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Authors: Claudio Magris

Tags: #Ensayo

Utopía y desencanto (8 page)

BOOK: Utopía y desencanto
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En Trieste nací y viví hasta los dieciocho años; cuando era pequeño, no era sólo una ciudad de frontera, sino que parecía ella misma una frontera, hecha de un sinfín de lindes que se entrecruzaban en su seno y a veces en la misma persona y la vida de sus habitantes. Las líneas de frontera son también líneas que atraviesan y cortan un cuerpo, lo marcan como cicatrices o como arrugas, separan a alguien no sólo de su vecino sino también de sí mismo.

Además la frontera triestina es, y sobre todo era, una frontera con el Este; la que veía materialmente delante de mí, cuando iba a jugar al Carso con mis amigos, era el Telón de Acero, la frontera que cortaba en dos, entonces, el mundo entero y que estaba a escasísimos kilómetros de mi casa. Más allá empezaba aquel mundo inmenso, desconocido y amenazador que era el imperio de Stalin, un mundo difícilmente accesible, por lo menos hasta el comienzo de los años cincuenta. Pero, al mismo tiempo, aquellas tierras allende la frontera, que pertenecían a la «otra» Europa, habían sido italianas hasta hacía pocos años, hasta el final de la guerra, cuando fueron ocupadas y anexionadas por Yugoslavia; yo las había visto y conocido durante mi infancia, formaban y forman parte constitutiva del mundo triestino, de mi realidad.

Al otro lado de la frontera estaban pues, al mismo tiempo, lo conocido y lo desconocido; había un mundo desconocido que hacía falta volver a descubrir, hacer que volviese a ser conocido. Desde niño comprendí, aunque fuera vagamente, que para crecer, para formar mi identidad en un mundo no completamente escindido, tendría que franquear aquella frontera —y no sólo físicamente, merced a un visado en un pasaporte, sino sobre todo interiormente, volviendo a descubrir aquel mundo que estaba más allá de la linde e integrándolo en lo que era mi realidad.

Más allá de aquella linde empezaba la otra Europa —este término «otra» derivaba en primer lugar desde luego de su pertenencia al universo estalinista, pero ponía de relieve también cierta ignorancia por parte occidental. También yo, de pequeño, creía que Praga estaba al este de Viena y me quedé un poco asombrado ante el mentís del atlas escolar. Esta difusa ignorancia estaba y está a menudo teñida de desprecio, intencionado o inconsciente. Lo que está al este se nos antoja a menudo oscuro, inquietante, promiscuo, poco digno; se tiende a identificar el Este con lo negativo. El príncipe de Metternich decía que en Viena, más allá del Rennweg, la gran arteria que atraviesa la capital austriaca, empezaban los Balcanes, término con el que se daba a entender algo confuso e indistinto, despectivo; hoy, en Ulm, a muchos kilómetros al oeste de Viena, se dice que en Neu-Ulm, más allá del Danubio que atraviesa la ciudad, comienzan los Balcanes, término que tampoco en este caso es ningún cumplido.

La frontera es puente o barrera; estimula el diálogo o lo ahoga. Mi educación sentimental ha estado marcada por la odisea de las fronteras, por su arbitrariedad e inevitabilidad. A ello pertenece por ejemplo la definición, que en aquellos años podía oírse con frecuencia, de Trieste como una «pequeña Berlín»; el Telón de Acero estaba a dos pasos y, por lo menos hasta la mitad de los años cincuenta, separaba la ciudad de su área de influencia y por consiguiente de sí misma, separaba nuestra existencia. Se tenía a veces la sensación no sólo de vivir en una frontera, sino de ser una frontera. La comparación con Berlín le venía mejor por lo demás a Gorizia, ciudad literalmente dividida en dos. «Exactamente como en Berlín», decía satisfecho el señor Krainer, un notario goriziano de origen austríaco, al abrir las ventanas de su casa que daban a la Estación Transalpina mientras señalaba la alambrada de púas que se encontraba pocos metros más abajo.

Hay ciudades que se hallan en la frontera y otras que tienen las fronteras dentro y están constituidas por ellas. Son ciudades a las que las vicisitudes políticas les sustraen parte de su realidad, como el área de influencia, su fuerte vínculo con el resto del territorio nacional; la historia las desgarra como una herida y hace de ellas un teatro del mundo, esto es, un teatro del absurdo. En esas ciudades es donde se experimenta de forma particularmente intensa la duplicidad de la frontera, sus aspectos positivos y negativos; las fronteras abiertas y cerradas, rígidas y flexibles, anacrónicas y franqueadas, protectoras y destructivas.

