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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

Volver a empezar (11 page)

La miró mientras encendía el cigarrillo, su cara engañosamente aristocrática bañada por el pálido fulgor rojizo del mechero. Lo pescó mirándola, enarcó las finas cejas en un gesto de promesa y desafío sexual. Jeff apartó la vista y la fijó en las luces de Miami que brillaban al otro lado de las aguas claras y tranquilas.

Sharla se pasó la mañana siguiente de compras por Lincoln Road, y Jeff la esperaba en la suite del Doral cuando regresó. Ella dejó las bolsas en el vestíbulo y acto seguido se plantó delante del espejo más cercano para retocarse el maquillaje. Su blanco vestido bañera resaltaba su glorioso bronceado y sus sandalias de alto tacón hacían que sus piernas morenas y desnudas parecieran aún más largas y delgadas. Jeff recorrió con los pulgares los bordes afilados del grueso sobre marrón y a punto estuvo de echarse atrás.

—¿Qué haces aquí dentro? —le preguntó Sharla, al tiempo que se bajaba la cremallera del fresco vestido de algodón—. Pongámonos los bañadores y vayamos a tomar un poco de sol.

Jeff meneó la cabeza y le hizo señas de que se sentara en la silla que tenía enfrente. Ella frunció el ceño, se subió la cremallera ocultando su espalda morena y se sentó como le había indicado.

—¿Qué mosca te ha picado? —le preguntó—. ¿A qué viene ese humor tan raro?

Iba a decirle algo, pero hacía horas había decidido que las palabras no serían adecuadas. De todos modos nunca habían hablado demasiado de nada; la comunicación verbal tenía poco que ver con lo que había entre ellos. Le entregó el sobre. Sharla frunció los labios al cogerlo y lo abrió. Se quedó mirando fijamente los seis fajos ordenados de billetes de cien.

—¿Cuánto es? —preguntó al fin, controlando la voz.

—Doscientos mil.

Volvió a atisbar en el interior del sobre y sacó el billete de primera de panagra Airlines para Río.

—Esto es para mañana —le dijo, al tiempo que revisaba el billete—. ¿Qué me dices de las cosas que tengo en Nueva York?

—Te las enviaré cuando tú quieras. La chica asintió y dijo:

—Antes de marcharme tendré que comprarme algunas cosas más.

—Lo que tú quieras. Cárgalo a mi habitación.

Sharla volvió a asentir, metió el dinero y el billete en el sobre y lo dejó en la mesa que había a su lado. Se puso en pie, se desabrochó el vestido y lo dejó caer a sus pies.

—Al diablo —dijo, desabrochándose el sujetador—, por doscientos mil dólares te mereces un último intento. Jeff regresó solo a Nueva York y a sus inversiones.

Sabía que las faldas se irían acortando en los próximos años creando una gran demanda de medias y panties de fantasía. Jeff adquirió treinta mil acciones de Hanes. Tanto muslo al desnudo tenía que conducir a alguna parte; invirtió mucho dinero en las empresas farmacéuticas que producían anticonceptivos. A los dieciocho meses de haberse instalado en el edificio Seagram, las participaciones de Future, Inc. habían alcanzado un valor nominal de treinta y siete millones de dólares. Jeff saldó su deuda con Frank y junto con el último cheque le envió una larga carta personal. Jamás obtuvo respuesta.

No todo salía tal como Jeff planeaba, por supuesto. Cuando Comsat hizo una oferta pública de acciones, quiso adquirir una buena parte, pero la oferta se hizo tan popular que a cada comprador sólo se le permitía comprar cincuenta acciones. Por sorprendente que pareciera, IBM se mantuvo estacionaria durante todo el año 1965, aunque al siguiente volvió a aumentar. Las cadenas de restaurantes de comida rápida —Jeff escogió

Denny's, Kentucky Fried Chicken y McDonald's—experimentaron una gran baja en 1967, antes de situarse por las nubes, con una subida de un quinientos por ciento, al año siguiente.

