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Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta

Tags: #Ensayo, #Biografía

Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos (4 page)

Cristina se topó con un hombre pragmático y metódico hasta límites patológicos. En los encuentros que tenían y en un tono distendido el propio Torres llegaba a bromear con su forma de ser cuadriculada y siempre contaba una anécdota que a punto estuvo de costarle un serio disgusto. Relataba que en una ocasión aterrizó en Barcelona tras unas interminables jornadas académicas en Sudamérica, en las que estuvo impartiendo unas conferencias. El vuelo en cuestión llegó procedente de Argentina y pisó extenuado tierra firme. Sin embargo, su cabeza le recordaba que debía ir al gimnasio para cumplir con el plan físico previsto, que había dejado aparcado durante su estancia en el exterior. De tal manera que se bajó del avión y sin pasar siquiera por su casa se fue directo a correr una hora en la cinta.

Cuando estaba en plena carrera de fondo, un sudor frío se apoderó de él y se desvaneció, perdiendo el conocimiento. Los médicos lo achacaron a una subida de tensión y le prohibieron que volviera a cometer excesos de ese tipo. «¡Casi me cuesta la vida, pero yo soy así!», admitía resignado a sus nuevos amigos, dejando claro que cuando se lo proponía, nada se le resistía.

Le gustaba hablar de «Iñaki», recalcando en todo momento el trato familiar y cercano que le dispensaba. Dejando claro que él era su íntimo amigo, su principal asesor y su mano derecha. Y nadie tenía un grado de confianza y empatía con los duques de Palma como el que él había logrado alcanzar. La imagen que daban ambos cuando estaban juntos trascendía de la buena relación personal. «Eran como hermanos», afirman sus antiguos colaboradores.

Poco a poco, sin prisa pero sin pausa, Torres se fue introduciendo en el círculo más íntimo de los duques de Palma hasta convertirse en uno más. El resto de los profesores de ESADE, que comprobaron en directo el proceso de aproximación de Torres a Urdangarin, resumen con una frase la sensación que les invadió y que se empeñaba en transmitir su compañero en todo momento: «Diego Torres se llegó a considerar miembro de la familia real. Se sentaba con ellos en la misma mesa y se acabó creyendo que era uno más en La Zarzuela. Actuaba como si fuera hijo del rey».

Envalentonado por ese grado de confianza y la coraza que le dispensaba su proximidad al núcleo de poder e influencia de la dinastía Borbón, se fue transformando en un tipo cada vez más altivo y distante. Había conseguido tratar de tú a tú a Iñaki y a Cristina y se permitía con ellos unas licencias que a nadie ajeno a la familia se le consentían. Y ellos, por su parte, depositaron en él una serie de confidencias que no trasladaban jamás a nadie ajeno al clan familiar. Urdangarin le revelaba constantemente lo complicada que era la relación con su suegro. «Está cada vez más mayor y tiene muy mal genio, es insoportable». «Con la reina me llevo mucho mejor, tiene mucho mejor carácter, con ella siempre he tenido buen rollo». Y tanto Iñaki como Cristina se relajaban con el matrimonio Torres-Tejeiro y abrían de par en par la trastienda de sus conciencias. Les contaban que estaban muy cabreados por la diferencia de trato que les dispensaba la Casa Real en comparación con los príncipes de Asturias. «Cuando la prensa nos ataca solo sale a defenderlos a ellos. Cuando se meten con nosotros, no dicen nada. Estamos hartos», subrayaban mientras tomaba la voz cantante la infanta Cristina e Iñaki se limitaba a asentir con la cabeza, trasluciendo en las conversaciones una creciente animadversión hacia la princesa Letizia. Compartían horas y horas juntos, trufadas de un sinfín de confidencias, de secretos y de gustos culinarios.

Conversaban sobre el vino preferido de Iñaki, el mallorquín Ànima Negra (hasta 50 euros la botella), cultivado en la antigua
possessió
de Son Burguera de Felanitx; sobre la mejor carne que habían probado, que aconsejaban siempre, en un restaurante de la calle Diputación de Barcelona, el Racó d’en Cesc, y sobre el champán francés, que le volvía loco al duque de Palma. Siempre Taittinger, Bollinger o Veuve-Clicquot (120 euros en los mejores templos culinarios). También hablaban de otra de sus mecas gastronómicas: El Mató, ubicado en Pedralbes, a escasas manzanas de su casa.

Urdangarin también sacaba pecho delante de Torres por sus habilidades con la cocina japonesa, la preferida por el matrimonio, y por sus nuevos logros deportivos: que si había conseguido terminar el maratón de Nueva York con una marca de tres horas y cincuenta minutos, que si debido a su altura y por los problemas de rodilla que le acarreaban pruebas tan largas estaba dedicándose de lleno al triatlón con notables resultados… Bromeaban con la incomprensible afición de su hijo Miguel al Valencia C.F. y disertaban sobre la importancia que habían decidido darle a la educación de sus hijos.

