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Authors: Claudio Magris

Tags: #Ensayo

Utopía y desencanto (4 page)

La historia cuenta los hechos, la sociología describe los procesos, la estadística proporciona los números, pero no es sino la literatura la que nos hace palpar todo ello allí donde toman cuerpo y sangre en la existencia de los hombres. Sabemos lo que fue la Francia de la Restauración y lo que es la metrópoli contemporánea gracias a las tentaculares novelas de Balzac, que nos cuentan cómo amaron, desearon o mintieron los hombres, y a novelas como
Berlín Alexanderplatz
de Alfred Döblin u otras obras de vanguardia, en las cuales la complejidad, la organización, la desconexión y el caleidoscopio de la vida metropolitana se convirtieron en montaje y
collage
narrativo, estilo y aliento de la narración. Por eso Sciascia pudo decir que «nada sabe de sí ni del mundo la mayor parte de los hombres, si la literatura no se lo enseña».

La literatura, y en especial la novela o mejor aún la épica moderna, es mimesis de la realidad, de su hormigueo impuro y fugaz, de su caótica caducidad. Se parece a un periódico y a veces hasta a un periodicucho de la vida, de su cotidianidad rastrera y vehemente; Dostoievski o Dickens —pero también Dante y la Biblia— son cronistas de lo efímero, sobre lo cual ellos proyectan una luz de eternidad, violenta como un reflector que rasga la noche o como la linterna de bolsillo de un detective en un lugar tenebroso. En ese descenso a los infiernos cabe que exista salvación, la caridad de quien se hunde en el fango de la existencia para asumirlo como un Mesías doliente, pero también puede que haya complicidad, la complacencia con la miseria más que la esperanza de aliviarla.

En su fidelidad al cenagoso fluir de los acontecimientos, la literatura es también un sismógrafo de los acontecimientos políticos, que en el desorden de su inmediatez impiden entrever a menudo su lógica y su significado. Carlo Bo, al evocar los momentos más confusos y dramáticos de la reciente historia de Italia, decía que esos turbios y convulsos hechos parecían estar pidiendo un narrador que les diera forma. En su ensayo sobre las relaciones entre la narrativa, el periodismo y las páginas de opinión,
Letteratura bastarda
[Literatura bastarda], Claudio Marabini, al recordar que literatura significa en primer lugar «ponerse todo lo posible en la piel de los demás», observa que la sangrienta chapuza de los últimos decenios de nuestra vida colectiva —el asesinato de Moro, la muerte de Calvi, la corrupción generalizada y tantos otros acontecimientos ya luctuosos ya tragicómicos— es el material de un gigantesco, laberíntico folletón que aguarda a su narrador. Tal vez cuando tengamos —si la llegamos a tener— esa gran novela, podamos saber lo que ha sido esta Italia, de quien nadie —ni siquiera quienes han vivido esos acontecimientos de cerca, en el ojo del tifón— consigue ver su rostro.

Puede que nunca haya reclamado y desarrollado la literatura una función cognoscitiva como en nuestra época: en el período que va de finales de siglo a los años treinta —el gran momento de la cultura del siglo XX, la frontera todavía más avanzada que ha alcanzado la literatura—, escritores de la talla de Musil, Joyce, Proust, Kafka, Svevo, Mann, Broch, Faulkner y otros exigieron a la narrativa un conocimiento del mundo que precisamente el enorme desarrollo de las ciencias no permitía confiar a estas últimas, porque, con su extrema especialización, que hacía inaccesible cada una de ellas a los estudiosos de todas las demás y aún más al hombre medio, habían hecho añicos cualquier sentido de la unidad del mundo. Sólo una novela que asumiera tales problemáticas científicas, mostrando cómo vivieron y viven los hombres esa transformación, podía y puede captar el sentido de la realidad y de su disolución, una disolución copiada pero también captada a fondo y dominada en las mismas formas experimentales de la narración, en la disgregación y recreación de las estructuras narrativas.

Hoy en día la literatura se enfrenta a un nuevo desafío que nace de la divergencia respecto a la ciencia y de la divergencia existente entre los conocimientos científicos y las posibilidades de que éstos entren a formar parte del patrimonio cultural común. Durante siglos los descubrimientos científicos —por ejemplo de Galileo o de Newton, quizás todavía de Einstein— entraban, aunque fuera de modo aproximado e imperfecto, en la mente de los hombres incluso sí éstos carecían de preparación especializada, e influían en su forma de vivir y de percibir el mundo y por consiguiente —para el escritor, el artista— de representarlo. Con la mecánica cuántica —y no sólo con ésta— parece haberse abierto un abismo entre la ciencia y su comprensión (y por lo tanto también la fantasía, la sensibilidad) aunque sea superficial por parte de los no científicos.