En Trieste todo esto producía a menudo un sentimiento de incertidumbre, de falta de pertenencia y extrañeza; un contradictorio sentimiento de vivir en el centro y a la par en la periferia de la vida. La ciudad, que hasta 1954 fue Territorio Libre administrado por los norteamericanos y los ingleses, formaba y no formaba parte de Italia; era más fácil que en otras partes dudar sobre el futuro, no se sabía bien quién y qué se era y ello traía aparejadas continuas puestas en escena de la propia identidad. La conciencia colectiva se sentía ahogada por todas partes por las fronteras, pero se rodeaba a su vez febrilmente de nuevas fronteras, para huir de toda pertenencia concreta y para construirse una identidad merced a esa alteridad exasperada. Una ciudad italiana, que había vivido intensamente su pasión nacional y cuyos patriotas llevaban a menudo nombres de origen alemán o eslavo, de la misma forma que en Praga había nacionalistas alemanes de apellidos checos y viceversa. O bien como los jefes del irredentismo croata en Dalmacia, que en el siglo pasado se reunían en el café Muljacic de Spalato y redactaban en italiano los programas de las más encendidas reivindicaciones croatas. Una ciudad que se sentía italiana de un modo tan particular, que se consideraba con frecuencia incomprendida por el resto de la nación y se tenía por ende como la Italia más auténtica —como si más allá del río Isonzo, otra frontera fundamental en el mapa geopolítico y fantástico, comenzase la Italia oficial y por consiguiente menos verdadera.

Una ciudad a la vez orgullosa y recelosa de sus componentes plurinacionales —como son, entre otros, el alemán y/o austroalemán, el griego, el serbio, el croata o el armenio— y sobre todo del componente esloveno, una especie de Doble secreto, reprimido por unos y enfatizado por otros. Alguna vez, paseando por la ciudad, me he preguntado dónde, con qué adoquín del empedrado empezaba —como proclamaban con énfasis los nacionalistas— el mundo eslavo, que se extendía a lo largo de miles de kilómetros hasta Asia. Tal vez ya en la época de su gran esplendor cultural y económico, a comienzos de siglo, Trieste era ya una ciudad bloqueada, en la que Joyce había vuelto a encontrar Dublín e Irlanda, la patria obsesiva, intolerable e inolvidable, tan necesaria para el exiliado y el poeta: un regazo materno del que se huye y que nos llevamos siempre dentro, una ciudad que induce a la fijación de hablar de ella continuamente mal, pero sobre todo de hablar continuamente de ella.

Entre los muchos rostros de Trieste destaca el judío. Decisivos en el desarrollo cultural, económico y político de la ciudad, los judíos se identificaron con ella y con su opción italiana, aun trayendo consigo, y proporcionándole, el sello de la cultura y la civilización centroeuropea, impensable sin el componente hebreo. Trieste —que acaba en este sentido en el año 1938 con la promulgación de las leyes raciales— es uno de los grandes lugares del judaísmo.

Incluso las fronteras del tiempo eran, en Trieste, de alguna forma distintas; se desplazaban, se adelantaban y atrasaban. Cuando estudiaba en Turín y volvía de cuando en cuando a Trieste, tenía cada vez la impresión de volver a entrar en otro sistema temporal. El tiempo se acortaba, se alargaba, se contraía, se condensaba en grumos que parecía que pudieran tocarse con la mano, se disipaba como bancos de niebla. En 1948, en la época de la fatídica campaña electoral en la que comunismo y anticomunismo se enfrentaban en una partida resolutiva, 1918, año en el que con el final de la Primera Guerra Mundial Trieste había entrado a formar parte de Italia, parecía muy lejano, tan lejano que pertenecía a la memoria histórica; se trataba de un capítulo de la historia ya concluido, que no podía provocar discusiones pasionales ni posiciones encontradas. Algunos años después aquel pasado de repente volvió a cobrar actualidad, se entrelazaba con el presente y de algún modo formaba de nuevo parte de él, se entrelazaba con la política y la realidad del momento.

La experiencia de estos desbarajustes comportaba un desencanto precoz, un desilusionado escepticismo respecto a toda fe en el progreso rectilíneo de la historia. En este
cul de sac del Adriático
, donde el mar empuja hacia la orilla todos los desencantos, se han desmoronado antes que en ningún otro sitio muchas de las ilusiones concebidas acerca del socialismo real; entre los años 45 y 48 salieron a relucir muchas cosas que en otras partes se pusieron de manifiesto en el 56 o en el 68, tal vez también un presagio de esa deleznabilidad del comunismo que tanto sorprendió a casi todos en 1989. Sin embargo, esas precoces desilusiones también han puesto precozmente en guardia frente a otra ilusión consiguiente, la que consideraba que la caída del comunismo resolvería todos los problemas, y han preservado a algunos de nosotros del baldón de arrear una coz al comunismo moribundo. Nos hemos asombrado quizás un poco menos al ver aflorar de nuevo, pintiparados y engangrenados, los desbarajustes de 1914, congelados durante tantos años, y nos hemos dado cuenta de que el comunismo ha dejado también una gran herencia, no la de las respuestas que ha dado, sino la de las preguntas que ha planteado.

Las fronteras se trasladan, desaparecen y de improviso vuelven a aparecer; con ellas se transforma de manera errabunda el concepto de lo que hemos dado en llamar
Heimat
, patria. Ciudades e individuos se encuentran a menudo con que son «ex» y esa experiencia del desarraigo, de la pérdida del mundo, no afecta sólo a la geografía política sino a la vida en general. Mi Stadelmann dice que todos somos un ex algo, incluso cuando no sabemos que lo somos.