«Siempre he valorado en mi vida lo importante que fue para mí la vela», terciaba Cristina en los habituales encuentros, que se prolongaban hasta altas horas de la madrugada. «En nuestra familia siempre hemos vivido en una burbuja y nuestro círculo de amistades se ha reducido siempre mucho», proseguía en un infrecuente arranque de sinceridad. «La vela me permitió relacionarme con chicos de todo tipo. Por eso queremos que nuestros hijos se eduquen como cualquier otro niño de su edad; si no, corren el mismo riesgo de aislarse que corríamos mis hermanos y yo».

Iñaki y Cristina contaban, al hilo de la educación de los niños, un viaje que hicieron a Mozambique, en el que dieron a sus hijos la oportunidad de relacionarse con chavales de su edad de aquel país. Insistían en que estaban intentando reducir cada vez más su estancia en verano en el Palacio de Marivent. «Pasamos a lo sumo una semana y el resto del verano lo dedicamos a hacer otras cosas, nos cogemos un catamarán y nos vamos a navegar toda la familia o nos hacemos un viaje todos juntos. Es muy importante que los niños no se encierren en la burbuja de la Casa Real», repetían casi al unísono, enfatizando la pronunciación de la palabra burbuja, como si citaran a la bicha.

La relación avanzaba viento en popa y los matrimonios quedaban a cenar con frecuencia, hasta convertirse en íntimos amigos. Los Urdangarin-Borbón depositaron de inmediato su confianza en los Torres-Tejeiro para sacar adelante la reconversión del jugador de balonmano en un ejecutivo de relumbrón que debía ser admirado por su pericia empresarial y su boyante ritmo de vida. Diego y Ana María eran simpáticos, inteligentes y de fiar y repetían constantemente la suerte que habían tenido los unos de conocer a los otros y viceversa.

La buena sintonía de aquellos años quedó plasmada en la tesis doctoral que Torres leyó en ESADE en enero de 2008. Compuesta por 180 páginas, la tituló «Influencia del alineamiento estratégico en el éxito del patrocinio. Estudio empírico del patrocinio en el sector de la automoción en España» y fue dirigida por el doctor Marcel Planellas, secretario general de la escuela de negocios y una de las personas de máxima confianza de Torres en la institución académica. El texto dedicaba su introducción al alumno más ilustre de cuantos había instruido y resumía el camino que debían seguir ambos. Aquel documento se convirtió en un auténtico manual de conducta, en el guion que debían memorizar para comercializar su nueva actividad.

«Debo destacar el apoyo recibido de Iñaki Urdangarin, que a lo largo de todo este periodo siempre ha escuchado pacientemente mis disquisiciones sobre este tema y me ha dado muchas buenas ideas basadas en su conocimiento directo del mundo del deporte», señalaba, al mismo tiempo que citaba a lo largo de su estudio hasta siete artículos elaborados por el yerno del rey para que no le cupiera ninguna duda de la importancia que tenía su aportación al proyecto en común. Torres entraba a continuación en materia y señalaba que «el patrocinio es una actividad de gran impacto económico y social, en claro crecimiento» y por la que había que apostar decididamente.

Recordaba que «en el año 2005 la inversión mundial en patrocinio se estimó en 30.000 millones de dólares, de los cuales el 87 por ciento se destinó a patrocinios deportivos y el 7 por ciento a patrocinios culturales». Y añadía, tras remarcar que su actividad debía concentrarse en el mundo del deporte, que «los directivos harán bien en considerar el patrocinio como una actividad estratégica, susceptible de contribuir a la generación de una ventaja competitiva sostenible». Pero no solo consideraba que debía ser una conducta que debían poner en práctica las empresas, sino también las administraciones públicas.

En cuanto a estas, precisaba que «pueden utilizar las conclusiones que se derivan del estudio para formular políticas para promover el patrocinio y mejorar la eficacia de este». A Torres le obsesionaba, en el plano teórico y práctico, «el patrocinio realizado por la empresa». Pero, sobre todo, «los factores que influyen en su éxito». Enfatizaba que esta cuestión había sido «estudiada desde diferentes ámbitos académicos pero sin alcanzar resultados concluyentes». Había estudiosos que «dentro de este ámbito», razonaba el profesor, le habían dado un «enfoque teórico», concluyendo a renglón seguido que «la hipótesis general de la investigación es que el grado de alineamiento estratégico del patrocinio influye positivamente en sus resultados».

De tal manera que «los resultados obtenidos avalan las hipótesis establecidas». Es decir, que «las marcas que han obtenido resultados satisfactorios de sus programas de patrocinio habían seleccionado patrocinios significativamente más alineados con sus estrategias de negocio que las que han logrado menos éxito». Pero aquellas disquisiciones teóricas no representaban ni mucho menos la fórmula infalible que buscaban las empresas y organismos públicos. Se antojaba un argumentario demasiado endeble para convencer a los clientes públicos y privados de la necesidad de invertir en esta materia. Por eso, Torres recalcaba las «limitaciones» de este tipo de estudios, se limitaba a esbozar en su tesis «apuntes acerca de la dirección que deberían tomar ulteriores investigaciones» y volcaba todos sus esfuerzos en articular una fórmula propia.

