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Authors: Caroline L. Jensen

Tags: #Humor

Una vecina perfecta (22 page)

BOOK: Una vecina perfecta
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A Dios, que había escuchado la conversación con interés, le dio un vuelco el corazón cuando los católicos fueron mencionados otra vez.

«¡Pues claro!» De pronto se acordó de lo que había pensado hacer durante toda la semana, pero que se le había olvidado con tantos quehaceres que tenía. Tampoco es de extrañar. Las ocupaciones de Dios no son pocas. Dejó a Satanás y a la señora Bengtsson con sus asuntos.

En la ciudad de Lourdes un hombre con esclerosis múltiple se sumergió en una fuente que según los católicos era sagrada y cuyas aguas milagrosas podían sanar a los enfermos. Cerca de cien mil devotos esperanzados se bañaban cada año en ella, o bebían de sus aguas. Había pasado bastante tiempo desde la última sanación.

«El señor ese de la esclerosis… Sí, ¿por qué no?», se dijo Dios y sopló un «sánate» en las extremidades del hombre mientras se bañaba. Con él iban sesenta y seis, los que Dios había curado en Lourdes, y el Vaticano pudo registrar otro milagro.

En verdad, Dios había sanado a miles de personas en esa fuente y a veces le fastidiaba que fueran tan pocos los milagros que le reconocían. Pero el escepticismo humano no dejaba de ser invención suya, así que se conformaba con que este último caso quedara consignado oficialmente como el número sesenta y seis.

En el Cielo, los ángeles aplaudieron. En Lourdes, la gente lloró de alegría ante la muestra de poder de su fe mientras grababan con sus móviles el momento en el que el hombre con esclerosis múltiple en estado avanzado se empezó a mover como si hubiese vuelto a la juventud. Y en Jämnviken la conversación continuó sin la presencia de Dios, que ahora estaba sentado en su trono, asintiendo al son de un himno de adoración que le dedicaban los ángeles.

—¿A quién vas a matar?

—Uff, pues no sé. Tiene que haber alguien que se lo merezca. Sólo me falta saber quién. A ser posible, alguien a quien tampoco me importaría matar en otro contexto.

—Pero entonces no es acedia, ¿verdad que no? ¿El colmo de lo anticristiano?

La señora Bengtsson hurgó en sus bolsillos, sacó un cigarrillo y le prendió fuego.

—Tienes toda la razón. ¿Sabes qué? Me parece que tengo que pensármelo un poco más. Mientras tanto puedo saltar al siguiente mandamiento. El orden no es relevante, ¿no? ¿Cuál es el que sigue?

El Diablo le sonrió y la cara de Rakel se iluminó entera.

—«No cometerás adulterio.»— ¡La hostia! —dijo la señora Bengtsson y le dio una patada al montón de restos del ciruelo—. Dios es un auténtico mierdas, ¿a que sí?

—Sí, desde luego —respondió Satanás, convencido.

Capítulo 27

Martes. Agosto. Calle Fröjd.

Descalza, con una zapatilla de color rosa en cada mano y las mejillas coloradas. Así era como se podía ver a la señora Bengtsson cruzando el jardín delantero de su casa poco después de la hora de cenar. Corría agachada —un poco a hurtadillas y como disculpándose— por el césped, cruzó el caminito de piedra que llevaba hasta la puerta y dobló la esquina de la casa para ir a la parte de atrás. Tras de sí dejó irrevocablemente un rastro de su castidad, y a la
Furia Amarilla
con la puerta del copiloto entreabierta.

Mejor así. Al toro por los cuernos y al cartero por la entrepierna. No dejes para mañana… etcétera, amén.

Cuando hubo cruzado el jardín dio la vuelta a la esquina de su casa, y, al llegar al resguardo relativo del jardín, las piernas ya no le respondían del todo. Se metió entre los matorrales y se sentó en cuclillas entre las plantas perennes en flor. Gracias a Dios que eran demasiado altos. Encontró los cigarrillos y encendió uno, apoyó la espalda en la pared de la casa, aún caliente por el sol, y soltó una risita. Constató que el arriate necesitaba una limpieza, pero lo dicho: en ese momento estaba de lo más agradecida de que las plantas hubieran crecido tanto y la ayudaran a ocultar sus sentimientos de deshonra. Y de satisfacción.

La risa le burbujeaba en el estómago sin que la pudiera reprimir. La señora Bengtsson le dio varias caladas seguidas al cigarro y le dijo a su cuerpo que se relajara. Al cabo de unos minutos le obedeció y lo ocurrido comenzó a convertirse más en un recuerdo que en otra cosa. Así era más fácil.

—Pero por Dios, ¿qué me pasa? —le preguntó a un escarabajo que con arduo esfuerzo iba subiendo por los montoncitos de tierra y las piedrecillas del suelo. Puede que se estuviera convirtiendo en un mero recuerdo, pero era un recuerdo apremiante, un recuerdo que le estaba despertando las ganas de nuevo.

