—¡No! Esta mañana ha preguntado a mistress Bishop cómo se llamaba mister Welman y me ha dicho que... ¡Henry!
Las dos mujeres quedaron mirándose extrañadas. El extremo de la desarrollada nariz de la enfermera Hopkins se estremeció con una conmoción de alegría. Dijo, pensativamente:
—¡Lewis..., Lewis! No he oído pronunciar ese nombre por estos alrededores.
—¡Debe de hacer muchos años de eso! —le recordó la enfermera O'Brien.
—Sí, desde luego. Y yo no llevo aquí más que dos años. Sin embargo, me pregunto...
La O'Brien exclamó, interrumpiendo a su compañera:
—¡Era un hombre extraordinariamente guapo! ¡Apostaría a que era oficial de caballería!
La enfermera Hopkins tomó un sorbo de té y dijo:
—¡Es muy interesante!
Su compañera exclamó, en un arrobo de romanticismo:
—Tal vez se amaban cuando eran niños y un padre cruel los separó...
La enfermera Hopkins completó el pensamiento de su colega, diciendo con un suspiro profundísimo:
—Es probable que luego lo mataran en la guerra.
Cuando la enfermera Hopkins, agradablemente estimulada por el té y las meditaciones románticas, salió de la suntuosa residencia, Mary Gerrard corrió tras ella hasta llegar a su lado.
—¿Me permite que vaya hasta el pueblo con usted?
—Naturalmente, Mary querida.
Mary Gerrard dijo casi sin aliento:
—Tengo que hablarle. ¡Estoy tan preocupada!
La vieja enfermera la miró cariñosamente.
A los veintiún años, Mary Gerrard era una criatura encantadora, con la irrealidad de la rosa silvestre flotando a su alrededor como una aureola; poseía un cuello largo, como de cisne, y nacarado; sus cabellos, de color de oro, enmarcaban su cabeza exquisitamente modelada, cayendo en bucles que reflejaban la luz del sol. Sus ojos, de un color azul oscuro, chispeaban inteligentes.
La enfermera Hopkins preguntó:
—¿Qué pasa, querida?
—Pues me pasa que va transcurriendo el tiempo y no hago nada.
—¿Cree que no tendrá tiempo para hacer algo?
—Bien, pero no voy a estar siempre así. Mistress Welman es demasiado bondadosa. Mi permanencia en el colegio y en el extranjero debe de haberle ocasionado gastos enormes. Ahora quisiera empezar a ganarme mi pan. Quiero aprender algo de provecho.
La enfermera movió la cabeza asintiendo.
—Estoy malgastando mi tiempo y mi juventud. He intentado explicar mis intenciones a mistress Welman, pero no quiere comprenderme. Dice, como usted, que ya tendré tiempo sobrado.
—Tenga en cuenta que está enferma.
Mary se ruborizó, contristada.
—Sí, y supongo que no debo contrariarla en nada. Pero es fastidiosa esta situación, ¡y papá es tan brutal a veces! Siempre está burlándose de mí por ser una
señorita holgazana
. No puedo continuar así.
—Ya lo veo.
—Lo malo es que el aprendizaje de un oficio siempre exige un gasto que yo no puedo hacer. Conozco el alemán bastante bien y tal vez me sirva para algo. Pero mi idea es hacerme enfermera en un hospital. Me gusta cuidar a los enfermos.
La enfermera replicó con terrible crudeza:
—Tenga en cuenta que para eso hace falta un estómago de camello.
—No me importa. Yo soy fuerte. Y tengo aptitudes para enfermera. La hermana de mi madre, que vive en Nueva Zelanda, es enfermera. Como usted ve, lo llevo en la sangre.
—¿Por qué no aprende a dar masajes? —sugirió la enfermera Hopkins—. A usted le gustan los niños. Con el masaje podría ganar mucho dinero.