Tenía ya decidido que gravitaría alrededor de un arma secreta que dejaba entrever tímidamente en su tesis doctoral. Constituía el verdadero núcleo del plan que había trazado y que hacía tiempo que tenía en marcha. Y ahí se presentaba él, con su flamante as debajo de la manga, para introducir en el farragoso y etéreo mundo de la responsabilidad social corporativa un factor que desestabilizara por completo el mercado.

Porque nunca nadie antes había empleado en el sector un gancho del calibre que entrañaba un miembro de la familia real para conseguir que las empresas destinasen parte de su presupuesto a ese ámbito. Nunca nadie había empleado antes a alguien con la imagen, la agenda y los contactos del duque de Palma. Jamás. Hasta en eso, pensaba Torres, quedaba todavía camino por innovar. Con la aparición en escena de su socio pulverizaría por completo los sesudos estudios que, como apuntaba su tesis, habían dejado atrás interminables horas para no alcanzar ninguna solución concluyente y verdaderamente efectiva. Haría historia y se comería a la competencia.

Por eso, en medio de las alambicadas discusiones académicas, diseñó la aplicación de esta teoría a la práctica y pasó de recalcar en abstracto a las empresas la importancia de apostar por proyectos sociales a encabezar una plataforma que liderase esta materia. De tal manera que no habría mejor consultora para las compañías nacionales e internacionales así como para cualquier gobierno que se preciase que la suya y la de Urdangarin. Monopolizarían el mercado. Se expandirían primero por España y luego darían el salto al extranjero. Conseguirían un crecimiento imparable y se situarían muy pronto como una referencia mundial. La fórmula sería infalible, pero no había tiempo que perder, porque contaban con el beneplácito de la Casa Real para poner en marcha la iniciativa y había que aprovechar el viento a favor.

La estrategia consistía en comercializar ese compendio de reflexiones teóricas que tan bien dominaba Torres, combinándolo con la imagen de Urdangarin. «Monetizar», como decía el muy pedante menorquín, la condición de yerno del rey del exjugador de balonmano, envolviendo el conjunto con una jerga confusa y de difícil comprensión tras la que lo único que quedaba claro es que quien se ponía en venta era un miembro de la familia real.

Eso sí, el envoltorio debía cuidarse al extremo para no despertar suspicacias. La puesta en escena tenía que ser impecable. Y en ella se emplearon a fondo durante meses. El proyecto común fue articulado utilizando la forma jurídica de una entidad sin ánimo de lucro. El yerno del rey no podía liderar una empresa privada que cobrara por sus servicios, porque generaría un conflicto de intereses inmediato y provocaría una polvareda que pondría punto y final al negocio antes de comenzar. Se trataba, en definitiva, de ser mucho más sutil y recubrir el conjunto con una apariencia irrefutable.

Urdangarin y Torres rescataron para la iniciativa una entidad que tenía este último en el arcón desde hacía tiempo y que presentaba las características adecuadas. Fue bautizada por Torres con un nombre griego, Nóos, que significa «mente, intelecto», el 15 de junio de 1999. La denominación original concreta con la que la inscribió era «Asociación Instituto Nóos de Investigación Aplicada» y otorgaba así un barniz academicista a la idea. Fue montada con un patrimonio inicial de 100.000 pesetas y había permanecido inactiva desde su creación. En su historial no había sido registrada una sola operación.

Torres gestó entonces la idea de «realizar investigaciones sobre el papel de la inteligencia de mercado en la competitividad de las empresas así como servir de punto de encuentro a los profesionales de esta disciplina». Al mismo tiempo pretendía «promover la difusión de las investigaciones realizadas a través de cursos, conferencias, seminarios y publicaciones», pero fue incapaz de ponerla en práctica él solo, al carecer de los contactos precisos y del respaldo necesario. Fue un sueño roto. O por lo menos aparcado sine díe.

Pero ahora consideró que al fin había llegado el momento. Le dio una vuelta a aquella antigua idea y confeccionó con Urdangarin unos estatutos a medida. Reconvirtieron el nuevo proyecto en una inofensiva ONG que mantuviera intacta, sin embargo, la idea inicial, que tenía ya muy trabajada.

Construyeron de esta manera el Instituto Nóos, que renacía fulgurante. Optaron por dejar finalmente el nombre inicial y lo presentaron en su nueva carta fundacional como «una asociación científica que tiene como misión promover la investigación sobre la gestión de las actividades de mecenazgo, responsabilidad social y patrocinio». Hasta ahí, el planteamiento era impecable. Una plataforma de investigación desinteresada que emplearía todos sus esfuerzos en ayudar al desarrollo de los sectores público y privado. Qué mejor cometido podía tener el nuevo proyecto del yerno del rey que echar un cable a las grandes corporaciones para fomentar su competitividad en los mercados.

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