Authors: Emile Zola
Por lo tanto, es cierto, todo el leal y prestigioso pasado de Monsieur Scheurer-Kestner ha debido de hundirse. Si todavía cree en la bondad y en la equidad de los hombres, es que posee un sólido optimismo. Lleva tres semanas viendo cómo le arrastran por el fango porque ha puesto en juego el honor y la alegría de su vejez, porque quiso ser justo. No existe aflicción más dolorosa para un hombre honrado que sufrir martirio a causa de su honradez. Es asesinar en ese hombre su fe en el mañana, envenenarle la esperanza; y si muere dirá: «¡Se acabó, ya no queda nada, todo lo bueno que hice se va conmigo, la virtud solo es una palabra, el mundo es sólo tinieblas y vacío!». Y para vilipendiar al patriotismo, se ha elegido a ese hombre que es el último representante de Alsacia-Lorena en nuestras Asambleas. ¡Un vendido, él, un traidor, un ofensor del ejército, cuando la simple mención de su nombre debería bastar para tranquilizar las más sombrias inquietudes! No cabe duda de que cometió la ingenuidad de creer que su calidad de alsaciano y su fama de ardiente patriota le valdrían como garantía de su buena fe en sus delicadas funciones de justiciero. Que se ocupase de este caso, ¿no venía a significar que una pronta conclusion le parecía necesaria para el honor del ejército, para el honor de la patria? Dejad que el caso siga arrastrándose más semanas, intentad sofocar la verdad, impedid que se haga justicia y veréis cómo nos habréis convertido en el hazmerreír de toda Europa, cómo habréis situado a Francia a la cola de las naciones.
¡No, no! ¡Las estúpidas pasiones políticas y religiosas no quieren comprender nada, y la juventud de nuestras universidades ofrece al mundo el espectáculo de ir a abuchear a Monsieur Scheurer-Kestner, el traidor, el vendido que insulta el ejército y que compromete a la patria!
Ya sé que el grupo de jóvenes que se manifiesta no representa a toda la juventud y que un centenar de alborotadores por la calle causan más ruido que diez mil trabajadores que se que dan en su casa. Pero cien alborotadores son ya demasiados, y ¡qué desalentador es el síntoma de que ese movimiento, por reducido que sea, se produzca hoy en el Barrio Latino!
Antisemitas jóvenes. ¿Existen, pues, esas cosas? ¿Hay cerebros nuevos, almas nuevas desequilibradas por ese veneno idiota? ¡Qué triste, qué inquietante para el siglo XX que va a iniciarse! Cien años después de la Declaración de los Derechos del Hombre, cien años después del acto supremo de tolerancia y emancipación, volvemos a las guerras de religión, al más odioso y necio de los fantasmas. Eso es comprensible en algunos hombres que desempeñan su papel, que tienen que mantener una actitud y satisfacer una ambición voraz. Pero ¡en los jóvenes, en los que nacen y ayudan a que se desarrollen y expandan todos los derechos y libertades que habíamos soñado ver surgir, fulgurantes, en el próximo siglo! Eran los trabajadores que esperábamos y, en cambio, se declaran ya antisemitas, o sea, que comenzarán el siglo exterminando a todos los judíos porque son ciudadanos de otra raza y de otra fe. ¡Buen principio para la Ciudad de nuestros sueños, la Ciudad de la igualdad y la fraternidad! Si la juventud llegara de veras a ese extremo, sería para echarse a llorar, para negar toda esperanza y toda felicidad humanas.
¡Oh juventud, juventud! Te to ruego, piensa en la gran labor que te espera. Eres la futura obrera, tú pondrás los cimientos de este siglo cercano que, estamos profundamente convencidos, resolverá los problemas de verdad y de equidad planteados por el siglo que termina. Nosotros, los viejos, los mayores, te dejamos el formidable cúmulo de nuestras investigaciones, tal vez muchas contradicciones y oscuridades, pero ciertamente también te dejamos el esfuerzo más apasionado que nunca siglo alguno haya realizado en pos de la luz, los más honestos y más sólidos documentos, los fundamentos mismos de este vasto edificio de la ciencia que tienes que seguir construyendo en pro de tu honor y tu felicidad. Y sólo te pedimos que seas más generosa aún que nosotros, más abierta de espíritu, que nos superes con tu amor a una existencia pacífica, dedicando tu esfuerzo al trabajo, esa fecundidad de los hombres y de la tierra que por fin sabrá lograr que brote la desbordante cosecha de alegría bajo el resplandeciente sol. Nosotros te cederemos fraternalmente el puesto, satisfechos de desaparecer y descansar de nuestra parte de labor en el sueño gozoso de la muerte, si sabemos que tú continuarás y harás realidad nuestros sueños.