Ventanillas cubiertas de vaho y respiraciones pesadas, manos pegajosas y la exclamación de lascivia de Beggo al descubrir que no llevaba bragas. El cambio de marchas por el medio, un codo apretando el claxon por error y su cuerpo en celo, que a pesar de todo, se había retorcido de forma insinuante al ver acercarse aquella firmeza casi negra. Más vaho, una zapatilla perdida y Beggo respirando, resoplando, empujando y… ¿cantando?

«Esta noche eres tú, esta noche soy yo, y fluimos juntos ante todo contratiempo. No hay tabús en nuestra forma de amar. Ahora ya nada nos puede parar.»

Vaya que sí. Le había susurrado las palabras al oído mientras sus fuertes brazos la llevaban arriba y abajo cada vez más de prisa, como unos pistones impulsados por el deseo.

La señora Bengtsson se rió otra vez en su arriate, pero no se vio capaz de controlar su cuerpo, que clamaba a gritos un orgasmo. ¿Acaso no le tocaba a ella? En el coche había estado demasiado tensa.

«Nada nos puede parar.» Los gemidos de Beggo se hicieron cada vez más fuertes. Nada nos puede. Nada nos puede. Nada. Con el in crescendo final la había apartado de su miembro erecto y se lo había tapado con la mano. La señora Bengtsson se quedó al lado observándolo. Beggo tomó aire, contuvo la respiración unos segundos y luego sintió las convulsiones.

Cuando abrió los ojos, medio minuto más tarde, la puerta del copiloto estaba abierta y la señora Bengtsson había desaparecido. «Te marchaste como el viento», le susurró al asiento del acompañante. Después se dio cuenta de que todo el acto no había durado más de tres minutos. Una canción. Y se avergonzó.

«Nada nos puede parar.» En el arriate, la señora Bengtsson se deslizó por la pared y entre azucenas y onagras se dejó llevar por el recuerdo de su fugaz encuentro. El escarabajo se enterró ruborizado en la tierra y no se atrevió a salir en varios días.

Después, también la señora Bengtsson sintió vergüenza y miró alterada a su alrededor. ¿La había visto alguien? En cuanto hubo comprobado que por lo menos nadie la estaba viendo en ese momento, se levantó a toda prisa, se sacudió el trasero, removió la tierra donde había estado sentada y se metió de puntillas por la puerta trasera de su casa para darse una ducha. Nunca más iría a recoger el correo en persona.

Beggo abrió la puerta de su lado, se limpió la mano en el césped y miró la casa de la señora Bengtsson unos segundos antes de marcharse él también, con una sonrisa. «No hay tabús en nuestra forma de amar. Ahora ya nada nos puede parar.»

Al otro lado de la calle estaba Rakel
la Milagrosa
mirando por la ventana de su cocina. Había oído el claxon del coche y luego fue testigo de la impúdica escena de la calle. Se rió.

—¿Qué me dices de eso,
Yersinia
? —Casi tenía ganas de aplaudir.

La gatita respondió que ya era hora y no le dio más importancia al asunto.

—Esto se merece una taza de café. Merienda y adulterio. ¿Cómo lo vas a entender, criatura inmunda? —dijo acariciando a
Yersinia
en el lomo un par de veces, se volvió a reír y le dio la espalda a la escena para prepararse un café.

En la ducha, la señora Bengtsson tomó dos decisiones. Aquel martes le haría carne asada a su marido y también se olvidaría de aquella historia lo antes posible. Se centraría en la alegría, en ese sentimiento de lo-he-conseguido que le hacía cosquillas por dentro, y no en el hecho de sentirse mal ni de que sus pensamientos retrocedieran todo el tiempo a aquel día de hacía diecinueve años y a la estatua brillante de Jesucristo en la iglesia.

«Puto Dios», pensó, y se frotó el cuerpo con fuerza. Sólo con que se hubiese encontrado con ella a medio camino no habría tenido que hacerlo. No habría incumplido la promesa que le había hecho a su marido.

«Tonto del culo.» Todo esto era culpa de Dios. Era Él quien la había resucitado de entre los muertos sin un solo susurro a modo de explicación. Era El quien se había comportado como un gilipollas con bozal durante toda la historia de la humanidad y la vida de la señora Bengtsson. No, ella no se iba a avergonzar de haber roto la promesa que había hecho ante Dios y el resto de los presentes en aquella ocasión.

Pero se avergonzaba un poco de haber roto la promesa que le había hecho a su marido, por lo que aquella misma noche, poco antes de la hora de dormir, lo sedujo llevando sólo la ropa interior que se había puesto la noche de bodas y el velo de novia. Concentrándose en no arrepentirse, se acostó con su marido, y pensó tanto en él como en el cartero y en Dios. Cuando los dos juntos se acercaron al momento álgido, sólo pensó en él, en el señor Bengtsson, y se perdonó a sí misma.

«Gracias, Dios, por los artículos tipo “Una pizca de pimienta para tus relaciones” de las revistas femeninas», pensó el señor Bengtsson complacido antes de caer en el sueño.

El miércoles por la mañana fue como si el encuentro con Beggo nunca hubiese ocurrido, por lo que el arrepentimiento de la señora Bengtsson brillaba bastante por su ausencia.

«Acedia total.»

