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Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta

Tags: #Ensayo, #Biografía

Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos (3 page)

El 5 de noviembre de 2004, atenazado por los nervios, harto de darle vueltas y más vueltas a la cabeza y abrumado por la responsabilidad, se sentó a hacer sus propias cuentas. Sobre un folio en blanco anotó a mano de manera esquemática los gastos a los que debía hacer frente por el dichoso palacete en el que se embarcaron por indicación de su suegro. El documento lo confeccionó en compañía de su asesor fiscal y llevaba un encabezamiento inequívoco: «Iñaki». Y es que era, efectivamente, un compendio de su situación económica y personal en ese momento. Una hoja en la que pasaría a limpio todos sus quebraderos de cabeza para intentar darles una solución de una vez por todas. Con una letra picuda pero fácilmente legible, se sucedía a lo largo de la página, de manera ordenada, una amalgama de números encabezados por sus correspondientes títulos. La relación comenzaba con una anotación en la que se podía leer: «400.000 euros de arras». Tal y como añadió a continuación el duque de Palma, era una cantidad a la que debían hacer frente a medias él y su mujer para la adquisición de la vivienda situada en el número 13 de la calle Elisenda de Pinós. Era solo el comienzo.

Calculó además que debían afrontar un préstamo de no menos de «3,4 millones de euros», del que podían «rebajar» de una sentada como mínimo «1.600.000 euros». La clave, una aportación de «1,2 millones» por su parte y otra de «400.000» por parte de «Cristina».

Pero salvado este tramo inicial de la operación inmobiliaria, continuaban los problemas. La consigna mental que se había marcado era que él hiciese frente al grueso de la inversión. Que no pudiesen decir bajo ningún concepto que había tenido que ser su mujer la encargada de correr con los gastos. El palacete era un capricho que se habían querido permitir y él iba a demostrar, costase lo que costase, que podía sacarlo adelante. Demostrar, en definitiva, que estaría a la altura de lo que se esperaba de él.

Pero ni siquiera con los primeros esbozos y garabatos encajaban los números. En uno de los márgenes del folio calculó un «plan de reducción de hipoteca» sobre el inmueble que les había costado ya más de 6 millones de euros. De esta manera estimó, que «hasta ¾ partes» correrían a su cargo. Unos «39.000 euros al trimestre más o menos». Dejando así a la infanta que pagase únicamente «13.000 euros», lo que representaba «solo ¼ parte [
sic
]».

El duque de Palma estableció que abrirían para ello una cuenta en La Caixa «para uso corriente» y que cargarían en ella «los ingresos y los gastos». «De esta cuenta salen una vez al trimestre los pagos de hipoteca», apostilló.

No obstante, faltaba una incógnita por despejar en toda esta ecuación. La más importante de todas. El origen de los fondos que emplearían para semejante empresa era todavía un secreto. De todo lo garabateado tan solo quedaba claro que «Iñaki» correría mayoritariamente con la cuenta, que tenía en mente desembolsar 1,2 millones de euros de golpe y pagar más de 13.000 euros mensuales de hipoteca. Eso sí, el cómo lo haría estaba todavía por ver. Porque los «ingresos» a los que aludía continuamente a lo largo y ancho de este ordenado manuscrito eran todavía una entelequia. Mostraba con tachones sus dudas sobre los plazos de amortización, las cantidades a pagar y cómo rebajar trimestralmente las cuotas. Pero de lo que no albergaba ninguna duda es de que obtendría el dinero suficiente para hacer frente a los pagos de la forma en la que los había planificado. Lo daba ya por hecho. El asesor fiscal se limitaba a asentir con la cabeza y a tomar nota al dictado.

Él siempre se justificaba asegurando que el rey le invitó a embarcarse en la operación inmobiliaria sin pensárselo dos veces. «Me añadió que no me preocupase, que ya me ayudaría a pagar la casa», solía comentar a sus colegas, que no sabían muy bien si era una nueva trola del personaje o una verdad incontrovertible. Mentira o verdad, lo cierto es que no lograba siquiera mitigar su desasosiego interior. Cristina de Borbón se encontraba inmersa en la misma encrucijada. Necesitaba demostrar a sus padres, a sus hermanos y a sus amistades que se había casado con alguien que cubría las expectativas de lo que se esperaba de la hija del rey. Por eso, tras horas de interminables conversaciones con su marido, con las paredes de la residencia de Pedralbes como testigos mudos, animó a Iñaki a empezar de cero. A reconvertir su perfil meramente deportivo en uno mucho más profesional, de mayor calado, de mucho más largo recorrido y mucho más lucrativo que el que había desarrollado hasta entonces.