Quizás para mí la experiencia originaria de la narración, de la relación existente entre la narración y los malentendidos de la vida y de la historia, se remonta a un grotesco y doloroso desplazamiento de fronteras del que fui testigo casualmente siendo niño, de aquel grotesco
Kosakenland
que los alemanes, durante la Segunda Guerra Mundial, prometieron a sus aliados cosacos y que, durante algunos meses, estuvo situado en la región de Carnia, esa áspera y pobre parte del Friuli, hasta la catástrofe final.

Los cosacos no sólo trasladaron a esas tierras sus tiendas de campaña, sino también sus raíces; trasplantaron su pasado y su estepa a aquella región, de cuya existencia, hasta poco antes, no habían oído siquiera hablar. Convencidos de que luchaban por la libertad, se habían puesto al servicio de la tiranía más feroz. En nombre de una patria, que iban buscando, y con el deseo de encontrar una estabilidad, una frontera propia y fija, depredaban a otras gentes de su patria y de sus fronteras.

Esta historia cosaca pone de relieve cómo la frontera que separa verdad y mentira es a menudo incierta, a pesar de que nuestra tarea sea la de intentar establecerla incesantemente. La puesta en escena de la verdad da un vuelco y se transforma a menudo en su opuesto, la verdad se enmascara y se convierte en mentira; en este caso es también una linde que se confunde o franquea inadvertidamente. La frontera entre mentira y verdad, separadas de por sí por una clara línea de demarcación, como el sí y el no de las palabras del Evangelio, a menudo queda borrada y desplazada por la historia y la ideología.

Mi educación sentimental ha estado marcada por muchas experiencias de frontera perdida o buscada, reconstruida en la realidad y en el corazón. Tras la del fantasmagórico estado cosaco, la otra experiencia fundamental en ese sentido fue, para mí, la del éxodo de los trescientos mil italianos que, finalizada la Segunda Guerra Mundial, tuvieron que abandonar Istria. La Yugoslavia de Tito, después de haberse liberado por medio de su extraordinaria guerra de resistencia, no había rescatado solamente tierras eslavas, sino que se había anexionado también, con Istria y Fiume, tierras italianas. En los años anteriores, los eslavos habían tenido que soportar la opresión fascista, y la subestimación de sus derechos por parte también de muchos italianos no explícitamente fascistas pero sí nacionalistas. La revancha yugoslava, bajo el emblema del totalitarismo, fue violenta e indiscriminada. En aquellos años marcados por el miedo, por la intimidación y el crimen, cerca de trescientos mil italianos abandonaron, en distintos momentos, sus tierras y sus casas para errar por el mundo y vivir, también durante muchos años, en campos de refugiados. El drama de esta gente, que lo había perdido todo, era además objeto de incomprensión e ignorancia, y por eso se encerraba a su vez con frecuencia en otras fronteras que se erguían en los corazones, las fronteras de la amargura y el resentimiento que aislaban a estos exiliados no sólo de su tierra perdida, sino también, a menudo, de aquella en la que acababan por insertarse y que los ignoraba o les hacía sentirse parcialmente extranjeros.

Otras fronteras todavía más complejas eran las que se creaban en torno a aquellos exiliados que, a pesar de sufrir el drama del exilio y de la incomprensión por parte de la Italia oficial y a pesar de oponerse a la violencia nacionalista eslava que los expulsaba, se negaban a unirse a los sentimientos nacionalistas italianos y por consiguiente a cualquier indiscriminado rechazo de los eslavos y seguían viendo en el diálogo entre italianos y eslavos su identidad más auténtica. Continuaban considerando que su mundo era el mundo istriano y adriático, un mundo mixto y compuesto, no sólo italiano y no sólo eslavo sino italiano y eslavo, acabando así por ser odiados tanto por los nacionalistas eslavos como por los nacionalistas italianos y por encontrarse por lo tanto en una especie de tierra espiritual de nadie, rodeada de otras fronteras.

Esa linde oriental de Italia ha sido el teatro de otra migración, cuantitativamente mucho más modesta, pero también mucho más ignorada y trágica, que he evocado en
Otro mar
y en
Microcosmos
: la peripecia de los dos mil obreros italianos de Monfalcone, militantes comunistas convencidos que habían conocido las prisiones fascistas y los Lager alemanes y que, en la época en que tiene lugar el éxodo istriano, lo dejan todo para trasladarse a Yugoslavia y contribuir a la construcción del comunismo. Cuando Tito rompió con Stalin, fueron perseguidos como estalinistas y deportados a dos Gulag, donde sufrieron violencias de todo tipo y resistieron en nombre de Stalin, que a sus ojos representaba el Ideal y la Causa. Más tarde aún, una vez vueltos a Italia, fueron objeto de vejaciones por el hecho de ser comunistas y, en tanto incómodos testigos del pasado estalinista, fueron también marginados por el PCI: se volvieron a encontrar, una vez más, al otro lado, en el lado equivocado y en el momento equivocado, rodeados de las fronteras más duras y feroces.

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