¡Juventud, juventud! Acuérdate de lo que sufrieron tus padres, y de las batallas terribles que tuvieron que vencer, para conquistar la libertad de que gozas ahora. Si te sientes independiente, si puedes ir y venir a voluntad o decir en la prensa lo que piensas, o tener una opinion y expresarla públicamente, es porque tus padres contribuyeron a ello con su inteligencia y su sangre. No has nacido bajo la tiranía, ignoras lo que es despertarse cada mañana con la bota de un amo sobre el pecho, no has combatido para escapar al sable del dictador, a la ley falaz del mal juez. Agradéceselo a tus padres y no cometas el crimen de aclamar la mentira, de alinearte junto a la fuerza brutal, junto a la intolerancia de los fanáticos y la voracidad de los ambiciosos. La dic tadura ha tocado a su fin.
¡Juventud, juventud! Manténte siempre cerca de la justicia. Si la idea de justicia se oscureciera en ti, caerías en todos los peligros. No me refiero a la justicia de nuestros Códigos, que no es sino la garantía de los lazos sociales. Por supuesto, hay que respetarla; sin embargo, existe una noción más elevada de justicia, la que establece como principio que todo juicio de los hombres es falible y la que admite la posible inocencia de un condenado sin por ello insultar a los jueces. ¿No ha ocurrido ahora algo que por fuerza ha de indignar tu encendida pasión por el Derecho? ¿Quién se alzará para exigir que se haga justicia sino tú, que no estás mezclada en nuestras luchas de intereses ni de personas, que no te has aventurado ni comprometido en ninguna situa ción sospechosa, que puedes hablar en voz alta, con toda honestidad y buena fe?
¡Juventud, juventud! Sé humana, sé gene rosa. Aunque nos equivoquemos, permanece a nuestro lado cuando decimos que un inocente sufre una pena atroz y que se nos parte de angustia nuestro corazón sublevado. Basta admitir por un instante el posible error frente a un castigo tan desmesurado para que se encoja el corazón y broten lágrimas de los ojos. Cierto, los carceleros son insensibles, pero tú, ¡tú que aún lloras, tú, afectada ante cualquier miseria, cualquier piedad! ¿Por qué no realizas este sueño caballeresco de defender su causa y liberar al mártir que en algún lugar sucumbe al odio? ¿Quién sino túintentará la sublime aventura, se lanzará a defender una causa peligrosa y soberbia, se enfrentará a un pueblo en nombre de la justicia ideal? ¿No te avergüenza que sean unos viejos, unos mayores, los que se apasionen, los que cumplan tu tarea de generosa locura?
«¿Adónde vais, jóvenes, adónde vais, estudiantes que corréis por la calle manifestándoos, enarbolando en medio de nuestras discordias el valor y la esperanza de vuestros veinte años?»
«¡Vamos a luchar por la humanidad, la verdad, la justicia!»
Las siguientes páginas, publicadas en un folleto, salieron a la venta el 6 de enero de 1898.
Este folleto constituía el segundo de la serie, y había planeado que la serie fuera larga. Esta forma de publicación me satisfacía en grado sumo, pues sólo me comprometía a mí, permitiéndome una libertad plena y asumiendo yo toda la responsabilidad. Además, ya no me veía constreñido por las reducidas dimensiones de un artículo de periódico, y eso me facilitaba la extension. Los acontecimientos no cesaban, yo los esperaba, resuelto a decirlo todo, a luchar hasta el fin para que reluciera la verdad y se hiciera justicia de una vez.
En los horribles dias de confusión moral que estamos viviendo, en un momento en que la conciencia pública parece ofuscarse, a ti, Francia, me dirijo, a la nación, a la patria. Cada mañana, al leer en los periódicos lo que al parecer piensas de este lamentable caso Dreyfus, aumenta mi estupor y se solivianta mi espíritu. ¿Cómo? Francia, ¿eres tú la que has llegado a eso, a convencerte de las mentiras más evidentes, a atacar a gente honrada al lado de la turba de malhechores, a trastornarte bajo el pretexto idiota de que están insultando a tu ejército e intrigando para venderte al enemigo, cuando resulta que el deseo de tus hijos más sabios y más leales es que sigas siendo, a los ojos de la Europa que nos mira con atención, la nación del honor, la nación de la humanidad, de la verdad y la justicia?