Se sintió satisfecha mientras recogía la mesa del desayuno. No le dio importancia al hecho de abrir un
tetrabrik
de vino poco después de las doce y ponerse a beber y a limpiar como una furia todo el día, y no recoger el correo hasta las tres y media, animada y envalentonada por el alcohol.

Cuando más tarde se puso a revisar el correo encontró una nota escrita a mano:

«Ven a bailar conmigo. Eres todo lo que ansío.»

Enfadada, la quemó en el cenicero mientras se encendía un cigarro con la colilla de otro. «Eres todo lo que ansío.» A ver si ahora esto iba a suponer un problema. Oyó el coche de su marido subiendo por la rampa del garaje y pensó que, si guardaba las distancias por un tiempo, al final Beggo entendería que lo que había pasado entre ellos había sido una cosa de una sola vez.

—Qué bonito está esto —dijo el señor Bengtsson en cuanto entró por la puerta.

—Gracias —respondió ella con un beso.

—Pero ¿qué has estado haciendo? —dijo, oliéndole la boca y mirando sorprendido el reloj, que marcaba poco más de las seis de la tarde.

La señora Bengtsson soltó una risita de adolescente.

—Después de limpiar me he tomado una copa de vino al sol, en la terraza. Dentro de poco hará demasiado frío para hacerlo. Pero por lo visto se me ha ido un poco la mano.

—¿Un poco? —El tono severo de su voz quedó en evidencia por su gran sonrisa—. ¡Pero si no te tienes en pie!

—Sí, ya te lo he dicho. Creo que será mejor que me acueste.

El señor Bengtsson se rió.

—Realmente no eres como las demás, cariño. Pero no lo conviertas en una costumbre.

—No, no, por supuesto. —Con un gesto le indicó que la cena estaba en la mesa—. Yo ya he cenado. Buenas noches, cariño.

—Vale, vale. Buenas noches, cabeza loca.

Antes de subir al piso de arriba se acercó a la nevera y leyó:

7. No robarás.

Qué fácil. Menos mal. Claro que iba a robar.

Capítulo 28

Un corazón puede latir fuerte por muchos motivos, y eso fue justo lo que le pasó a la señora Bengtsson el jueves.

Iba en el autobús que llevaba al centro de Jämnviken. Su cara estaba semioculta por unas gafas de sol gigantes, llevaba el pelo tapado con un pañuelo y se había puesto falda, una blusa por fuera y una chaqueta bastante holgada. Así se imaginaba que había que vestirse para ir a robar. Que estuviera yendo al centro comercial para cometer un hurto era sólo una de las causas de sus palpitaciones. Sacó los chicles de nicotina de uno de los enormes bolsillos de la chaqueta. La cajetilla traqueteó y tuvo que agitarla varias veces antes de que le cayera uno en la mano. Un hombre mayor que estaba sentado unas filas más adelante se volvió y la miró con desaprobación.

«Perdón por existir», pensó devolviéndole la mirada.

La nota que se había encontrado en el buzón por la mañana mientras repasaba su plan no paraba de darle vueltas en la cabeza:

Atrapado por una tempestad. Loco por ti. Nada me detendrá. Cuando sople en mi corazón.

—Recristo bendito, Beggo —fue lo primero que dijo cuando vio el escrito—. Ya te vale —dijo luego mientras arrugaba el papel todo lo que pudo para luego tirarlo a la basura de un vecino. Pero antes había vaciado todos los buzones de la calle, se había llevado el correo de todo el mundo a casa y lo había amontonado sobre la mesa de la cocina (el día estaba consagrado al robo y en un vecindario de chalés no había mucho donde escoger). Cuando pudo constatar que la pareja de la parcela de la esquina —la de las luces de fuera siempre encendidas— había recibido una carta de Intrum Justitia, la empresa de cobro de morosos, sintió que había valido la pena. Mira por dónde. O sea, que tras la apariencia adinerada tenían a Hacienda al acecho. Soltó una carcajada maléfica.

Sin embargo, el sentimiento pronto fue sustituido por otro. Estando allí sentada, entre facturas de la luz, revistas especializadas y órdenes de pago, comprendió el daño que se podía causar si el correo no llegaba. Y quien peor parado saldría sería, sin la menor duda, Beggo. Vale que había hecho el ridículo con sus notas de amor apasionado y que, reconoció irritada, aún tenía esa maldita canción infernal sonándole en el cerebro, pero tampoco quería que se quedara sin trabajo. El proyecto era suyo y de nadie más, por lo que también tenía que encargarse de que todas las consecuencias recayeran sobre ella en la mayor medida posible. Aquello era algo de lo que no podría dejar de arrepentirse.

Así que había dado otra vuelta sigilosa por el vecindario, esta vez para repartir el correo sustraído. No estaba del todo segura de haber dejado cada cosa en su sitio, pero todo el mundo recibía mal el correo alguna vez. Tampoco era tan grave. Cuando estaba poniendo los folletos publicitarios en el buzón de la pareja recién instalada —los Svärdh, se llamaban— fue cuando tuvo la genial idea de irse al centro comercial y dedicarse simplemente a hurtar todo lo que pudiera.

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