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Authors: Patrick Dunne

Tags: #Intriga

Villancico por los muertos (16 page)

Al entrar en casa vi que tenía un mensaje en el contestador del vestíbulo. Una voz irlandesa con acento americano, que se identificó como el detective inspector Matt Gallagher, de la comisaría de policía de Drogheda, estaba ansioso por que le llamara por teléfono o bien me pasara por la comisaría tan pronto como fuera posible.

Pero primero llamé a Finian.

—¿Te acuerdas de que estuvimos hablando sobre el
frankalmoign
? Pues ya sé qué tipo de servicios proporcionaba la abadía de Grange a cambio de sus derechos de propiedad —y le repetí todo lo que la hermana Aloysius me había contado.

—Inquietante. ¿Te has quedado ya contenta?

—¿Qué quieres decir con «contenta»?

—Pareces bastante obsesionada con la abadía de Grange. ¿No deberías olvidarte del tema?

—No lo entiendes, Finian. Si tienen algo que ver con la construcción del hotel, entonces quizá podamos convencerlas para que lo retrasen, al menos hasta que Monashee haya sido examinado adecuadamente. Nos podría evitar tener que recurrir a los tribunales.

—Entonces, ¿por qué no les haces una visita y se lo preguntas tú misma?

Era el empujón que necesitaba. Además podía aprovechar que al día siguiente era domingo y no tenía nada que hacer para visitar la abadía, y después acercarme hasta la comisaría de policía de Drogheda.

Di las buenas noches a Finian y me puse a buscar el número de la abadía en la guía. No aparecía ninguna entrada con ese nombre. Entonces llamé al número que me había dejado el detective Gallagher. El hecho de que me contestara él directamente me cogió por sorpresa. Había pensado dejarle un mensaje.

—¿Es usted la arqueóloga a la que avisó el Centro de Visitantes de Newgrange para que examinara el cuerpo de la mujer?

En realidad, había sido el EZP quien me había llamado, pero tampoco se lo quise discutir.

—Sí, eso es. Escuche, yo… Necesito hacerle algunas preguntas.

—Lo imagino, pero no ahora. Si quiere podemos vernos, ¿qué le parece mañana? Sé que es domingo, pero tengo que ir por allí mañana por la tarde.

—¿A qué hora?

¿Cuánto tiempo podría durar mi visita a la abadía si es que accedían a recibirme?

—Digamos hacia las cuatro o las cinco.

—Hum… Tengo que estar en Slane a las seis, y he quedado con un empleado del Centro de Visitantes de camino para allá. Supongo que no habrá problema en adelantar la cita y así encontrarme con usted allí mismo. ¿Qué me dice?

—El centro cierra a las cinco durante el invierno.

—Les sobornaré para que lo dejen abierto un rato más, si es necesario.

—¿Cómo podré…?

—Soy detective de policía, señorita Bowe. No creo que le sea difícil reconocerme —¿lo decía en serio o me estaba tomando el pelo?

—Intentaré estar allí hacia las cuatro y media. Sólo una cosa más: ¿tiene usted el teléfono de la abadía de Grange? Las monjas que han vendido las tierras para…

—Sé quiénes son. ¿Por qué necesita contactar con ellas?

—Creo que tienen algo que ver con la construcción del hotel en Monashee, y quiero saber si nos darían permiso para excavar antes de que continúen las obras.

—Dudo mucho que ellas puedan opinar sobre el asunto.

—¿Ha hablado usted con ellas?

—Alguien de mi equipo ha llamado para avisarles de que posiblemente tengamos que entrevistarnos con quienquiera que llevase las negociaciones con Frank Traynor.

—Entonces tienen el teléfono en sus ficheros, podría…

—Es usted un poco pesada, ¿no?

—Trato de no serlo, inspector —me disculpé suavemente—. Pero seguro que está deseando continuar con la investigación.

Gallagher murmuró algo en voz baja y me dio un número.

—Supongo que sabrá con quién tiene que hablar.

—Pues la verdad es que no.

—Con la abadesa. Su nombre es Geraldine Campion. Le recomiendo que evite a la hermana Roche, la tesorera. Es un hueso.

Definitivamente tenía un extraño sentido del humor.

—Si usted lo dice, inspector, así lo haré —respondí, y colgué el teléfono para volver a marcar.

—¿Santa Margarita? —contestó una voz cultivada de contralto, profunda, de edad indefinida.

Por un momento pensé que me había equivocado de número, pero ése era el nombre exacto de la abadía.

—Me gustaría hablar con la abadesa, por favor. Eh… la abadesa Campion —solicité titubeante. ¿Se llamarían madres o hermanas? Nunca antes me había tenido que dirigir a una.

—Soy yo. La hermana Geraldine Campion. ¿Y usted es?

—Illaun Bowe. Soy arqueóloga.

—¿Qué puedo hacer por usted?

—Le llamo por lo del terreno de Monashee. Tengo entendido que ustedes se lo vendieron a Frank Traynor, al difunto Frank Traynor.

