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Authors: Marc Levy

Volver a verte (23 page)

BOOK: Volver a verte
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Arthur entornó los ojos como si estuviera dudando. Ella le dio una palmada en el hombro.

—Yo elijo el sitio —dijo él, riendo—, sólo para demostrarle que turismo y gastronomía no siempre hacen mala pareja.

—¿Adonde vamos?

—Al Cliff House, ahí —dijo, señalando un acantilado a lo lejos.

—¡He vivido siempre en esta ciudad y jamás he puesto los pies!

—He conocido a parisienses que nunca habían subido a la torre Eiffel.

—¿Ha estado en Francia? —preguntó ella, con expresión maravillada.

—En París, y en Venecia, en Tánger...

Y Arthur se llevó a Lauren alrededor del mundo, mientras el mar, cada vez más alto, borraría sus pasos al terminar el día.

La sala, de madera oscura, estaba casi vacía. Lauren entró la primera. Un
maître
con librea fue a recibirles. Ella pidió una mesa para dos. El le sugirió que esperase a su acompañante en el bar. Sorprendida, Lauren se volvió. Arthur había desaparecido. Retrocedió y lo buscó en la escalera. Lo encontró en el peldaño más alto, esperando, con una sonrisa en los labios.

—¿Qué está haciendo ahí?

—La sala de abajo es siniestra, esto de aquí es mucho más alegre.

—¿Usted cree?

—Este sitio es horrible, ¿verdad?

Lauren asintió con la cabeza, contrariada.

—Exactamente lo que yo decía. Vamonos a otra parte, pues.

—¡Pero si la mesa está reservada! —exclamó, molesta.

—En ese caso, no diga nada. Esta mesa será la nuestra, intentaremos acordarnos siempre, será el lugar donde compartimos nuestra primera cena.

Arthur se llevó a Lauren al aparcamiento del establecimiento y le pidió que llamara a un taxi. Él no llevaba el teléfono encima. Lauren sacó el suyo y llamó a la compañía.

Un cuarto de hora después, un Pier 39 los dejó en el malecón, decididos a probar todos los lugares turísticos de la ciudad. Si no estaban demasiado cansados, hasta irían a tomar una copa a Chinatown. Arthur conocía un bar inmenso donde se vaciaban autocares de extranjeros hasta últimas horas de la noche.

Estaban caminando sobre las tablas cuando Lauren creyó reconocer a Paul a lo lejos, con los codos apoyados en la balaustrada, en plena conversación con una chica preciosa de piernas larguísimas.

—¿No es ése su amigo? —preguntó.

—Sí, desde luego que es él —contestó Arthur, dando media vuelta.

Lauren lo alcanzó.

—¿No quiere que vayamos a saludarlo?

—No, no me gustaría interrumpir la velada. Venga, vayamos mejor por ahí.

—¿Es que teme que nos vean juntos?

—¡Qué tontería! ¿Por qué piensa semejante cosa?

—Porque ha puesto cara de tener miedo.

—Le aseguro que no. Pero mi amigo se pondría terriblemente celoso si se enterase de que mi primera salida ha sido con usted. Sígame, la llevaré a Ghirardelli Square, la antigua chocolatería está repleta de japoneses a esta hora de la noche.

En el paseo, la fiesta estaba en su apogeo. Cada año, los pescadores de la ciudad festejaban allí el inicio de la temporada de la pesca del cangrejo.

El día había perdido sus últimos reflejos luminosos y la luna se elevaba en el cielo estrellado de la bahía. Sobre las hogueras, grandes calderos con agua de mar rebosaban de crustáceos que se repartían entre los paseantes. Lauren degustó con gran apetito seis tenazas gigantescas que un afable marinero había abierto para ella. Arthur la contemplaba disfrutar, encantado. Ella regó la cena improvisada con tres vasos llenos a rebosar de un cabernet sauvignon del valle de Nappa. Después de chuparse los dedos, se colgó del brazo de Arthur con aire culpable.

—Creo que acabo de fastidiar nuestra cena —dijo—: ¡una sola pastilla de chocolate y reviento!

—Me parece que está un poco piripi.

—Es posible. ¿Ha subido el mar o soy yo quien se balancea?

—¡Las dos cosas! Venga, vamos a tomar un poco de aire.

Se apartaron de la multitud y se sentaron en un banco iluminado por una vieja farola solitaria.

Lauren apoyó una mano en la rodilla de Arthur y se llenó los pulmones con el aire fresco de la noche.

—Esta mañana no ha venido a verme sólo para darme las gracias, ¿verdad?

—He venido a verla porque, aunque no sé explicármelo, la echaba de menos.

—No diga estas cosas.

—¿Por qué? ¿Tiene miedo?

—Mi padre también le decía unas frases muy bonitas a mi madre cuando quería seducirla.

—Pero usted no es ella.

—No, yo tengo un trabajo, una carrera, una meta que alcanzar, y nada puede desviarme. Soy libre.

—Lo sé, por ese motivo yo...

—Usted, ¿qué? —dijo ella, interrumpiéndolo.

—Nada, pero pienso que no es solamente el lugar al que uno va lo que da un sentido a la vida, sino también la manera de llegar allí.

