Una vez la nave avanzó a través del viscoso fluido intercelular todo empezó a moverse hacia atrás. La nave se deslizó a través de un nudo de fibras en forma de cuña y, al traspasarlas, Morrison tuvo la clara impresión de que había una espiral floja subiendo por cada fibra de colágeno, mucho más notoria en las fibras delgadas.
Delante de ellos vieron otra fibra aún más gruesa, un rey en la jungla de colágeno.
–Tendrá que virar, Arkady –dijo Konev–. Ahora es el momento de probarlo.
–Está bien, pero tendré que inclinarme. Todavía no tengo dominados los controles. Hay un límite a la improvisación. –Se inclinó hacia delante, rebuscando a la altura de sus pantorrillas–. No me entusiasma la idea de tener que hacer esto constantemente. Es duro para un hombre de porte majestuoso.
–Querrá decir un hombre gordo –corrigió Konev malhumorado–. Se ha vuelto fofo, Arkady. Tendría que adelgazar.
Dezhnev se irguió:
–Está bien. Pararé ahora mismo, me iré a casa y empezaré a perder peso... ¿Crees que es el momento, Yuri, de sermonearme?
–Tampoco es el momento de que se ponga tonto, Arkady –dijo Boranova–. ¡Adelante!
Dezhnev se agachó, conteniendo un gruñido. Poco a poco la nave giró hacia la derecha en un arco suave. Juzgando literalmente por las apariencias, la gruesa fibra de colágeno se movió hacia la izquierda al acercársele..., como hizo todo lo demás.
–Chocara –advirtió Konev–. Gire mas.
–No puedo girar más –protestó Dezhnev–. Cada motor no da más de sí, y no puedo modificarlo.
–Bien, pues chocaremos –aceptó Konev con cierta ansiedad.
–Entonces choquemos –exclamó Boranova enfadada–. Yuri, deje de sentir pánico por tonterías. La nave es de plástico resistente, esa fibra es indudablemente elástica.
Mientras hablaba, la proa de la nave empezó a pasar junto a la fibra con el espacio justo. Observando desde babor, era obvio que la parte ancha del casco la tocaría. Así ocurrió cuando la fibra estaba a la altura del asiento de Kaliinin. No se notó el ruido, sólo un chasquido apagado. La fibra no sólo era elástica, como Boranova había supuesto, de modo que se comprimía bajo la fuerza de la colisión, sino que rebotó, empujando la nave a cierta distancia..., afortunadamente el pegajoso fluido intercelular sirvió como un acolchado reductor de fricción.
La nave continuó moviéndose y viró a la izquierda en dirección a la fibra.
–Apagué el motor tan pronto como vi que íbamos a establecer contacto. Este giro a la izquierda que iniciamos ahora, es un giro de fricción.
–Sí –dijo Konev–, pero, ¿y si quisiera girar en la otra dirección?
–Entonces habría utilizado el motor o, mucho antes, durante nuestro avance, habría hecho un giro para rozar la fibra de la derecha. La fibra nos hubiera dirigido en esa dirección. Lo más importante, en cualquier caso, es utilizar los motores lo menos posible y las fibras todo lo que se pueda. En primer lugar, no queremos consumir nuestro suministro de energía, demasiado de prisa. En segundo lugar, el rápido gasto de energía aumenta las probabilidades de desminiaturización espontánea.
–¿Qué? –exclamó Morrison, vuelto hacia Boranova–. ¿Es verdad?
–No es un efecto importante, pero sí es verdad. Las probabilidades aumentan algo. Yo diría que la conservación es la más importante de las dos razones para ahorrar energía.
Pero Morrison no podía contener su ira:
–¿No comprenden lo ridícula..., no, criminal..., que es esta situación? Estamos en una nave que sencillamente no está a la altura de la tarea y todo lo que hacemos no es sino empeorar la situación.
–Albert, por favor, sabe que no tenemos elección.
–Además –añadió Dezhnev sonriendo–, si logramos hacer el trabajo a pesar de esta nave inadecuada, piense en lo importante que vamos a ser. Seremos héroes. Héroes auténticos. Seguro que nos darán la Orden de Lenin..., a cada uno de nosotros.
Será una conclusión perfecta. Y si fracasamos, es alentador pensar que podremos justificarlo como fallo de la nave.
–Sí. Héroes soviéticos, ganemos o perdamos, todos ustedes. ¿Y yo qué voy a ser?
–Recuerde, Albert, que si tenemos éxito no vamos a dejarlo de lado. La Orden de Lenin ha sido concedida a extranjeros en diversas ocasiones, incluyendo a varios americanos. Incluso si por alguna razón declinara el honor, el éxito de sus teorías quedará perfectamente establecido y a lo mejor puede recibir el premio Nobel antes que ninguno de nosotros.
–No hagamos las cuentas de la lechera –dijo Morrison–. Retrasaré la redacción de mi discurso de agradecimiento por el Nobel, de momento. Gracias.
–La verdad –observó Kaliinin–, me pregunto si estamos en situación de llegar a una neurona.