La ciencia contemporánea —aunque según algunos el proceso se inició con Galileo— da la impresión de haber reducido la evidencia sensible, presente durante siglos en el conocimiento de la naturaleza, a favor de una inevitable y creciente abstracción que parece imposible trasponer a la fantasía, convertir en imagen y metáfora, poner en relación con la vida. De este modo la ciencia no parece influir en la percepción y la representación, mental y artística, del mundo; paradójicamente pues el saber científico —un saber fuerte que domina el mundo— no logra convertirse en cultura, salir de su ámbito especializado, incidir en la sensibilidad de los hombres. El descubrimiento del ADN —susceptible de trastornar radicalmente la realidad y los valores— es, a grandes rasgos, aprehensible, pero la mecánica cuántica se asoma a otra realidad, donde rigen otras leyes y sobre todo otras lógicas, refractarias a las categorías de nuestra razón y nuestra sensibilidad.

No es evidente que el universo tenga que estar organizado conforme a leyes que se correspondan con las estructuras de la mente y la percepción humanas; transformar en metáfora poética los conocimientos cada vez más abstractos de una naturaleza indeterminista es el arduo desafío cultural que tiene ante sí hoy en día la literatura.

La literatura defiende lo individual, lo concreto, las cosas, los colores, los sentidos y lo sensible contra lo falsamente universal que agarrota y nivela a los hombres y contra la abstracción que los esteriliza. Frente a la Historia, que pretende encarnar y realizar lo universal, la literatura contrapone lo que se queda en los márgenes del devenir histórico, dando voz y memoria a lo que ha sido rechazado, reprimido, destruido y borrado por la marcha del progreso. La literatura defiende la excepción y el desecho contra la norma y las reglas; recuerda que la totalidad del mundo se ha resquebrajado y que ninguna restauración puede fingir la reconstrucción de una imagen armoniosa y unitaria de la realidad, que sería falsa.

La poesía de los modernos —escribe August Wilhelm Schlegel, fundador del Romanticismo— es la nostalgia de una imposible totalidad de la vida y expresa por consiguiente el vacío, la ausencia, lo incompleto de la vida y de la representación que quiere serle fiel, sin ceder a la tentación de embellecerla retóricamente, como si todo estuviera en su sitio y fuera fácil. Buena parte de la literatura contemporánea es todavía romántica, en el sentido de que ha sido el Romanticismo —como observa Giuseppe Bevilacqua— el que soñó con la utópica redención global de la sociedad y de la vida y —desilusionado por el fracaso de la revolución, que lleva a muchos románticos a abrazar políticamente por reacción posiciones conservadoras y retrógradas —confió a la poesía la tarea, igualmente imposible, de realizar un absoluto poético-existencial (la vida verdadera, el vivir poéticamente) en una sociedad que, cuanto más perfecta se la quiere, tanto más sofocante e invivible resulta.

El arte moderno ha asumido, en su mismísima estructura formal, la disonancia de la condición humana y ha rechazado toda plenitud artística, considerándola falsa con respecto a la existencia, de la misma forma que sería falsa una tersa estatua neoclásica de la Victoria erigida para celebrar la derrota del nazismo después de Auschwitz. No sólo las obras más arduas y difíciles, como las de Joyce y Beckett, sino también las aparentemente más accesibles pero igualmente radicales en su representación del desencanto y la nada, como
La educación sentimental
de Flaubert, han rechazado toda profesión retórica de noble y fácil humanidad. La literatura que dice las verdades más radicales acerca de la condición existencial e histórica es la de la negación y el rechazo, la que hace hincapié en el malestar de la civilización y en la laceración misma del yo individual, ya no se trata de que Su Majestad el yo promulgue bandos de Gobierno, sino de un yo cada vez más escindido y fragmentado, reducido a una provisional y oscilante encrucijada de eventos y sensaciones, poco más que el sedimento dejado por una tradición y una historia que se han volatilizado.

El escribiente Bartleby, el inmortal protagonista del relato homónimo de Melville, responde a cada petición, orden u ofrecimiento: «Preferiría no hacerlo, señor.» En este firme y extremo no, parecido a la renuncia de los personajes kafkianos, hay un amor a la vida más profundo que cualquier fácil consenso, un amor que se expresa en la soledad, en el silencio, en una anarquía que es tanto más radical cuanto más tímida y remisa. También la ironía puede esconder y revelar juntamente el abismo, como la leve, diabólica y vertiginosa ironía de Svevo, una de las miradas más inexorables que se han dirigido a la Medusa. El sentido de la literatura es, hoy más que nunca, la liberación de los falsos ídolos, de todo aquello que pretende suplantar falsamente a los auténticos valores. Como dicen los célebres versos de Montale: «Eso es sólo lo que hoy podemos decirte, / lo que
no
somos, lo que
no
queremos». Lo que se dice en el Evangelio a propósito de la palabra de Jesucristo vale también para la literatura: tampoco ésta trae la paz, sino la espada; ha venido a separar al hijo del padre y al hermano de su hermano, a esparcir inquietud, a poner en entredicho todo orden social y político. Botero, el teórico de la Razón de Estado, decía que las letras no son útiles al Príncipe —es decir al Estado— porque llevan a la melancolía. Acto de comunicación y por consiguiente acto social por excelencia, la literatura tiene también un irreductible núcleo antisocial, como bien sabía Platón; a menudo políticamente comprometida, la literatura es también sabotaje de cualquier proyecto político.

