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Authors: Patricia Sverlo

Tags: #Biografía, Histórico

Un rey golpe a golpe (2 page)

En cambio, la Constitución sí que otorga al monarca atribuciones que el pueblo no tiene como derecho. Entre otras cosas, puede convocar un referéndum, desautorizar tratados internacionales, oponerse, convocar o disolver las Cortes si cree que es necesario, conceder indultos y declarar la guerra o hacer la paz. Todo esto se justifica en virtud de su función de «árbitro» en el gobierno de todos, de manera absolutamente independiente de los partidos. Este papel de árbitro regulador y moderador de las contradicciones y de las tensiones políticas y sociales, tendría un énfasis especial en aquellas facetas en las que el Estado puede mostrar fracturas o divisiones en los terrenos político, social, ideológico y nacional. Como todo esto se garantiza con la fuerza de los tres ejércitos, supone prácticamente legalizar el golpe de Estado de la monarquía, siempre y cuando se invoquen razones constitucionales, un experimento que ya fue realizado por otro Borbón, Alfonso XIII, cuando apoyó el alzamiento militar del general Primo de Rivera en septiembre de 1923. El general Primo de Rivera protagonizó una insurrección en Barcelona (era capitán general de Cataluña) el 11 de septiembre de aquel año, con el objetivo de «salvar la Patria». La voluntad del Rey estaba «secuestrada», decía. Al cabo de tres días, el 15 de septiembre, el general insurrecto juraba en el Palacio Real, arrodillado ante el rey Alfonso XIII y con la mano sobre los Evangelios, «restablecer el imperio de la Constitución». Cuando el pueblo, ocho años después, expulsó a Alfonso XIII, los monárquicos volvieron a recurrir al ejército para reinstaurar la monarquía. Éste fue el objetivo del alzamiento del 18 de julio de 1936 contra una república que no era simplemente una forma de Estado, sino una vía de transformación revolucionaria. Los planes de la oligarquía monárquica para restaurar a los Borbones se habían empezado a forjar en 1932. La intención del golpe militar era que el general Sanjurjo se hiciera con el poder para que Alfonso XIII pudiera recuperar el trono. Pero no salió como esperaban. El pueblo se echó a la calle y tomó las armas para defender la República.

Sanjurjo se mató en un accidente, y el golpe de Estado acabó convirtiéndose en una guerra civil. Si tras la victoria de los «nacionales» la monarquía no se restauró inmediatamente, fue porque tras la Segunda Guerra Mundial los aliados, con los Estados Unidos al frente, decidieron que Franco continuara gobernando en su «reserva espiritual de Europa», la reserva fascista, para asegurar de la manera más firme posible la retaguarda de la Guerra Fría contra la Unión Soviética.

En todos estos avatares históricos, los Borbones siempre han hecho gala de una cualidad que nadie les puede negar: cuando el futuro es dudoso, están siempre junto al poder. También Don Juan, aunque le saliera mal y no llegara a ser rey. En el enfrentamiento que tuvo con Franco las posturas ideológicas contaron muy poco. Sencillamente fue una lucha por el poder, en la que Don Juan se colocó tanto junto a la derecha como, formalmente, junto a la izquierda, según lo que creía mejor para quedar bien situado en su carrera personal hacia el trono.

Pero de todos los Borbones, ninguno ha tenido tan desarrollado este instinto como Juan Carlos.

Sobre Franco, dijo no hace demasiado tiempo: «A veces me preguntan si el General ejerció sobre mí una gran influencia. Pues sí, me influyó, por ejemplo, en la manera de ver las cosas con tranquilidad, tomando distancia, con cierto desapego». Juan Carlos es el más Borbón de los Borbones con respecto a la querencia por el poder, y nunca dudó en pasar por encima de quien hiciera falta. El mejor ejemplo es que accedió al trono saltando por encima de su propio padre.

Despreciar las propias reglas de la Casa Real indica que el poder era el objetivo, más allá de cualquier otro criterio. Sin duda, también pasó por encima del pueblo, hecho del que queda constancia en los privilegios reconocidos en la misma Constitución.

Lo más curioso del poder de que se ha investido la monarquía de Juan Carlos, en el contexto de la democracia parlamentaria y el Estado de derecho, consiste en que es más independiente que cualquier otro poder: no está sometido al control judicial, puesto que es impune; tampoco está sometido al control político, puesto que no se presenta a las elecciones y no tiene que rendir cuentas al Parlamento por sus actuaciones; y no está sujeto ni tan siquiera al control de la prensa, porque no se puede hablar del rey. Pero, en cambio, sí que es un espacio susceptible de ser manipulado y utilizado por quien se sepa arrimar a él: un gobierno extranjero, un grupo de poder económico, un partido político… En la presente biografía se trata de poner fin, en la medida de lo posible, a las versiones timoratas y laudatorias sobre el historial político del rey Juan Carlos. Y con una recopilación de datos ubicados en su contexto, junto con argumentos para interpretarlos. No se persigue necesariamente hacer un discurso republicano, que nunca está de más, sino mostrar que la 12 institución monárquica fue y es una herramienta clave del mismo poder económico-político del franquismo.