–¿Y por qué no? –preguntó Dezhnev–. Podemos movernos, navegar, y además ya estamos fuera de la corriente y dentro del cerebro. Ahí fuera hay una neurona; muchas de ellas; miles de millones de ellas.
–¿Pero dónde? Yo no veo sino fibra de colágeno.
–¿Cuánto fluido intercelular cree que hay? –volvió a preguntar Dezhnev.
–Si nuestro tamaño fuera normal, un espesor microscópico. Sin embargo, tenemos el tamaño de una molécula de glucosa y, en relación a nosotros, puede haber un kilómetro de distancia o más hasta la próxima neurona.
–Entonces –propuso Dezhnev–, la nave avanzará un kilómetro. Es posible que tardemos un poco, pero puede hacerse.
–Sí, si nos moviéramos en línea recta, pero nos encontramos en medio de una densa jungla. Tenemos que rodear y girar alrededor de ésta y aquella fibra y, al final, podemos viajar durante cincuenta kilómetros, según nuestra medida, y terminar encontrándonos en el punto de partida. Navegaremos a tientas a través de esta especie de laberinto, y no encontraremos una neurona como no sea por puro accidente.
–Yuri tiene un mapa –dijo Dezhnev algo confundido–. El
cerebro...,
yo qué sé, de Yuri.
Konev movió negativamente la cabeza.
–Mi cerebrógrafo me muestra la red circulatoria del cerebro y la distribución de las células, pero no puedo ampliarlo hasta el punto de que me indique nuestra posición en el fluido intercelular, en medio de dos células. No conocemos este detalle preciso y no podemos salimos del cerebrógrafo como tampoco podemos meternos en él.
Morrison miró a través de la pared de la nave. Las fibras de colágeno se extendían por todos lados; cruzándose y encerrándoles. No podían mirar a lo lejos en ninguna dirección y en ninguna dirección se veía otra cosa que fibra sobre fibra.
¡Ninguna célula nerviosa! ¡Ninguna neurona!
La pared que dice: «Bienvenido forastero» jamás ha sido construida.
DEZHNEV, padre
La nariz de Boranova se dilató ligeramente y sus negras cejas se juntaron, pero su voz siguió inmutable:
–Arkady, viajaremos hacia delante en una línea tan recta como sea posible. Gire mínimamente y, si puede, hágalo a derecha e izquierda, alternativamente. Y, puesto que nos encontramos en una situación tridimensional, arriba y abajo también, alternativamente.
–Resultará confuso, Natasha –protestó Dezhnev.
–Claro que será confuso, pero quizá no llegue a serlo del todo. Tal vez, no podamos viajar rectos como una regla, pero puede que tampoco lo hagamos en círculos, espirales, hélices, o con todo a la vez. Y tarde o temprano deberíamos llegar a una célula.
–Quizá si desminiaturizáramos la nave un poquito más... – sugirió Dezhnev.
–No.
–Espere, Natasha. Piénselo. Si lo hacemos, habrá menos trecho que recorrer. Seremos mayores, el espacio entre vaso y neurona disminuirá... –hizo gestos elocuentes con sus manos–. ¿Lo comprende?
–Lo comprendo, pero cuanto mayores seamos, Arkady, más nos costará pasar entre las fibras. Las neuronas del cerebro están bien protegidas. El cerebro es el único órgano completamente encerrado en hueso y las propias neuronas, que son de lo más irregulares en el cuerpo, están perfectamente envueltas en materia intercelular. Véalo usted mismo. Solamente si nuestro tamaño es el de una molécula de glucosa podremos abrirnos camino a través y alrededor del colágeno sin causar, quizás, un daño drástico al cerebro.
En este punto, Konev hizo el gesto no habitual en él de volverse en su asiento. Mirando hacia arriba mientras giraba a la izquierda, de modo que sus ojos pasaron por encima de Kaliinin antes de encontrarse con los de Boranova, afirmó:
–No creo que tengamos que viajar completamente a ciegas..., completamente al azar.
–¿Cómo entonces, Yuri? –preguntó Boranova.
–Las neuronas se manifiestan. Cada una de ellas tiene impulsos nerviosos que las recorren periódicamente y a intervalos cortos. Eso puede detectarse.
–Pero las neuronas están aisladas –advirtió Morrison.
–Los axones lo están, no los cuerpos celulares.
–Pero es en los axones donde el impulso nervioso es más fuerte.
–No, es en la sinapsis donde el impulso nervioso es más fuerte y tampoco están aisladas. Las sinapsis deberían estar centelleando todo el tiempo y debería, por tanto, ser posible detectarlas.
–En el capilar no pudimos –objetó Morrison.
–Estuvimos todo el tiempo del lado equivocado de la pared Oiga, Albert, ¿por qué discute el asunto? Le ruego que trate de detectar ondas cerebrales. Ésta es la razón por la que está aquí, ¿verdad?
–Fui raptado –saltó Morrison violentamente–. Por
eso
es por lo que estoy aquí.
Boranova se inclinó:
–Albert, sea cual fuere la razón, está aquí y la sugerencia de Yuri es razonable. Y usted, Yuri, ¿debe mostrarse siempre tan pendenciero?