—¿Es lo que le decía su madre?

—No, es lo que pienso yo.

—Entonces, ¿por qué rompió con aquella mujer a la que tanto echa de menos? ¿Por algunas incompatibilidades?

—Digamos que pasamos muy cerca el uno del otro. Yo fui tan sólo un inquilino de esa felicidad y ella no pudo renovar mi contrato.

—¿Cuál de los dos rompió?

—Ella me dejó y yo la dejé partir.

—¿Por qué no luchó?

—Porque la lucha le habría hecho daño. Se trataba de una pregunta que había que plantearle a la inteligencia del corazón. Anteponer la felicidad del otro en detrimento de la propia es un hermoso motivo, ¿no?

—Pero usted aún no se ha curado.

—¡No estaba enfermo!

—¿Me parezco yo a esa mujer?

—Tiene unos meses más que ella.

Al otro lado de la calle, un comerciante cerraba su tenderete para turistas. Estaba sujetando con pinzas las postales.

—Tendríamos que haber comprado una —dijo Arthur—, yo habría escrito algunas palabras y usted la habría echado.

—¿Cree realmente que se puede amar a una misma persona durante toda la vida? —preguntó Lauren.

—Nunca me ha dado miedo lo cotidiano, la costumbre no es una fatalidad. Uno puede reinventar todos los días el lujo y la banalidad, lo desmesurado y lo común. Creo en la pasión que se va desarrollando, en la memoria del sentimiento. Lo lamento, todo esto es culpa de mi madre, que me atiborró de ideales amorosos. Esto pone el listón muy alto.

—¿Para el otro?

—No, para uno mismo. Soy muy anticuado, ¿no?

—Lo antiguo tiene su encanto.

—He procurado preservar una parte de mi infancia.

Lauren levantó la cabeza y miró a Arthur a los ojos. Sus rostros se acercaron imperceptiblemente.

—Tengo ganas de besarte —dijo Arthur.

—¿Por qué me lo pides en lugar de hacerlo? —contestó Lauren.

—Ya te he dicho que soy terriblemente anticuado.

La persiana de la tienda chirrió sobre los raíles metálicos.

Sonó una alarma. Arthur se enderezó, azorado, reteniendo la mano de Lauren en la suya, y se levantó de un salto.

—¡Tengo que irme!

Los rasgos de Arthur habían cambiado y Lauren adivinó en su rostro las huellas de un dolor repentino.

—¿Algo va mal?

La alarma de la tienda sonaba cada vez más fuerte, zumbaba en el interior de sus oídos.

—No puedo explicártelo, pero es necesario que me vaya.

—¡No sé adonde vas, pero te acompaño! —dijo ella mientras se levantaba.

Arthur la cogió entre sus brazos, con los ojos fijos en ella fue incapaz de dilatar el abrazo.

—Escúchame, cada segundo cuenta. Todo lo que te he dicho es cierto. Si puedes, querría que me recordaras. Yo no te voy a olvidar. Otro instante contigo, aunque fuese muy breve, valdría la pena.

Arthur se alejó.

—¿Por qué dices otro instante? —gritó Lauren, aterrorizada.

—Ahora el mar está lleno de maravillosos cangrejos.

—¿Por qué dices otro instante, Arthur? —aulló Lauren.

—Cada minuto contigo fue como un momento robado. Nada me lo podrá quitar. Haz girar el mundo, Lauren, tu mundo.

Dio unos pasos más y echó a correr. Lauren gritó su nombre y Arthur se dio la vuelta.

—¿Por qué has dicho otro instante contigo?

—¡Sabía que existías! Te amo, pero es algo que no te concierne.

Y Arthur desapareció entre las sombras a la vuelta de una callejuela.

La persiana metálica finalizó lentamente su trayecto hasta el tope de la acera. El comerciante dio vuelta a la llave en el pequeño cajón pegado a la pared y la sirena infernal se calló. En el interior de la tienda, la central de la alarma continuaba emitiendo un bip a intervalos regulares.

Un monitor difundía un halo de luz verde en la penumbra de la habitación. El electroencefalógrafo emitía una serie de pitidos estridentes a intervalos regulares. Betty entró en la estancia, encendió la luz y se precipitó hacia la cama. Consultó el papel que salía de la pequeña impresora y descolgó el teléfono de inmediato.

—Reanimación en la 307, localícenme a Fernstein, esté donde esté, y díganle que venga lo antes posible. Avisen a la cabina de neuro y que suba un anestesista.

La niebla se extendía por los barrios bajos de la ciudad. Lauren abandonó el banco y atravesó la calle, donde todo parecía en blanco y negro. Cuando entró en Green Street, la noche se estaba cargando de nubes. La lluvia fina fue reemplazada por una tormenta de verano. Lauren levantó la cabeza y miró el cielo. Se sentó en el murete de un cercado y permaneció allí largo rato, bajo el chaparrón, contemplando la casa victoriana que se erigía en lo alto de Pacific Heights.

Cuando cesó el aguacero, penetró en el vestíbulo, subió los peldaños de la escalera y entró en su apartamento.