En su negativa, la literatura puede decir un apasionado sí a la cálida vida, como la llamaba Saba. Es liberatoria justamente porque está libre del principio de no contradicción; puede decir verdades antitéticas, porque no formula juicios teoréticos ni mucho menos proclama ideologías, sino que expresa experiencias y por lo tanto puede expresar la fe en Dios y su negación, pues cada individuo, en la odisea de su vida, puede tener experiencia de ambas y la literatura cuenta esa experiencia, sin dejarse apresar por la formulación de un credo. En los relatos de Singer se dan la mano la epifanía de la fe y la de la nada más radical y no es posible saber si Singer es o no creyente.

Todo escritor conoce bien, advierte físicamente, la diferencia que existe entre lo que él escribe personalmente, para expresar su posición o su juicio sobre algo, y lo que dice hablando a través de sus personajes o de sus paisajes, escuchando lo que le sugieren y lo que tal vez hasta ese momento ignoraba tener dentro de sí. En la literatura todo es metáfora, algo que dice algo distinto; un no puede ser un sí y ésa es su libertad, su ángulo de trescientos sesenta grados abierto al mundo. En la literatura no cuentan las respuestas dadas por un escritor, sino las preguntas que éste plantea y que son siempre más amplias que toda respuesta por exhaustiva que ésta pueda ser. También en la vida, por lo demás, las personas que cuentan para nosotros no son tanto las que comparten nuestras respuestas acerca de las cosas últimas, cuanto las que se plantean nuestras mismas preguntas en torno a esas cosas.

La literatura tiene su férrea necesidad, pero ama el juego. La necesidad suprapersonal sobrepasa a menudo el deseo y la voluntad del propio autor; a veces se quisiera decir algo por lo que tenemos mucho interés pero que el texto nos rechaza, o bien callar algo que el texto nos exige. En la fábula
La radura
[El claro del bosque] de Marisa Madieri, la pequeña Dafne quería contar sus vicisitudes personales eliminando el episodio del mirlo devorado por una serpiente, que perturbaba su encanto del mundo, pero se da cuenta de que no puede hacerlo.

La literatura ama sin embargo el juego, la libertad de inventar la vida como el barón de Munchhausen, de hacer incluso a la tragedia ligera como un globo de colores que se escapa de la mano y se va volando por su cuenta. Los poetas saben esconder la profundidad en la superficie, decía Hofmannsthal, disimular los abismos más inquietantes en la levedad de la sonrisa y de lo aparentemente fútil, como sucede en Sterne, haciendo sentir de este modo todavía más intensamente los vértigos de esa oscura vorágine. La literatura inventa el lenguaje, contraviene la gramática y la sintaxis, pero creando un nuevo orden; crea palabras, casi volviendo cada vez al origen de la vida, como Joáo Guimaráes Rosa en su
Gran Sertón
. Esta desenfadada libertad es quizás su mayor don.

Hay una irresponsabilidad que la literatura reivindica como su derecho inalienable y que protege de la insoportable seriedad de la vida, de sus deberes y sus atosigamientos, recordando que es necesario asistir a clase, pero también hacer novillos. La literatura nos enseña a reírnos de lo que se respeta y a respetar aquello de lo que nos reímos, como sucede en el colegio con algunos profesores venerados a los que se les toma el pelo con una cariñosa ironía y autoironía que es lo contrario del escarnio acre y presuntuoso. Esta resuelta soltura de la persona es una actitud clásica y la clasicidad hace libres, como dice un personaje de Fontane, el gran narrador prusiano del siglo XIX, porque proporciona un sentido del espesor y de la complejidad, pero también del absurdo y la vanidad de las cosas, enseñando a aceptarlas y a amarlas sin idolatrarlas.

Entre las muchas razones para estudiar las literaturas y las lenguas clásicas, no es la última lo gratuito de esas lenguas muertas, de sus perifrásticas, de sus subjuntivos y de todos esos
esse videatur
que parecen no servir para nada y que tal vez por eso mismo ayudan a comprender a los hombres con desilusionada benevolencia y sobre todo enseñan, con el orden del lenguaje, la moral correcta. Muchas barrabasadas nacen cuando se hacen chapuzas con el lenguaje y se pone el sujeto como acusativo o el complemento directo como nominativo, enredando los papeles y confundiendo las víctimas con los culpables, aboliendo distinciones y jerarquías en un embaucador revoltijo de conceptos y sentimientos que deforma la verdad. Tal vez, si aprendemos lo gratuito de todas esas proparoxítonas y properispómenas, o de aquel bendito paradigma del verbo
hystemi
, lo demás se nos dará por añadidura.

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