Morrison se encontró estremecido de rabia y por un momento no supo por qué. La sugerencia de Konev era, en efecto, razonable. Luego se le ocurrió que se le estaba pidiendo que pusiera sus teorías a prueba en condiciones que no le permitían ninguna escapatoria. Estaba en el propio borde de una célula cerebral ampliada, respecto a él, hasta proporciones montañosas. Lo que le pedirían a continuación era que hiciera sus pruebas dentro, realmente dentro, de dicha célula.
Y si lo hacía y fracasaba, ¿en qué argumento, en qué excusa, podría ocultarse del hecho de que su trabajo estaba equivocado, y que siempre había sido así?
Por supuesto que estaba furioso al verse acorralado por las circunstancias, pero no especialmente enfadado con Konev.
Se daba cuenta de que Boranova esperaba que él dijese algo y veía a Konev manteniendo su mirada incandescente. Entonces dijo:
–Si detecto señales, las detectaré por todas partes. Exceptuando el capilar que acabamos de abandonar, estamos rodeados por incontable cantidad de neuronas.
–Pero unas están más cerca que otras –objetó Konev– y una o dos serían las más próximas. ¿No podría detectar la dirección de donde las señales vinieran más fuertes? Podríamos guiarnos por esa señal.
–Mi receptor no está equipado para determinar señales direccionales.
–¡Ah! Entonces también los americanos utilizan aparatos que están ideados para propósitos específicos y no para necesidades de emergencia. No son solamente los ignorantes soviéticos los que...
–¡Yuri! –advirtió severamente Boranova.
–Supongo que va a decirme otra vez que soy un pendenciero... En tal caso, Natalya,
dígale
que empiece a pensar en un medio de inventar algo que le indique la dirección de donde proceden las señales más fuertes.
–Por favor, Albert, inténtelo. Si no lo consigue tendremos que ir a tientas a través de esta jungla de colágeno y confiar en encontrar algo antes de que sea tarde.
–Mientras hablamos vamos adelantando a tientas –interrumpió Dezhnev casi jovial–. Sigo sin ver nada.
Morrison, aún enfadado, activó su computadora y la puso en la modalidad de recepción de onda cerebral. La pantalla se activó, pero no fue más que ruido..., aunque dicho ruido era más insistente de lo que había sido en el capilar.
Hasta ahora, había utilizado siempre guías que involucraban microsituaciones en el interior de un nervio. ¿Dónde iba a meter las guías ahora? No tenía ningún nervio donde dirigirlas..., o mejor dicho, estaba ya dentro del cerebro, lo que hacía que la situación fuera anómala. Quizá, si dejara las guías (tan rígidas como pudiera) alzarse en el aire como un par de antenas, podrían hacer el trabajo. En su tamaño actual, el alcance sería diminuto y apenas servirían, pero...
Desplegó una y otra vez las guías que se alzaron rígidas y largas, muy parecidas a las antenas de los insectos de las que habían sacado su nombre. Después enfocó y agudizó la atención lo mejor que pudo y los puntitos de la pantalla se transformaron de pronto en ondas profundas y estrechas..., pero sólo por un instante.
Involuntariamente, lanzó un grito.
–¿Qué ha ocurrido? –preguntó Boranova sobresaltada.
–He recibido algo. Sólo un destello..., pero ya se ha ido.
–Inténtelo otra vez.
–¡Óiganme todos! Quiero silencio. Trabajar en esto es difícil y lo hago mejor cuando puedo concentrarme por completo. ¿Comprendido? Ni ruido, ni nada.
–¿Qué fue lo que recibió? –preguntó Konev en voz baja.
–¿Qué?
–Como un destello. Recibió algo como un destello. ¿Podemos saber lo que era?
–No. No sé lo que recibí. Quiero escuchar de nuevo –miró hacia atrás a su izquierda–. Natalya, no estoy en situación de dar órdenes, pero usted sí. No quiero que me moleste nadie, especialmente Yuri.
–Nos callaremos todos. Adelante, Albert... Yuri, ni una palabra.
Morrison miró de pronto a su izquierda porque había notado una leve presión en la mano. Kaliinin lo miraba fijamente y había una sonrisa en su rostro. Movió exageradamente los labios y él consiguió entender, en ruso: «No le haga caso. ¡Demuéstrele! ¡Demuéstrele!»
Le brillaban los ojos y Morrison no pudo evitar sonreírle afectuosamente. Podía motivarla enteramente un deseo de venganza contra el hombre que la había abandonado, pero agradeció la mirada llena de fe y seguridad presente en sus ojos.
(¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que una mujer lo había contemplado con orgullo y confianza en su habilidad? ¿Cuántos años habían transcurrido desde que Brenda había perdido ambos sentimientos?)
Un espasmo de autocompasión lo sacudió y tuvo que esperar un momento. Bien. Vuelta a la máquina. Trató de aislarse del mundo, de aislarse de su condición; de pensar solamente en su computadora, sólo en las pequeñas fluctuaciones del campo electromagnético producido por el intercambio de iones de sodio y potasio a través de la membrana neurónica.