Tenía el pelo empapado, dejó toda la ropa en el salón, se frotó la cabeza con un trapo que cogió de un colgador de la cocina y se arropó con una manta que le quitó al respaldo de un sillón.

En la cocina, abrió un armario y descorchó una botella de burdeos. Se sirvió un gran vaso, avanzó hasta la alcoba y contempló las torretas de Ghirardelli Square, allá abajo. A lo lejos, retumbó en la bahía la sirena antiniebla de un gran carguero que zarpaba hacia China. Lauren lanzó una mirada de soslayo al sofá que le abría los brazos. Lo ignoró y avanzó con paso decidido hacia la pequeña biblioteca. Cogió un libro, lo dejó caer a sus pies, comenzó con otro y, dominada por una cólera fría, dejó caer todos los manuales al suelo.

Cuando las estanterías estuvieron vacías, empujó la biblioteca y liberó la ventanita que se escondía detrás. Luego la emprendió con el sofá y, echando mano de toda su fuerza, lo hizo girar noventa grados. Titubeante, recuperó el vaso que había dejado en la repisa de la alcoba y se dejó caer encima de los cojines. Arthur tenía razón: desde allí, la vista de los tejados de las casas era espléndida. Se bebió el vino casi de un trago.

En la calle todavía húmeda, una anciana que paseaba a su perro levantó la vista hacia una casita donde una sola ventana dispensaba aún un rayo de luz en la noche gris. La mano de Lauren, entorpecida por el sueño, se abrió lentamente y el vaso vacío rodó a los pies del sofá.

—Me lo llevo a la cabina —le gritó Betty al interno de anestesia.

—Déjeme que le suba primero la saturación.

—No tenemos tiempo.

—Diablos, Betty, yo soy el interno aquí.

—Doctor Stern, yo era enfermera cuando usted aún llevaba pañales. ¿Y si le subimos la saturación sanguínea al mismo tiempo que lo llevamos arriba?

Betty empujó la camilla hacia el pasillo y el doctor Philipp Stern la siguió arrastrando el carro de reanimación.

—¿Qué ha pasado? —preguntó—. Todo era normal.

—¡Si todo fuese normal estaría en su casa y consciente! Esta mañana estaba soñoliento y he preferido someterlo a observación encefálica, que es el trabajo de la enfermera, pero saber lo que ha pasado es tarea del médico.

Las ruedas de la camilla giraban a toda velocidad; las puertas del ascensor estaban a punto de cerrarse cuando Betty gritó.

—¡Esperen, es una urgencia!

Un interno retuvo los batientes metálicos, Betty se metió en la cabina y el doctor Stern hizo girar el carro de reanimación para hacerse un hueco.

—¿Qué clase de urgencia? —interrogó el médico, curioso.

Betty lo miró de arriba abajo y contestó: —De esa clase que uno necesita una cama —y pulsó el botón de la quinta planta.

Mientras la cabina se elevaba, quiso coger el teléfono móvil que llevaba en el fondo del bolsillo de la bata, pero entonces se abrieron las puertas en la planta del Servicio de Neurología. Empujó con todas sus fuerzas la camilla hacia la cabina situada en el otro extremo del pasillo. Granelli la esperaba en la entrada de la sala de preoperatorio. Se inclinó sobre el paciente.

—Nos conocemos, ¿verdad?

Y como Arthur no contestara, Granelli miró a Betty.

—Lo conozco, ¿no?

—Reducción de un hematoma subdural fulgurante el lunes pasado.

—Ah, en ese caso tenemos un problemilla. ¿Está avisado Fernstein?

—¡Ya vuelve a estar aquí! —dijo el cirujano, entrando a su vez—. Supongo que no vamos a tener que operarle todas las semanas.

—¡Opérele de una vez por todas! —gruñó Betty, abandonando el lugar.

Corrió al pasillo y bajó a toda prisa a la planta de Urgencias.

El timbre del teléfono arrancó a Lauren del sueño. Buscó el auricular a tientas.

—¡Por fin! —dijo la voz de Betty—. Es la tercera vez que llamo, ¿dónde estabas?

—¿Qué hora es?

—Fernstein me va a matar si se entera de que te he avisado.

Lauren se incorporó en el sofá y Betty le explicó que había tenido que subir a cirugía al paciente de la 307, al que ella había operado recientemente. El corazón de Lauren empezó a latir a mil por hora.

—¿Pero por qué le habéis dejado salir tan pronto? —preguntó, encolerizada.

—¿De qué estás hablando? —interrogó Betty.

—¡No tendríais que haberle autorizado a salir del hospital esta mañana, y sabes muy bien de qué estoy hablando, tú le has dado mi dirección!

—¿Has bebido?

—Un poquito de nada, ¿por qué?

—¿Qué me estás contando? No he dejado de ocuparme de tu paciente, ni siquiera se ha levantado de la cama. ¡Además, yo no le he dicho nada en absoluto!

—¡Pero si he almorzado con él!

Hubo un momento de silencio y Betty carraspeó.

—¡Lo sabía, no tendría que haberte avisado!

—Por supuesto que sí, ¿por qué dices eso?

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