—Sí. Es horrible lo que le ha pasado. Efectivamente, le vendimos Monashee y algunas parcelas más. ¿Es la respuesta que buscaba?

En realidad, ni siquiera había empezado a preguntar.

—No es tan simple como eso. Y me llevaría mucho tiempo explicárselo por teléfono. ¿Habría alguna posibilidad de que nos viéramos? Si quiere podría visitarla mañana.

—¿Pero cuál sería el objeto de nuestra conversación?

«Mucho tacto. No la pierdas, Illaun».

—Me gustaría que discutiéramos la posibilidad de examinar y excavar en el lugar —¿cómo decírselo?—. Creo que quizá usted podría ayudarme a combatir su futuro desarrollo.

Ella se rió, o al menos se oyó un sonido de su garganta que podía deberse a algún comentario irónico sobre lo que acababa de decir, no estaba muy segura.

—¿A qué hora tenía pensado venir mañana?

—Eh… hacia las tres.

—Dejémoslo en las cuatro en punto. Ni antes, ni después.

Estuve a punto de contestar «¡Señora, sí, señora!», pero colgó antes de que me pusiera en evidencia.

Me quedé viendo la tele durante un rato, pero nada conseguía distraerme, por lo que decidí que acostarme pronto me vendría fenomenal. No necesité hacerme nada de comer, ya que había tomado un tentempié mientras hacía las compras en la ciudad. Antes de irme a la cama preparé la ropa que pensaba ponerme para las citas del día siguiente, eligiendo un jersey blanco de cuello alto, unos pantalones grises y una chaqueta de cuero rojo oscuro a juego con el bolso que compré en octubre, cuando Fran y yo estuvimos de vacaciones durante dos semanas en la ciudad amurallada de Lucca. Finalmente, comprobé que no estuviera
Boo
dentro de la habitación. Quería dormir toda la noche sin interrupciones.

Sin embargo, tras media hora escasa me desperté empapada en sudor y con el corazón latiendo fuertemente, convencida de que alguien me estaba observando con su cara pegada a la mía. No parecía tener respiración, ni temperatura corporal ni olor —así es como pudo acercarse a mí sin que me diera cuenta—. Si movía un solo pelo le rozaría, y entonces el miedo sería tal que mi ya de por sí desbocado corazón no podría soportarlo. Pero tenía que hacer algo, o si no me devoraría. Conteniendo el aliento, conseguí llegar al interruptor de la luz.

La criatura se evaporó al instante entre las sombras dejándome sentada en la cama y jadeante, convencida de que había vislumbrado a un monstruo con alas de insecto, pinzas de escorpión y cara de niño.

19 de diciembre
Capítulo 13

Hacía una tarde despejada y fría, con apenas una nube flotando sobre el cielo azul pálido, cuando salí de Castleboyne. Después de diez minutos en la carretera, tuve que parar para ajustar el plástico con el que había tapado la ventanilla del pasajero. Al mirar hacia arriba, vi que lo que había tomado por un fragmento de nube era una mínima luna, tan extremadamente delgada que el cielo parecía haberla disuelto. Aspiré un poco de aire frío bañado por el sol y di gracias por el día y por el hecho de que mi pesadilla de la noche anterior hubiera dejado de agobiarme.

Sólo cuando abandoné la carretera principal, cerca de Monashee, el paisaje empezó a volverse turbio, en una mezcla de los cortos días de diciembre y un velo de niebla que subía desde el Boyne. La temperatura descendió de golpe, y la lucha entre la calefacción del coche y el frío que se colaba por la ventanilla de plástico empezó a inclinarse a favor del húmedo y pegajoso aire. Para cuando tuve que parar a comprobar mi mapa delante de un poste de luz, en la carretera, estaba completamente congelada.

No se me había ocurrido preguntar a nadie la dirección, aunque había consultado un mapa de monasterios de Meath antes de salir. En él estaba señalado con una cruz el cerro de la Montaña Roja, al otro lado del río desde Newgrange, por lo que supuse que se trataba de la abadía de Grange. De acuerdo con mis cálculos al trazar el recorrido en el mapa con un dedo enguantado, debía de estar muy cerca.

«Ni antes, ni después». Las palabras de la abadesa resonaban en mis oídos. Miré el reloj del salpicadero, eran las 15.50. Me estaba acercando peligrosamente a las cuatro. ¿Por qué habría recalcado tanto la hora? Traté de imaginarme los motivos, intentando no pensar que iba a llegar tarde a la cita. Entonces, de alguna parte, surgió un recuerdo. Al atardecer del día del solsticio de invierno, los rayos de sol penetraban en la cámara sur de la galería de tumbas de Dowth, dejando la mañana de Newgrange en total armonía. En esa ocasión había entrado en la cámara con un pequeño grupo de arqueólogos, y recuerdo que la luz se había desvanecido exactamente a las 16.05, la hora del ocaso del solsticio.