Hacia 1968, los activos de su empresa ascendían a cientos de millones y había aprobado un proyecto de I. M. Pei para un edificio de sesenta plantas que se construiría en Park y la Cincuenta y Tres, y que albergaría la oficina central. A través de un apoderado, Jeff compró gran cantidad de fincas en zonas comerciales y residenciales de primera de ciudades como Houston, Denver, Atlanta y Los Ángeles. Su empresa adquirió casi la mitad de los terrenos urbanizables del proyecto Century City de Los Ángeles, a un precio de cincuenta y cuatro dólares el metro cuadrado. Para su uso personal, Jeff se compró una finca de ciento veinte hectáreas en el condado de Dutchess, sobre el río Hudson, a dos horas de Manhattan.

Salía con varias mujeres, dormía con algunas de ellas y detestaba la falta de sentido de aquella vida. Las copas, las cenas, las obras de teatro, los conciertos, las inauguraciones de galerías… Llegó a odiar la rígida formalidad de las citas, echaba de menos la cómoda familiaridad de estar con alguien, de compartir los silencios amistosos, las risas espontáneas. Además, la mayoría de las mujeres que conocía, o se mostraban abiertamente interesadas por su fortuna o afectadamente asombradas por ella. Algunas llegaban incluso a odiarlo por ser tan rico y se negaban a salir con él; a finales de los sesenta, las grandes fortunas personales eran consideradas como un anatema por muchos jóvenes, y en más de una ocasión, a Jeff lo hacían sentir directamente responsable por todos los males del mundo, desde el hambre en los pueblos del interior hasta la fabricación de napalm.

Esperó a que llegara el momento oportuno y centró sus energías en el trabajo. No dejaba de recordarse constantemente que pronto llegaría junio. Junio de 1968, cuando todo cambiaría.

El veinticuatro de junio, para ser precisos.

No habían pasado tres semanas de la muerte de Robert Kennedy; Cassius Clay, despojado ya de su título y renacido como Muhammad Ali, se aferraba a su credo para librarse del servicio militar. En Vietnam, las bombas del norte llovían sobre Saigón desde principios de la primavera.

Había ocurrido a media tarde de un lunes, según recordaba Jeff. Por las noches y los fines de semana había estado trabajando en una emisora de los Cuarenta Principales del oeste de Palm Beach, poniendo discos de los Beatles, los Stones y Aretha Franklin, y aprendiendo las bases del periodismo radial de su tiempo, vendiendo sus entrevistas y notas a la emisora y, de vez en cuando a la UPI, a tanto la nota. Recordaba la fecha porque fue al comienzo de su «fin de semana» de lunes y martes, y el miércoles, al volver al trabajo, había logrado concertar la primera gran entrevista de su carrera, una larga y candida conversación telefónica con Earl Warren, el juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos, próximo al retiro. Todavía ignoraba por qué Warren había aceptado hablar con él, un reportero novato, no colegiado, de una pequeña emisora de radio de Florida; pero había logrado salirse con la suya, y la NBC había cogido las concisas elucubraciones del gran hombre sobre su controvertido ejercicio de la judicatura para efectuar un sabroso resumen. Un mes más tarde, Jeff se dedicaba plenamente al periodismo en la WIOD de Miami. Había despegado y avanzaba a toda máquina; su vida adulta, tal como había sido, podía remontarse a aquella semana de verano.

No había tenido ningún motivo para elegir Boca Ratón; pero tampoco para no hacerlo. Algunos lunes enfilaba con el coche rumbo al norte, hasta Juno Beach; otros, bajaba hacia Delray Beach o Lighthouse Point, a cualquiera de las cien franjas de arena enlazadas con la civilización que bordeaban la costa Atlántica desde Melbourne hasta el sur de Miami Beach. Pero el veinticuatro de junio de 1968, se había llevado una manta, una toalla y una nevera llena de cerveza a la playa de Boca Ratón, y ahí estaba otra vez, en el mismo lugar, el mismo día soleado.

