismo del espacio. Vi mi ciencia a través de mi pecado y la miseria de dar vida para propagar la muerte. Y vi que aquel odio inmortal era mi alma. Ese odio pensé que debió de haber precedido a mi nacimiento y que sobreviviría a mi muerte. Y me sobrecogí de espanto al pensar en vivir siempre para aborrecer siempre. Era el Infierno. ¡Y yo que tanto me había reído de la creencia en él! ¡Era el Infierno!

»Cuando leí cómo Adah habló a Caín de su hijo, de Enoc, pensé en el hijo, o en la hija que habría de tener; pensé en ti, hija mía; mi redención y mi consuelo; pensé en que tú vendrías a salvarme un día. Y al leer lo que aquel Caín decía a su hijo dormido e inocente, que no sabía que estaba desnudo, pensé si no había sido en mí un crimen engendrarte, ¡pobre hija mía! ¿Me perdonarás haberte hecho? Y al leer lo que Adah decía a su Caín, recordé mis años de paraíso, cuando aún no iba a cazar premios, cuando no soñaba en superar a todos los demás. No, hija mía, no; no ofrecí mis estudios a Dios con corazón puro, no busqué la verdad y el saber, sino que busqué los premios y la fama y ser más que él.

»Él, Abel, amaba su arte y lo cultivaba con pureza de intención y no trató de imponérseme. No, no fue él quien me la quitó, ¡no! ¡Y yo llegué a pensar en derribar el altar de Abel, loco de mí! Y es que no había pensado más que en mí.

»El relato de la muerte de Abel, tal y como aquel terrible poeta del demonio nos lo expone, me cegó. Al leerlo sentí que se me iban las cosas y hasta creo que sufrí un mareo. Y desde aquel día, gracias al impío Byron, empecé a creer.»

XIII

Le dio Antonia a Joaquín una hija. «Una hija —se dijo— ¡y él un hijo!» Mas pronto se repuso de esta nueva treta de su demonio. Y empezó a querer a su hija con toda la fuerza de su pasión y por ella a la madre. «Será mi vengadora», se dijo primero, sin saber de qué habría de vengarle, y luego: «Será mi purificadora.»

«Empecé a escribir esto —dejó escrito en su Confesión— más tarde para mi hija, para que ella, después de yo muerto, pudiese conocer a su pobre padre y compadecerle y quererle. Mirándola dormir en la cuna, soñando su inocencia, pensaba que para criarla y educarla pura tenía yo que purificarme de mi pasión, limpiarme de la lepra de mi alma. Y decidí hacerle que amase a todos y sobre todo a ellos. Y allí, sobre la inocencia de su sueño, juré libertarme de mi infernal cadena. Tenía que ser yo el mayor heraldo de la gloria de Abel.»

Y sucedió que habiendo Abel Sánchez acabado su cuadro, lo llevó a una Exposición, donde obtuvo un aplauso general y fue admirado como estupenda obra maestra, y se le dio la medalla de honor.

Joaquín iba a la sala de la Exposición a contemplar el cuadro y a mirar en él, como si mirase en un espejo, al Caín de la pintura y a espiar en los ojos de las gentes si le miraban a él después de haber mirado al otro.

«Torturábame la sospecha —escribió en su Confesión— de que Abel hubiese pensado en mí al pintar su Caín, de que hubiese descubierto todas las insondables negruras de la conversación que con él mantuve en su casa cuando me anunció su propósito de pintarlo y cuando me leyó los pasajes del Génesis, y yo me olvidé tanto de él y pensé tanto en mí mismo, que puse al desnudo mi alma enferma. ¡Pero no! No había en el Caín de Abel el menor parecido conmigo, no pensó en mí al pintarlo, es decir, no me despreció, no lo pintó desdeñándome, ni Helena debió de decirle nada de mí. Les bastaba con saborear el futuro triunfo, el que esperaban. ¡Ni siquiera pensaban en mí!

»Y esta idea de que ni siquiera pensasen en mí, de que no me odiaran, torturábame aún más que lo otro. Ser odiado por él con un odio como el que yo le tenía, era algo y podía haber sido mi salvación.»

Y fue más allá, o entró más dentro de sí Joaquín, y fue que lanzó la idea de dar un banquete a Abel para celebrar su triunfo y que él, su amigo de siempre, su amigo de antes de conocerse, le ofrecería el banquete.

Joaquín gozaba de cierta fama de orador. En la Academia de Medicina y Ciencias era el que dominaba a los demás con su palabra cortante y fría, precisa y sarcástica de ordinario. Sus discursos solían ser chorros de agua fría sobre los entusiasmos de los principiantes, acres lecciones de escepticismo pesimista. Su tesis ordinaria, que nada se sabía de cierto en Medicina, que todo era hipótesis y un continuo tejer y destejer, que lo más seguro era la desconfianza. Por esto, al saberse que era él, Joaquín, quien ofrecería el banquete, echáronse los más a esperar alborozados un discurso de doble filo, una disección despiadada, bajo apariencias de elogio, de la pintura científica y documentada, o bien un encomio sarcástico de ella. Y un regocijo malévolo corría por los corazones de todos los que habían oído alguna vez hablar a Joaquín del arte de Abel. Apercibiéronle a este del peligro.

—Os equivocáis —les dijo Abel—. Conozco a Joaquín y no le creo capaz de eso. Sé algo de lo que le pasa, pero tiene un profundo sentido artístico y dirá cosas que valga la pena de oírlas. Y ahora quiero hacerle un retrato.

—¿Un retrato?

—Sí, vosotros no le conocéis como yo. Es un alma de fuego tormentosa.

—Hombre más frío...

—Por fuera. Y en todo caso dicen que el frío quema. Es una figura que ni aposta...

Y este juicio de Abel llegó a oídos del juzgado, de Joaquín, y le sumió más en sus cavilaciones. «¿Qué pensará en realidad de mí?, se decía. ¿Será cierto que me tiene así, por un alma de fuego, tormentosa? ¿Será cierto que me reconoce víctima del capricho de la suerte?»

Llegó en esto a algo de que tuvo que avergonzarse hondamente, y fue que, recibida en su casa una criada que había servido en la de Abel, la requirió de ambiguas familiaridades mas sin comprometerse, no más que para inquirir de ella lo que en la otra casa hubiera oído decir de él.

—Pero, vamos, dime, ¿es que no les oíste nunca nada de mí?

—Nada, señorito, nada.

—¿Pero no hablaban alguna vez de mí?

—Como hablar, sí, creo que sí, pero no decían nada.

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