Sacudiéndome una súbita sensación de desasosiego, salí del coche para ver si veía el tejado de alguna torre o almena. Un muro cubierto de hiedra que se extendía a izquierda y derecha de una entrada bloqueaba la vista del valle, por lo que me adentré algunos metros en ella. El terreno a ambos lados caía suavemente por la colina y de vez en cuando, en la distancia, podía verse el humo de las chimeneas de una granja lejana suspendido en el pesado aire. Un poco más abajo y aproximadamente a dos kilómetros de distancia, se podía ver Newgrange; incluso en la semioscuridad, resultaba claramente visible el círculo de cuarzo que rodeaba su cúpula, brillante como una corona de perlas.

Miré de nuevo a la pilastra más cercana: no había ninguna chapa ni indicación en ella, ni tampoco en la de enfrente. Entonces me fijé en unas puertas oxidadas de hierro forjado que colgaban de las pilastras, completamente abiertas hacia dentro y medio tapadas por los arbustos. Estaban decoradas con un diseño de hojas y ramas y, por encima de ellas, en un descolorido dorado había algunas palabras en francés. A la izquierda,
«La Croix du Dragon»;
a la derecha completando la frase,
«est la Dolor de Déduit».

Parecía un lema heráldico, probablemente de origen normando. La cruz del dragón es el dolor de algo…, fue lo mejor que supe traducir con mi limitado francés del colegio. Pero ¿qué hacía esta inscripción medieval en las puertas de una finca en la campiña irlandesa? Entonces caí en la cuenta de que había estado en santa Margarita todo el tiempo.

La avenida conducía cuesta abajo hasta una zona de bosque en la ladera de la colina que evidentemente ocultaba la abadía. Como señalando el camino, una bandada de estorninos apareció volando sobre mi cabeza para esconderse tras los árboles en una estilizada hilera, igual que el genio de Aladino metiéndose en la lámpara.

Entré en el coche y conduje a lo largo de la arbolada avenida. El reloj del salpicadero marcaba las 15.59 cuando llegué a un camino de grava, ante la puerta de un edificio de tres plantas cubierto de hiedra. Había un viejo Land Rover azul y crema aparcado a un lado del patio de entrada. Estacioné mi coche a su lado y salí frente a un prado que bajaba hasta un oscuro pinar.

Los estorninos, que habían bajado de los árboles, alborotaban y piaban ruidosamente detrás de mí, mientras subía los escalones hacia un portón pintado en negro bajo un arco apuntado. Toqué el timbre de bronce situado en la jamba derecha; no podía oír si sonaba dentro, y tras un minuto o dos esperando, decidí que nadie lo había oído. Acababa de alzar una pesada aldaba con forma de cabeza de dragón para llamar, cuando me detuve. Mezclado con el barullo de los pájaros se oía el eco lejano de voces femeninas.

Pensando que quizá había llamado a la puerta equivocada, di unos pasos hacia atrás para mirar si en las ventanas había algún signo de vida; pero nada parecía indicar que hubiera alguien en casa. Entonces observé que algunas de las ventanas, a pesar de su estilo gótico, no eran originales. Toda la fachada parecía haber sido restaurada.

Algunas dependencias estaban situadas a la izquierda del edificio principal, conectadas por un muro, roto por una arquería. Seguramente habrían sido los establos y cocheras, reflexioné atravesando el arco y llegando hasta un espacio cerrado, con el lado izquierdo delimitado por un alto muro de ladrillos rojos que daba al jardín y los otros dos por la nave y el transepto norte de una abadía medieval. En el centro del paramento oeste había un pórtico románico, los cálidos tonos de su piedra arenisca contrastaban con el hollín de la grisácea caliza del resto del edificio. El transepto norte se proyectaba en un ángulo recto con la nave —los dos con ventanas de medio punto—, y sobresaliendo del renegrido tejado, una torre cuadrada con estrechas almenas puntiagudas que indicaban una fecha de construcción posterior.

Lejos, dentro de la iglesia, las monjas estaban absortas en una especie de cantos rítmicos desconocidos para mí. Como era el atardecer supuse que estarían rezando algún tipo de vísperas; eso explicaría por qué nadie había contestado al timbre.

Paseé por el exterior de la nave hacia el transepto norte, llenándome del olor a humedad de las viejas piedras y observando cómo el musgo que había recubierto toda la base del edificio le daba un luminoso brillo verdoso. Por encima de mí en la oscuridad, unas caras resaltaban entre el esculpido follaje que formaba los capiteles de las ventanas. Me paré un momento para contemplar algunos de los relieves. Las caras con forma de hoja eran reminiscencias de las esculturas del Hombre Verde encontradas en algunas iglesias arcaicas que, normalmente, representaban al Dios pagano del Bosque que renacía en invierno; pero éstas se parecían más a caras de niños.

Mientras estaba ahí, de pie, empecé a entender algunas de las palabras que las hermanas estaban cantando.

Ecce mundi gaudium…
Contempla la alegría del mundo…

Al menos mi conocimiento del latín era mejor que mi comprensión del francés medieval.

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