Y ahí estaba ella, tumbada de espaldas, con su bikini amarillo de ganchillo, la cabeza apoyada sobre una almohada inflable de playa, leyendo un ejemplar de tapa dura de Aeropuerto. Jeff se detuvo a pocos metros y se quedó mirando su cuerpo juvenil, los mechones alimonados de su cabellera castaña. La arena le quemaba los pies; las olas imitaban el latir de su cabeza. Estuvo a punto de darse media vuelta y marcharse, pero no lo hizo.

—Hola —la saludó—. ¿Está bien el libro?

La chica lo miró de hito en hito a través de las serias gafas de sol de marco claro y se encogió de hombros.

—Medio basura, pero es divertido. Si hicieran la película, probablemente sería mejor.

«O varias películas», pensó Jeff.

—¿Has visto 2001?

—Sí, pero no me enteré de nada, y al final me resultó un poco lenta. Me gustó más Petulia, en la que sale Julie Christie, ¿sabes a cuál me refiero? —Asintió procurando que su sonrisa pareciese más natural y relajada.

—Me llamo Jeff. ¿Te importa si me siento contigo?

—Adelante. Yo me llamo Linda —le dijo la mujer que había estado casada con él dieciocho años. Extendió la manta, abrió la nevera y le ofreció una cerveza.

—¿Estás de vacaciones de verano? —le preguntó.

La muchacha se apoyó en un codo y aceptó la botella húmeda.

—Estudio en Florida Atlantic, pero mi familia vive aquí, en la ciudad. ¿Y tú?

—Me crié en Orlando, y estudié una temporada en Emory. Ahora vivo en Nueva York. Jeff pugnaba por mantener el aplomo, pero le costaba mucho trabajo; no podía apartar la mirada de su cara, deseaba que se quitara aquellas malditas gafas para poder ver los ojos que tan bien conocía. Lo último que recordaba era su voz, y ésta le reverberaba en el cerebro, metálica y distante, como a través de un teléfono: «Tenemos que… Tenemos que… Tenemos que…».

—Te he preguntado qué haces tú por aquí.

—Ah, perdona, es que… —Bebió un sorbo de cerveza helada e intentó despejarse un poco—. Estoy por trabajo.

—¿De qué tipo?

—Inversiones.

—¿Como las que hace un agente de bolsa, quieres decir?

—No exactamente. Tengo mi propia empresa. Tratamos con muchos agentes de bolsa. Compramos acciones, propiedades inmuebles, fondos de inversión…, cosas así. Se quitó las enormes gafas redondas y le lanzó una mirada sorprendida. Él miró fijamente aquellos conocidos ojos castaños y quiso decirle muchas cosas, como «Esta vez será distinto», o «Por favor, volvamos a intentarlo», o simplemente «Te he echado de menos; se me había olvidado lo guapa que eras». Pero no le dijo nada, se limitó a mirarla a los ojos sumido en un esperanzado silencio.

—¿Y eres el dueño de toda la empresa? —le preguntó, incrédula.

—Sí, ahora sí. Hasta hace unos años era una sociedad, pero… ahora es toda mía. Colocó la botella de cerveza en la arena y, para que no se cayera, la meneó hacia un lado y hacia el otro hasta que quedó enterrada un poco.

—Habrás recibido una gran herencia o algo así. Lo digo porque la mayoría de los chicos que conozco ni siquiera podrían conseguir un trabajo en Nueva York en una compañía como ésa…, o al menos no querrían.

—No. La monté yo, partiendo de cero.

Se echó a reír; empezaba a sentirse más relajado en su compañía, confiado y orgulloso de sus logros por primera vez en años.