Mary contestó, titubeando:
—Debe de ser muy caro aprender, ¿verdad? Yo esperaba..., pero temo abusar de ella... Ya ha hecho bastante por mí.
—¿Se refiere a mistress Welman? No diga tonterías. Tengo la convicción de que ella no hará más que cumplir con su deber. Le ha dado una educación superficial..., ya que no la ha puesto en condiciones de ganarse la vida por sí sola. ¿Por qué no se dedica a dar clases?
—No me creo lo suficientemente capacitada.
—¡Lo que le pasa a usted es que es excesivamente tímida! Siga usted mi consejo, Mary. Tenga paciencia, que, como le he dicho, mistress Welman está obligada a proporcionarle los medios de ganarse su subsistencia honradamente. Tengo la seguridad de que ella tiene esa intención. Se ha encariñado tanto con usted que, por ahora, no le permitiría, en modo alguno, que se marchara de su lado.
—¿Lo cree usted de veras? —preguntó Mary, tartamudeando de emoción.
—No tengo la menor duda de ello. La pobre señora se encuentra incapaz de hacer el más leve movimiento, con todo un lado paralizado..., y está desesperada cuando no tiene a nadie que la distraiga. Con usted posee una compañera ideal, que no podría pagar con todo el dinero que tiene.
Mary murmuró en voz baja:
—Si piensa usted de veras lo que dice..., me tranquiliza... ¡Quiero tanto a mistress Welman!... ¡Ha sido siempre tan buena para mí!... Sería capaz de cualquier cosa por ella!
La enfermera Hopkins repuso secamente:
—Entonces, lo mejor que puede hacer es permanecer igual que está y no preocuparse... ¡No estará así mucho tiempo!...
Mary se sobresaltó:
—¿Quiere usted decir...?
—Ahora se encuentra muy repuesta..., pero no durará mucho esa mejoría. No tardará en tener un segundo ataque y luego un tercero... Lo sé por experiencia. Tenga paciencia, hija mía; procure endulzar los últimos días de la anciana enferma, y ésa será la mejor acción que habrá hecho usted en toda su vida. Luego podrá dedicarse a buscar un empleo adecuado a sus conocimientos.
—Es usted muy amable —dijo Mary.
—¡Mire! —exclamó la enfermera Hopkins—. Ahora sale su padre del pabellón y no parece que piense pasar el día agradablemente, por lo que veo.
Las dos mujeres se hallaban ahora junto a las grandes puertas de hierro. Por la escalera del pabellón apareció un anciano, encorvado, que descendió fatigosamente los escalones.
La enfermera Hopkins le saludó, jovial:
—¡Buenos días, mister Gerrard!
Efraim Gerrard respondió con enojo:
—¡Bah!
—¡Hace buen tiempo! —se atrevió a decir la enfermera.
—¡Para usted, tal vez; pero no para mí! El lumbago me está martirizando cruelmente.
—Eso es consecuencia de la humedad de la semana pasada. Con el tiempo seco que disfrutamos ahora, mejorará mucho.
El aire doctoral de la mujer encolerizó al anciano. Gruñó:
—¡Oh, enfermeras, enfermeras!... ¡Sois todas lo mismo!... ¡Con qué amabilidad hipócrita tratáis a los que sufrimos..., y qué poco os importamos! Mire a Mary. Yo creí que aspiraría a algo mejor que a ser enfermera, con todos esos conocimientos que ha adquirido: alemán, francés, piano... y esos modales de gran señora que ha traído del extranjero...
Mary repuso, disgustada:
—¡Qué más quisiera yo que ser enfermera de un hospital!
—Sí... ¡Qué bien ibas a estar!... ¡A ti lo que te gusta es no hacer nada..., nada de provecho! Te conozco sobradamente.
Mary protestó, con los ojos cuajados de lágrimas:
—¡Eso no es verdad, papá! ¡No tienes motivos para hablar así!