Urdangarin, hastiado por las miradas, los comentarios y las cada vez menos sutiles sugerencias, fijó su mirada en el sector empresarial y dio el primer paso para labrarse una nueva carrera. Confesó a su entorno más próximo que por primera vez en su vida se sentía «acomplejado», fuera de lugar, que no era él y que necesitaba «demostrar» a toda costa que no solo servía para jugar al balonmano. Que también era capaz de tener una identidad propia y ganar mucho dinero fuera de las canchas. «A lo largo de mi vida siempre he sido el número uno y ahora me siento raro», mascullaba.

Empeñó en este cometido la misma tenacidad y constancia que le llevaron a cosechar sus éxitos deportivos y concibió esta meta como su principal objetivo vital. Porque como buen deportista de élite, es concienzudo, disciplinado y trabajador, capaz de acometer las mayores gestas en climas de máxima tensión tras persistir durante horas en el empeño.

Con una imagen impecable y una familia en marcha, un abismo se asomaba desafiante ante su imponente figura. Le aterrorizaba experimentar por primera vez el fracaso. Una sensación de la que siempre había conseguido huir durante su carrera y que nunca, hasta ahora, había sentido tan próxima. «Necesito labrarme un nuevo perfil profesional», repetía hasta la extenuación, «demostrar a la familia real que no solo soy un jugador de balonmano y que puedo tener éxito en otras parcelas de mi vida». Esta frase, pronunciada entre sus amigos y su familia, se acabó convirtiendo en una especie de estribillo que guiaría sus pasos desde entonces. Reiniciarse o morir. Y es que la deriva que tomó su periplo vital tras su retirada del mundo del deporte alberga, sobre todo, una explicación psicológica. Porque nada de lo ocurrido a partir de ese momento se puede comprender sin este dilema, que basculaba entre el éxito y el dinero y bajo el que se asomaba el pozo de la incomprensión.

El conflicto personal iba acompañado de un ansia de desquite, de la necesidad de restañar el orgullo herido y la urgencia de demostrar hasta qué punto debía estar a la altura de los acontecimientos. Por eso volvían una y otra vez a su memoria las palabras que le espetó su suegro recriminándole que cómo podía tener a su hija viviendo en un piso. Pero también los comentarios que le habían llegado referentes a que nunca había imaginado que Cristina se casara con un jugador de balonmano. Las frases cortantes y directas con las que le recordaba que debía tratar a la infanta como se merecía. Cada vez que estas palabras asomaban como cuchillos en su mente, como si fueran un insoportable disco rayado, mayor era la necesidad de revancha.

Urdangarin dio la primera zancada en esta particular huida hacia delante matriculándose en Administración y Dirección de Empresas. Escogió la prestigiosa escuela de negocios ESADE de Barcelona, fundada en 1958 por destacados empresarios y profesionales catalanes, que alcanzaron un acuerdo con la Compañía de Jesús para crear la que vino a denominarse Escuela Superior de Administración y Dirección de Empresas. El lema de esta institución académica internacional con más de cincuenta años de historia y cuarenta mil alumnos a sus espaldas no es otro que el de «inspirar los futuros». Una máxima que se acoplaba como anillo al dedo a las necesidades de su nuevo alumno, que contribuía a engrosar la larga lista de insignes personalidades que habían formado parte de sus aulas.

ESADE se compromete a hacer de sus estudiantes «profesionales competentes en el mundo de la empresa y del derecho y ciudadano

En el claustro de profesores, uno de sus maestros, adscrito al Departamento de Política de Empresa, Recursos Humanos y Sistemas de Información, clavó pronto su mirada en el duque de Palma. Hasta el punto de que hizo confluir de inmediato sus propias expectativas vitales con las del hombre al que se disponía a instruir. Fue casi un flechazo, un amor a primera vista. Por parte de los dos.

Aquel hombre tenía una estética peculiar, una arquitectura física ligeramente gruesa, que denotaba una propensión genética al sobrepeso y la falta de ejercicio físico, y una cabeza grande y alargada que estaba coronada por un corte de pelo de centurión romano. Tras los mechones de pelo canoso que caían armoniosamente sobre su frente despejada, sobresalían unos ojos negros y relampagueantes que se escondían tímidamente tras unas gruesas gafas de pasta que le daban un cierto aire de intelectual moderno y despistado.

De su rostro brotaba esporádicamente una sonrisa, a conveniencia, que dotaba al conjunto de un cierto aire siniestro e inquietante, casi impostado. Porque, a diferencia de Urdangarin, Diego Torres Pérez, que así se llama su mentor académico, no es especialmente simpático. Frente a las carcajadas joviales del exjugador de balonmano y sus continuas bromas, a él solo se le consigue arrancar una risa corta y forzada. Como si fuera un incómodo trámite que debe solventarse de inmediato antes de volver a entrar en materia.