El pseudónimo no significa impunidad

El lector avisado se sorprenderá de que en una obra de estas características no se citen las fuentes, ya sean referencias bibliográficas o de otra clase. Pero para hacer una cosa tan poco ortodoxa tenemos una justificación, que esperamos sea suficiente para que el lector otorgue un voto de confianza respecto al rigor del libro. Insistimos en el hecho de que «la persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad». No se le puede juzgar, haga lo que haga o diga lo que diga. Pero no es así para quien escribe sobre el rey, que puede ser perseguido de oficio, y padecer las «caricias» de todo el aparato de Estado del Reino de España. Existe un Derecho Proemial y un Código Civil, y es una previsión lógica que se trate de aplicar el segundo. Esto no hace más que resaltar nuevamente los riesgos de una sociedad que se dice está repleta de libertades, entre las que se hallan la de información, e incluso la de opinión y, más concretamente, la libertad política. Pero cuando las ideas que se defienden son republicanas, entonces uno pasa al campo de los «conspiradores». De ahí el pseudónimo con que se firma el libro, que intenta paliar la desproporción y busca que se juzgue a la obra y no al autor; que tendrá que responder en igualdad ante los tribunales, si fuera necesario, del asunto en cuestión y no de las campañas de persecución personal.

No hay ninguna ley específica que ponga un límite al derecho fundamental a la información y a la libertad de expresión en lo que concierne a la monarquía. Ni tampoco existe un delito tipificado como «injurias al rey». Sin embargo, en la práctica, es sorprendente que los jueces y fiscales se preocupen tanto por impedir que nadie pueda ni siquiera hacer una broma sobre el monarca. No sólo importan los contenidos, sino también las formas. Porque no es suficiente castigar el
animus iniuriandi
(o intención de causar daño), sino que también hace falta penar el
animus joccandi
(o afán de cachondeo, en argot legal), puesto que hacer chistes sobre el rey también está considerado como delito. Por mencionar sólo algunos de los casos menos políticos, que rozan el ridículo, podemos recordar al cocinero Mariano Delgado Francés, que en 1988 pasó seis meses en prisión por haber insultado al rey durante un desfile; el marinero de Ceuta Abdclauthab Buchai Laarbi, condenado en julio de 1989 a seis meses de prisión por injurias leves al rey en un autobús; al joven José Espallargas, juzgado en enero de 1990 por haber hecho un dibujo obsceno sobre un sello del rey, en una carta que envió a su novia desde la mili; o los tres turistas extranjeros detenidos en agosto de 1991 por el hecho de insultar al rey y a España mientras viajaban en un autobús a Madrid. Ninguno de ellos había utilizado un medio de comunicación de masas para expresarse.

En el correo electrónico, en la correspondencia y en las conversaciones telefónicas entre la editorial y la autora, ya ha habido el suficiente número de intercepciones a lo largo de un año para que los ministerios correspondientes estén al tanto de quién está detrás del pseudónimo. Sin embargo, por lo menos este recurso nos permitirá mantener un frente, evidentemente republicano, para escabullirnos de una represión individual, y una persecución que durante la elaboración del libro ya ha dado los primeros avisos.

Para poder dar a luz este libro, hemos tenido mucho cuidado de ser escrupulosamente respetuosos con las informaciones que se han utilizado. Todo lo que se afirma está contrastado, y muchas veces hay pruebas tangibles de su veracidad. Además, hemos buscado confirmación bibliográfica siempre y cuando ha sido posible, limitándonos a las versiones ya divulgadas en caso de duda, por lo cual —esperamos— contamos con ciertas garantías de que podemos decir lo que decimos. En consecuencia, gran parte de lo que aquí se explica ya ha sido publicado alguna vez, y no nos duele en prenda el reconocerlo. Sí que existe un acuerdo tácito, un «pacto entre caballeros» para no publicar nada que perjudique a la Corona, firmemente consolidado entre periodistas y escritores, bajo la atenta mirada de los editores, que deciden en última instancia lo que se publica y lo que no. La prensa extranjera ha llegado incluso alguna vez a atribuir una base formal, y habla de un acuerdo presuntamente firmado en 1976 entre el Gobierno y la Federación de Prensa, respecto a la privacidad de la familia real. El pacto de silencio se ha justificado por el alejamiento popular respecto al sistema monárquico durante la Transición, que obligaba a protegerlo frente a críticas peligrosas que habrían de ser inevitables en un sistema de completa libertad de prensa.

Pero se han publicado más cosas, desperdigadas aquí y allá, de lo que se podría pensar en un principio. Aparte de valientes aportaciones recientes, como la del periodista Jesús Cacho, autor del libro
El negocio de la libertad
(que apareció gracias a la osadía de su editor, Ramón Akal), otros autores han tenido una manera curiosa de difundir informaciones interesantes, incluyéndolas en obras que de otra manera no se presentaban como fustigadoras de la imagen del monarca.