Es cierto, a eso ha llegado la gran masa, sobre todo la masa de los pequeños y los humildes, la población de las ciudades, casi todas las provincias y el campo, la mayoría -digna de consideración- de quienes dan por buena la opinión de los periódicos o de los vecinos, que carecen de medios para documentarse o reflexionar. ¿Qué ha ocurrido, pues? ¿Cómo tu pueblo, Francia, ese pueblo de buen corazón y sentido común ha podido llegar a ese miedo atroz, a esa intolerancia tenebrosa? ¡Le cuentan que un hombre quizás inocente sufre la peor de las torturas y que hay pruebas materiales y morales de que se impone la revisión del caso, y tu pueblo se niega violentamente a que se haga la luz, toma partido por los sectarios y los bandidos, por gente interesada en mantener el cadáver bajo tierra, ese pueblo que, ayer aún, hubiera vuelto a destruir la Bastilla para liberar a un preso!
¡Qué angustia y qué tristeza, Francia, hay en el alma de los que te quieren, de los que desean tu honor y tu grandeza! Con aflicción contemplo esta mar turbia y encrespada de tu pueblo, me pregunto cuá les son las causas de la tempestad que amenaza con llevarse lo mejor de tu gloria. La situación reviste una gravedad mortal, veo síntomas que me inquietan. Pero me atreveré a decirlo todo, pues un solo anhelo tuve en mi vida, la verdad, y no hago ahora más que continuar mi obra.
¿Te das cuenta de que el peligro radica precisamente en esas obstinadas tinieblas de la opinión pública? Cien periódicos repiten cada día que la opinión pública no quiere que Dreyfus sea inocente, que su culpabilidad es necesaria para la salvación de la patria. ¿Y no sientes hasta qué punto, Francia, serías culpable si las altas esferas permitieran que se utilizara semejante sofisma para echar tierra sobre la verdad? Serías tú, Francia, quien lo hubiera permitido, tú quien hubieras exigido el crimen, ¡y qué responsabilidad de cara al futuro! Por eso, Francia, aquellos hijos que te quieren y te honran solo sienten un ardiente deber en esta hora tan grave, el de actuar enérgicamente sobre la opinión pública, iluminarla, guiarla, salvarla del error al que le empujan ciegas pasiones. No existe tarea más útil ni más santa.
¡Ah, sí! Con toda mi fuerza hablaré a los pequeños, a los humildes, a los que se tragan el veneno y caen en el delirio. Tal es mi único propósito, les gritaré dónde se encuentra de verdad el alma de la patria, su energía invencible y su triunfo seguro. Examinemos cómo están las cosas. Se ha dado un nuevo paso, han citado al comandante Esterhazy para que se presente ante un consejo de guerra. Como dije desde el primer día, la verdad está en marcha y nada la detendrá. A pesar de tanta mala voluntad, cada paso hacia la verdad se realizará, matemáticamente, a su hora. La verdad lleva consigo un poder que vence cualquier obstáculo. Cuando le cierran el paso, cuando consiguen mantenerla bajo tierra durante más o menos tiempo, se concentra, adquiere tal violencia explosiva que el día en que estalla, salta todo a la vez. Probad a tapiarla esta vez con las mismas mentiras durante meses, o a encajonarla, y presenciaréis, como no toméis precauciones para después, qué estrepitoso desastre.
Pero, a medida que avanza la verdad, se acumulan las mentiras para impedir ese avance. Nada más significativo. Cuando el general De Pellieux, encargado de la instrucción previa, entregó su informe, del que se infería la posible culpabilidad del comandante Esterhazy, la prensa inmunda se inventó que, solo por voluntad del general De Pellieux, el general Saussier, indeciso y convencido de la inocencia del comandante, había accedido a pasarlo a jurisdic ción militar por pura cortesía. Hoy ya es el colmo; cuentan los periódicos que, después de que tres expertos hayan vuelto a reconocer que el escrito era sin lugar a dudas obra de Dreyfus, el comandante Ravary, en su informe judicial, había llegado a la necesidad de un no ha lugar; y que, si el comandante Esterhazy iba a pasar ante un consejo de guerra, era porque éste había presionado otra vez al general Saussier para que le juzgaran.
¿No es eso cómico y de una perfecta me mez? ¿Os imagináis a ese acusado dirigiendo el caso, dictando sentencias? ¿Os imagináis que, para un hombre declarado inocente después de dos investigaciones, se haga el gran esfuerzo de reunir a un tribunal, con la sola intención de representar una farsa decorativa, una especie de apoteosis judicial? Eso, sencillamente, significa burlarse de la justicia desde el momento en que se afirma que la absolución es segura, pues la justicia no está hecha para juzgar a inocentes, y lo mínimo que debe exigirse es que no se redacte el juicio entre bastidores antes del inicio de las sesiones. Puesto que el comandante Esterhazy ha sido citado ante un consejo de guerra, esperemos, por nuestro honor nacional, que el consejo sea veraz y no una simple farsa destinada a distraer a los mirones. Pobre Francia mía, ¿tan tonta te creen, que te cuentan semejantes embustes?