Entre los históricos de ESADE se recuerdan alumnos brillantes y otros que gozan de la catalogación de «bestias». En este último segmento fue enclavado el profesor Torres. Menorquín, nacido en un barrio obrero de Mahón el 20 de mayo de 1965, es hijo de Rosario Pérez, una emigrante sevillana, peluquera de profesión. Esta mujer, ahora octogenaria, podía presumir cuando su hijo estudiaba en el colegio de ser ya por aquel entonces la madre de uno de los alumnos más brillantes. El joven Torres se concienció pronto de que su fuerte eran los estudios y desechó desde niño las actividades físicas, el fútbol y el resto de deportes que practicaban sus compañeros. Con un gesto gélido y calculador, impropio de un chaval de su edad, sus antiguos compañeros coinciden en que les comentaba que, independientemente de la rama profesional que acabara escogiendo en un futuro, «de mayor quería ser rico». «Tenía claro que quería dedicarse a algo que le hiciera ganar dinero», aseguran al ver con perspectiva la trayectoria de su antiguo amigo. Convencido de que el deporte, que luego utilizaría para sus proyectos profesionales, no era lo suyo, se refugió en sí mismo y se transformó en un chico tímido y taciturno.

Primero recurrió al montañismo como vía de escape, pero una lesión le llevó a reconducir su ocio hacia la vela, aficionándose cada vez más a las largas travesías en solitario y dejándose ver por las aguas de Barcelona a bordo de un velero de fabricación croata que amarraba en el apeadero del Club Náutico de Masnou. Afloró en él un carácter inestable que se fue acentuando con los años y que le fue convirtiendo en un tipo ciclotímico y despótico con sus subordinados. Hasta que conoció a Iñaki y emprendió por su cuenta su particular carrera hacia el éxito, subiendo a bordo de su plan vital al mismísimo yerno del rey.

Las vidas, las frustraciones y las obsesiones vitales de Torres y Urdangarin se entrelazaron de inmediato en las aulas de ESADE, detectando el primero la necesidad de su alumno de despuntar en el sector empresarial en tiempo récord y de demostrar al mundo lo que era capaz de hacer. Torres, que llevaba años especializándose en la responsabilidad social corporativa, tenía trabajada la teoría sobre la necesidad de las empresas de mejorar su imagen de marca a base de invertir en proyectos sociales y preferiblemente vinculados al mundo del deporte. Una vez consolidada esta base académica, advirtió a las primeras de cambio que el destino le había puesto delante al hombre que iba a permitirle explotar al máximo sus conocimientos y sus pretensiones.

Diego cultivó a Iñaki e Iñaki se dejó deslumbrar y agasajar por Diego y se agarró a él como su tabla de salvación en medio de la desazón interior que le arrastraba. Urdangarin necesitaba a alguien que le dijera que era capaz de hacerlo, de demostrar quién era, de labrarse ese perseguido «nuevo perfil», y de volver a experimentar la irresistible sensación del éxito. Con todo lo que ello conlleva. Dotado de una intuición privilegiada, el yerno del rey supo desde el minuto uno que con el menorquín hacerse «un capitalito» podía ser coser y cantar. Y ahí estaba Diego Torres, presto y dispuesto, decidido a convertir los deseos ducales en realidad conformando un dúo en el que él pondría el sustrato intelectual y la teoría y Urdangarin su imagen y sus contactos. Una simbiosis perfecta que estaría condenada inexorablemente al éxito rápido y fácil y que debían poner en marcha cuanto antes para conseguir, también cuanto antes, los soñados beneficios económicos que buscaban con su recién estrenada alianza.

Se convirtieron en un tándem inseparable, que se retroalimentaba mutuamente y que funcionaba, en apariencia, en perfecta sintonía. Torres se aproximó a la figura de Iñaki, explotando su superioridad intelectual, intentando situarse en todo momento en un plano diferente y predominante, y haciéndole partícipe de los logros futuros. Hasta que, poco a poco, la personalidad del alumno cayó rendida a la de su profesor, que le arrastró hasta seguir a ciegas sus consejos, sus directrices y sus teorías, convencido de que sus esperanzas quedarían colmadas irremediablemente por aquel hombre inteligente y ambicioso con el que compartía las mismas prisas por despuntar en el plano económico y en el social. «Me quedé prendado de Torres en sus clases, me impresionó su capacidad dialéctica y su impresionante cabeza», reconocía Urdangarin tras suscribir la alianza con su maestro.

La necesidad de un hombre como Torres llevó al duque de Palma a presentárselo muy pronto a la infanta Cristina, harta de escuchar que «esto había que hacerlo así porque lo había dicho Diego» y que «debía actuar de esta otra manera porque había que hacerle caso» a su profesor, «que era brillante y muy preparado» y que «nunca le fallaría». «Es la persona que necesito en este momento», reiteraba a su mujer. Y tanto habló del tal Diego Torres que finalmente Cristina lo conoció. A él y a su mujer, Ana Tejeiro, algo más baja de estatura que su marido, recorrida por un pelo cobrizo y una sonrisa amable, siempre discreta y a la sombra de su esposo, pero a la que el profesor de ESADE hizo siempre partícipe de todos sus proyectos, convirtiéndola además en su confesora.

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