Jaime Peñafiel, el más atrevido a la hora de hablar de cotilleos sobre los Borbones actuales, inserta un comentario simpático en el capítulo sobre «la cólera real» (o cuando el rey se enfada y es maleducado), de su libro
¡Dios salve… también al rey!
: «Don Juan Carlos se dejó llevar, como cualquier ser humano, por ese desahogo que es la cólera, no sólo propia de hombres sino hasta de Dios. ¿No existe acaso la cólera divina? ¿No se apoderó de Cristo frente a los mercaderes que invadieron el templo?»

Sin llegar a estos extremos retóricos, Pilar Urbano hace un estudio concienzudo sobre los acontecimientos del 23-F (en su libro
Con la venia… yo indagué el 23 F
), en el que aporta datos suficientes sobre la contribución del monarca, para llegar al final, tras 270 páginas, y dedicar toda una sección a argumentar «una verdad de Perogrullo», en palabras suyas: «si el Rey hubiese estado de acuerdo con el golpe, el golpe necesariamente habría triunfado». E inmediatamente después, en el siguiente apartado, Urbano vuelve a explicar que, de todos modos, el golpe sí que triunfó en más de un sentido.

También el
Don Juan
, de Luis María Ansón, es un primoroso ejemplo de habilidad dialéctica para decir y no decir al mismo tiempo. El propio autor sostiene que «las razones a favor de la República las comprende cualquiera. Las razones a favor de la Monarquía hereditaria requieren un estudio riguroso, así como una considerable disciplina mental». Después explica, aportando numerosos testimonios y pruebas, que el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 tenía como objetivo restaurar la monarquía de los Borbones; aunque los conjurados no se cargaron la República de 1931 porque la monarquía funcionara mejor, sino porque la República era «de ideología revolucionaria», es decir, de izquierdas; además, demuestra que la realidad de fondo en la contienda entre Franco y Don Juan no se debía a cuestiones ideológicas, sino a una lucha por el poder puro y duro; que Juan Carlos decepcionó y traicionó a su padre… Y todo ello envuelto en un discurso fogoso, que no se aleja lo más mínimo de la ortodoxia monárquica más recalcitrante. Ansón termina el libro con párrafos altisonantes sobre «la Monarquía de todos», «la política profunda de don Juan», «su impresionante estatura moral», «la justicia histórica»… En fin, un despropósito total, aunque muy bien documentado.

Pero si lo poco que se ha publicado en España siempre ha estado volcado hacia la alabanza más o menos engañosa de la Corona, ha pasado lo mismo en buena parte de la prensa extranjera. En el verano de 1992,
El Mundo
se hacía eco de lo que previamente había publicado la revista francesa
Point de Vue
con respecto a los amores del rey con la decoradora catalana Marta Gayá. Y trascendió que la Casa Real se había irritado enormemente no por el contenido de la información difundida, sino porque el diario de Madrid había omitido los «elogios y valoraciones positivas» en torno al rey que incluía el texto de la revista francesa.

La revista italiana
Oggi
siempre ha seguido el mismo estilo laudatorio que
Point de Vue
acostumbra a utilizar con los temas monárquicos. Por ejemplo, tras publicar, en un reportaje de 1988 sobre la familia real española, informaciones que aquí son absolutamente tabú, como «La infanta Elena nació enferma, como muchos de sus antepasados, y hoy todavía tiene que someterse a continuas terapias», añadía comentarios compensatorios como los «50 años [del rey Juan Carlos] son un ejemplo de fidelidad: a la familia, a España, a los valores de la democracia…». En otro de sus curiosos artículos, en el que
Oggi
revelaba el asunto de la presunta hija ilegítima del rey de España con la condesa italiana Olghina Robiland (también en 1988), el texto del reportaje matizaba: «Con la lealtad y honestidad que han caracterizado siempre su comportamiento, en cualquier circunstancia, y que le han permitido conquistar la confianza de los españoles, Juan Carlos advierte a Olghina, desde el primero beso, que el suyo es un amor imposible».

Por ello, si alguien se sorprende por algún dato en particular de este libro que le parezca especialmente escandaloso, es necesario que tenga en cuenta que es muy probable que haya aparecido antes en alguna otra fuente impresa, ocultada por la prensa española. Si nadie se ha molestado, hasta ahora, en poner dificultades a autores como Luis María Ansón, Pilar Urbano, Jaime Peñafiel o José Luis Villalonga, entre otros muchos, podemos presumir que no nos las pondrán ahora a nosotros al tratar de los mismos asuntos, tan sólo porque no hayamos endulzado la historia con una capa de «juancarlismo». Queremos manifestar nuestro agradecimiento a los autores de las obras consultadas —y utilizadas aquí como parte imprescindible de la documentación—, las cuales recogemos por orden alfabético en la bibliografía al final del libro. Si hemos preferido evitar las referencias puntuales, párrafo a párrafo, aun cuando no sea nada correcto, ha sido con el objeto de no facilitar la tarea de las personas que tienen espíritu censor, cosa que pondría en peligro el compromiso de confidencialidad con los informadores que han colaborado con nosotros.

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