La enfermera Hopkins intervino para poner fin a la disputa:
—Está usted bajo la influencia del tiempo, mister Gerrard. Tengo la seguridad de que no piensa usted lo que dice. Mary es una chica excelente y una buena hija para usted.
—No es mi hija... ya..., con ese acento francés o alemán y ese aire de emperatriz... ¡Puaf!
Miró a su hija con malevolencia, volvió la espalda y regresó al pabellón.
Mary exclamó, sollozando:
—¿Ve usted, enfermera?... No razona en absoluto... No me ha querido nunca. Mi pobre madre tenía que defenderme siempre de él...
—No se preocupe —dijo la enfermera amablemente—. Esos sufrimientos nos los envía Dios para probarnos. Bueno, me marcho, pues tengo mucho que hacer todavía. ¡Hasta mañana!
Y mientras observaba a la animada figura que se alejaba, Mary Gerrard pensaba, desesperadamente, que nadie era, en realidad, bueno o capaz de ayudarla con lealtad. La enfermera Hopkins, a pesar de su amabilidad, gozaba con exponer un pequeño
stock
de vulgaridades y ofrecerlo con aires de novedad.
Mary pensaba, desconsolada: «¿Qué haré?»
Mistress Welman yacía apoyada en sus bien mullidas almohadas. Respiraba con cierta dificultad, pero no estaba dormida. Sus ojos, profundos y azules como los de su sobrina Elinor, miraban con fijeza al techo de la habitación. Era una señora gruesa y anciana, con un perfil de halcón, aunque agradable. En su rostro se leían el orgullo y la determinación. Bajó la vista y la dirigió hacia la figura que había junto al balcón. Pareció complacerse en la contemplación de aquélla. Finalmente dijo:
—¡Mary!
La muchacha se volvió con presteza.
—¿Está usted despierta, mistress Welman?
La anciana respondió, sonriendo:
—Naturalmente... No he dormido en absoluto...
—¡Oh!... Créame que no lo sabía... Yo creía que...
Mistress Welman le interrumpió:
—No te disculpes, tontina... Estaba pensando..., pensando muchas cosas...
—¿Sí, mistress Welman?
La mirada de simpatía y el interés que demostraba la voz de la muchacha hicieron que se suavizara, hasta adquirir una expresión de ternura, la dureza del rostro de la enferma. Dijo suavemente:
—Te quiero mucho, hijita. Eres muy buena para mí.
—¡Oh, mistress Welman!... ¡Usted sí que ha sido buena para mí! Si no hubiese sido por usted, no sé lo que habría hecho. Usted ha hecho todo por mí.
—No sé... No sé... —dijo la enferma, y agitó nerviosamente su brazo derecho. El izquierdo reposaba sobre el lecho, inerte, sin vida—. He querido obrar lo mejor que he podido contigo... Pero... ¡no es tan fácil saber qué es lo mejor... y lo más conveniente!... Siempre he confiado demasiado en mí misma...
Mary Gerrard repuso afectuosamente:
—Usted sabe siempre qué es lo justo y lo conveniente.
Laura Welman movió su alba cabeza.
—No..., no. Estoy muy preocupada... Todos tenemos nuestros defectos... Yo soy muy orgullosa... Y el orgullo es un pecado gravísimo. Mi sobrina Elinor es muy orgullosa también... ¡Ah, niña mía, el orgullo es a veces la ruina de las familias!
Mary se apresuró a decir:
—¡Qué contenta se pondrá usted cuando vengan miss Elinor y mister Roderick!... Su presencia la animará mucho... Ya hace bastante tiempo que no han estado aquí...
—Sí... Son buenos muchachos..., muy buenos muchachos. Y me quieren los dos. Sé que no tengo más que llamarlos para que vengan inmediatamente; pero no quiero hacerlo demasiado a menudo. Son jóvenes y felices..., tienen el mundo ante ellos. ¡Para qué hacerlos venir junto al dolor y a la vejez sin necesidad!...