—Gané un montón de dinero con unas apuestas que hice en las carreras de caballos y lo invertí todo en esta empresa.

Ella lo miró con escepticismo.

—Pero ¿cuántos años tienes?

—Veintitrés.

Hizo una pausa, cayó en la cuenta de que hablaba demasiado de sí mismo y que no había demostrado suficiente curiosidad por ella. No había modo de que ella supiese que él lo sabía todo sobre ella, a esa altura de su vida la conocía mejor de lo que ella se conocía a sí misma.

—¿Y qué estás estudiando?

—Sociología. ¿En Emory estudiabas empresariales?

—Historia, pero lo dejé. ¿Qué curso estás haciendo?

—Este otoño empiezo el último. ¿Y cómo es de grande esa empresa que tienes? ¿Hay mucha gente que trabaja para ti? ¿Tienes una oficina en Manhattan?

—Un edificio entero, en Park con la Cincuenta y Tres. ¿Has estado en Nueva York?

—Tienes tu propio edificio en Park Avenue. Qué bonito.

Había dejado de mirarlo para ponerse a dibujar pétalos de margarita en la arena alrededor de la botella de cerveza. Jeff recordó un día, meses antes de que se casaran, cuando ella se había presentado inesperadamente ante la puerta de su casa con un ramo de margaritas; el sol le iluminaba el pelo y llevaba todo el verano en la sonrisa.

—No creas…, me ha costado mucho trabajo —le dijo—. ¿Y qué piensas hacer cuando acabes la universidad?

—Pues no sé, se me ocurrió que podía comprarme unos cuantos grandes almacenes. Nada del otro mundo, para empezar poco a poco, ya sabes.

Dobló su toalla, empezó a recoger sus cosas de la manta y a meterlas en una enorme bolsa azul de playa.

—Quizá podrías ayudarme a conseguir a precio de ganga el Saks de la Quinta Avenida.

—Oye, espera, no te marches. Crees que me lo estoy inventando, ¿verdad?

—Olvídalo —le dijo ella, metiendo por la fuerza el libro en su bolso Y sacudiendo la arena de la manta.

—Espera, hablo en serio. No estaba bromeando. Mi empresa se llama Future, Inc. Puede que hayas oído hablar de…

—Gracias por la cerveza. La próxima vez habrá más suerte.

—Oye, por favor, hablemos un poco más, ¿vale? Siento como si te conociera, como si tuviéramos mucho que compartir. ¿Sabes esa sensación que tienes a veces de haber conocido a una persona en una vida anterior…?

—No creo en esas estupideces.

Se colocó la manta doblada sobre un brazo y echó a andar hacia la carretera y la fila de coches aparcados.

—Escúchame, dame una oportunidad —le suplicó Jeff, caminando a su lado—. Estoy seguro de que si llegamos a conocernos, descubriremos que tenemos muchas cosas en común, nos…

La muchacha giró sobre los pies descalzos y le lanzó una mirada colérica por encima de las gafas de sol.

—Si no dejas de seguirme, llamaré a gritos al guardavidas. Y ahora lárgate, chico. Ve a meterte con otra, ¿vale?

—¿Diga?

—¿Linda?

—Habla Jeff Winston. Nos conocimos esta tarde, en la playa. Quisiera…

—¿Cómo diablos has conseguido mi número? ¡Ni siquiera te dije cómo me apellidaba!

—No tiene importancia. Escúchame, te voy a mandar un número reciente de Business Week. Sale un artículo sobre mí, con una foto. Está en la página cuarenta y ocho. Verás que no te mentí.

—¿También tienes mi dirección? ¿A qué estás jugando? ¿Qué quieres de mí?

—Sólo pretendo llegar a conocerte y que me conozcas. Entre nosotros hay tantas cosas inacabadas, tantas posibilidades maravillosas de…

—¡Estás loco! Lo digo en serio. ¡Eres uno de esos psicópatas!

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