No obstante, todas las informaciones que publica la prensa inmunda son mentiras y deberían ser suficientes para que la gente abriera los ojos. Por mi parte, me niego rotundamente a creer que los tres expertos no reconocieran, al primer examen, la semejanza absoluta entre la letra del comandante Esterhazy y la del escrito. Cojamos a cualquier niño que pase por la calle, digámosle que suba, enseñémosle las dos prue bas y contestará: «Estas páginas las ha escrito el mismo señor». No hacen falta expertos, cualquiera sirve, la similitud de ciertas palabras salta a la vista. Y eso es tan cierto que el mismo comandante Esterhazy ha reconocido la asombrosa similitud y para explicarla aduce que alguien ha calcado varias de sus cartas, montando toda una historia complicada y laboriosa, perfectamente pueril por lo demás, que ha tenido ocupada a la prensa durante semanas. ¡Y aún vienen a decirnos que han consultado a tres expertos, los cuales afirman que la carta fue escrita sin duda alguna por Dreyfus! ¡Ah, no! ¡Ya está bien! Tanta desfachatez es ya torpe, la gente honrada acabará enfadándose, al menos eso espero. Algunos periódicos llevan las cosas hasta el extremo de decir que se prescindirá del escrito, que ni se mencionará delante del tribunal. Entonces, ¿qué se mencionará y para qué se formará el tribunal? El meollo del caso se reduce a eso: si han condenado a Dreyfus basándose en un documento que otro escribió y que basta para condenar a ese otro, se impone la revision por una lógica inexorable, pues no puede haber dos culpables condenados por el mismo crimen. El abogado Demange lo repitió rotundamente, el escrito fue la única prueba que le comunicaron, a Dreyfus no le condenaron legalmente más que por el escrito; aun así, admitiendo que, despreciando toda legalidad, existan otras pruebas consideradas secretas, cosa que personalmente no puedo creer, ¿quién se atrevería a rechazar la revisión cuando se demostrase que el escrito, la única prueba conocida y confirmada, es de la mano y pluma de otro? Ésa es la causa por la que se acumulan tantas mentiras en torno al escrito, el cual, en realidad, constituye todo el caso. Por lo tanto, éste es un primer punto que conviene tener en cuenta: la opinión pública se ha formado en gran parte a partir de esas mentiras, de esas historias extraordinarias y estúpidas que propaga la prensa cada mañana. Cuando llegue la hora de buscar responsabilidades, habrá que ajustar cuentas con esa prensa inmunda que nos deshonra ante el mundo entero. Algunos periódicos cumplen con su papel de siempre, nunca dejaron de chapotear en el fango. Pero, entre ellos, ¡qué sorpresa, qué tristeza encontrarse, por ejemplo, con el Écho de Paris, ese periódico literario tantas veces a la vanguardia de las ideas y que, en el caso Dreyfus, realiza una labor tan sospechosa! Los comentarios, de una violencia y partidismo escandalosos, no llevan firma. Parecen inspirarse en la actitud de los mismos que han cometido la desastrosa torpeza de provocar la condena de Dreyfus. ¿No se da cuenta Valentin Simond de que cubren de oprobio a su periódico? Otro periódico cuya actitud debería sublevar la conciencia de toda la gente honrada es Le Petit Journal. Se comprende que los periódicos prostibularios, con una tirada de varios miles de ejemplares, vociferen y mientan para aumentar su tiraje, y, además, apenas hacen daño. Pero que Le Petit Journal, un diario que vende más de un millón de ejemplares, que va a parar a manos de gente sencilla y llega a todas partes, siembre el error y extravíe a la opinión pública es muy grave. Cuando uno carga con tantas almas, cuando se es el pastor de todo un pueblo, hay que poseer una integridad intelectual escrupulosa, so pena de caer en el crimen cívico. Así que, ya ves, Francia, lo que primero veo en la demencia que te arrebata: las mentiras de la prensa, la ración de chismes necios, de bajas injurias, de perversiones morales que te sirven cada mañana. ¿Cómo vas a querer la verdad y la justicia, si se trastornan hasta tal punto todos tus valores legendarios, la claridad de tu inteligencia y la solidez de tu razón?