—Estoy segura de que ellos
nunca
pensarán así —dijo Mary.
Mistress Welman prosiguió hablando para sí misma más bien que para la muchacha:
—Siempre he tenido la esperanza de que se unieran en matrimonio, pero nunca he querido hacerles la menor sugerencia. ¡Los jóvenes son tan aficionados a llevarnos la contraria a los viejos! Se me ocurrió esa idea cuando aún eran niños... Creo que Elinor estaba enamorada de Roddy, pero no estaba muy segura de los sentimientos de él. Es una criatura extraña, ¿verdad?... Henry era como él..., reservado y fastidioso —permaneció silenciosa unos minutos, pensando en su marido. Murmuró—: ¡Hace ya tanto tiempo..., tanto tiempo!... Apenas hacía cinco años que estábamos casados, cuando vino aquella enfermedad: una pulmonía doble... Éramos felices... Sí, muy felices. Parecía
irreal
tanta felicidad... Yo era una muchacha rara, solemne, rudimentaria... Mi cabeza estaba llena de ideales y adoración hacia el héroe. Completamente
irreal
.
Mary murmuró, enternecida:
—Debió usted de sentirse muy sola... después.
—¿Después?... ¡Oh, sí..., terriblemente sola!... Tenía veintiséis años, y ahora he pasado de los sesenta... Un tiempo muy largo, querida, muy largo...., muy largo. Y ahora, esto...
—¿Su enfermedad?
—Sí. La parálisis es lo que más he temido en toda mi vida. ¡Es indigno!. ¡Tener que resignarme a que me laven, me peinen y me cuiden como si fuera un
bebé
!... Incapaz de hacer nada con mis propias manos... Me enloquece... Esa O'Brien es una criatura excepcional, con una paciencia de elefante, cariñosa; y no es más idiota, pero menos tampoco, que sus otras colegas... ¡Y, sin embargo, Mary, qué diferencia hay de ella a ti!... ¡No puede compararse contigo, querida!
—¿De veras? —preguntó la muchacha, que enrojeció hasta las sienes—. Me..., me... alegro mucho de que piense usted así de mí, mistress Welman.
—Has estado preocupada estos días, no me lo niegues... Preocupada por tu porvenir... No seas tonta... Déjalo de mi cuenta... Te prometo que te emanciparás... Pero ten un poquito de paciencia... Me haces mucha falta ahora.
—¡Oh, mistress Welman!... ¡Claro que no..., claro que no la dejaré a usted por nada del mundo...! ¡Y ahora que sé que la hago falta...!
—Sí, hija mía; me haces mucha falta..., mucha —advertíase una emoción inusitada en el acento de la anciana—. Eres... casi una... hija para mí, Mary. Te vi nacer... casi..., y luego te he visto crecer..., crecer hasta convertirte en la encantadora muchacha que eres ahora... Estoy orgullosa de ti, chiquilla... Dios quiera que lo que he hecho por ti haya sido lo mejor.
Mary dijo rápidamente:
—Si se refiere usted a lo buena que ha sido para mí y a la educación que me ha dado tan por encima de mi..., de mi situación social...; si usted cree que estoy disgustada por lo que mi padre llama ideas de señorita holgazana, se equivoca. Si ardo en deseos de ganar para vivir, es una forma de demostrarle mi agradecimiento, porque me da... rabia ver que no hago nada por mí misma, después de todo lo que usted se ha esforzado por convertirme en una mujer educada. Sobre todo, me atormenta la idea de que alguien pueda pensar que yo... me estoy... aprovechando de usted.
Laura Welman exclamó, con el aire de una leona en celo:
—¿Es eso lo que ha estado metiéndote Gerrard en la cabeza? ¡No le hagas caso a tu padre, Mary! ¡Nadie se atreverá jamás a pensar eso de ti! Te ruego que te quedes a mi lado... Por lo menos hasta que yo muera... No tendrás que esperar mucho...