Read Un guijarro en el cielo Online
Authors: Isaac Asimov
—¡Nada de eso! —gritó Balkis al instante con voz triunfal—. Usted y los suyos son mis rehenes. El virus que se está diseminando ahora por el universo no ha olvidado la Tierra; y el aire que se respira en todas las guarniciones imperiales del planeta, la del Everest incluida, ya ha sido concienzudamente contaminado con él. Los terrestres somos inmunes, ¿pero qué tal se encuentra usted, Procurador? ¿Se siente débil, nota reseca la garganta, empieza a dolerle la cabeza como si tuviera fiebre...? No tardará mucho en notar todos esos síntomas, ¿sabe? ¡Y sólo puede obtener el antídoto de nuestras manos!
Ennius guardó silencio y de repente sus delgadas facciones adoptaron una expresión increíblemente altiva.
—Doctor Arvardan, comprendo que debo pedirle disculpas por haber dudado de su palabra —dijo con rígida cortesía volviéndose repentinamente hacia el arqueólogo—. Doctor Shekt, señorita Shekt.... les ruego que me perdonen.
—Muchas gracias por sus disculpas —respondió Arvardan mostrando los dientes— Nos resultarán muy útiles a todos.
—Tengo sobradamente merecido su sarcasmo —dijo el Procurador—. Ahora, si me lo permiten volveré al Everest para morir con mi familia. Todo posible compromiso con este..., este hombre es inconcebible, naturalmente. No dudo que los soldados imperiales destacados en la Tierra sabrán comportarse dignamente antes de morir, y serán muchos los terrestres que podrán precedernos por los caminos de la muerte. Adiós.
—Un momento, un momento... No se vaya aún.
La cabeza de Ennius giró muy, muy despacio para volverse hacia el lugar del que procedía la voz del recién llegado.
Y Joseph Schwartz atravesó el umbral muy, muy despacio. Su frente estaba llena de arrugas, y se tambaleaba ligeramente a causa del cansancio.
El secretario se puso tenso y retrocedió de un salto, pero enseguida se enfrentó al hombre llegado del pasado contemplándole con una súbita mezcla de alarma y desconfianza.
—¡No podrá arrancarme el secreto del antídoto! —gritó—. Sólo ciertos hombres lo tienen, y no son los mismos que han sido adiestrados en su utilización. Todos ellos están ocultos en un lugar seguro, donde permanecerán fuera de su alcance durante el tiempo que necesite la toxina para surtir su efecto.
—Ya están fuera de nuestro alcance —asintió Schwartz—, pero no por el tiempo que podría tardar la toxina en surtir efecto. Verá, ya no hay toxina y tampoco hay ningún virus que destruir...
Aquella revelación tan inesperada no fue aceptada en todo su significado, y la mente de Arvardan concibió una idea desconcertante. ¿Y si había sido engañado, y si todo aquello sólo había sido una burla gigantesca que también había incluido al secretario? En ese caso, ¿cuál podía haber sido el motivo?
—¡Vamos, explíquese! —exclamó Ennius—. ¿Qué quiere decir?
—No es muy complicado —dijo Schwartz—. Cuando estuvimos aquí ayer por la noche comprendí que no conseguiría nada quedándome sentado y escuchando, así que pasé un buen rato manipulando con mucha delicadeza la mente del secretario... Tenía que ser lo más discreto posible porque temía ser descubierto, ¿comprenden? Al final Balkis pidió que me sacaran de la sala. Era justo lo que yo deseaba, naturalmente, y el resto resultó muy fácil. Dormí a mi guardia y partí rumbo al aeródromo. La fortaleza se encontraba en estado de alerta. Las aeronaves estaban cargadas de combustible, armadas y listas para emprender el vuelo. Los pilotos estaban esperando impacientes. Escogí a uno..., y despegamos con rumbo a Senloo.
El secretario dio la impresión de que quería decir algo. Sus mandíbulas se movieron, pero no llegaron a emitir ningún sonido.
—¡Pero usted no podía obligar a nadie a pilotar un avión! —exclamó Shekt—. Lo máximo que podía hacer con el control mental era obligar a alguien a caminar.
—Cierto..., cuando he de trabajar contra la voluntad de alguien; pero la mente del doctor Arvardan me había revelado lo mucho que odian los nativos de Sirio a los terrestres. Busqué un piloto que hubiese nacido en el Sector de Sirio, y acabé decidiéndome por el teniente Claudy.
—¿El teniente Claudy? —exclamó Arvardan.
—Sí... Oh, así que conoce al teniente. Ya veo... Su imagen está muy clara en su mente.
—Ya lo creo... Siga, Schwartz.
—Ese oficial aborrece a los terrestres con un odio tan intenso que incluso yo tuve dificultades para comprenderlo a pesar de que estaba en contacto con su mente. Deseaba bombardearlos, destruirlos... Lo único que lo retenía impidiéndole partir inmediatamente en su aeronave era la disciplina militar. Ese tipo de mente es muy particular, ¿saben? Bastó con un poco de sugestión y con aplicar un pequeño impulso, y la disciplina dejó de ser capaz de contener al teniente. Creo que ni tan siquiera se dio cuenta de que subía a la aeronave con él...
—¿Y cómo consiguió localizar Senloo? —preguntó Shekt.
—En mis tiempos había una ciudad llamada San Luis, situada en la confluencia de dos grandes ríos —respondió Schwartz—. Encontramos Senloo sin dificultad. Era de noche, pero había un manchón oscuro perdido en un mar de radiactividad..., y el doctor Shekt había dicho que el Templo era un oasis de terreno normal. Dejamos caer una bengala..., o por lo menos ésa fue la sugerencia mental que hice al teniente Claudy, y la luz reveló un edificio en forma de estrella de cinco puntas. Coincidía con la imagen que había captado en la mente del secretario. En el sitio donde estaba ese edificio ahora sólo hay un cráter de treinta metros de profundidad. Eso ocurrió a las tres de la madrugada. No se llegó a lanzar ni un solo cohete lleno de virus, y el universo vuelve a ser libre.
Los labios del secretario dejaron escapar un chillido animal que parecía el aullido fantasmagórico de un demonio torturado. Pareció prepararse para dar un salto..., y de repente su cuerpo se relajó y el secretario cayó al suelo.
Un hilillo de saliva chorreaba de su labio inferior.
—No le he hecho nada —murmuró Schwartz—. Regresé antes de las seis —añadió mientras contemplaba con expresión pensativa a la figura caída en el suelo—, pero comprendí que tendría que esperar a que hubiese vencido el plazo. Más tarde o más temprano Balkis necesitaría alardear de lo que había hecho. Lo había leído en su mente, y la única forma de probar su culpabilidad que tenía a mi alcance era permitir que él mismo la confesara. Y ahora Balkis ha caído al fin...
Habían transcurrido treinta días desde que Joseph Schwartz despegó de la pista de un aeródromo en una noche dedicada a la destrucción galáctica, alejándose velozmente del suelo mientras las sirenas de alarma aullaban enloquecidas detrás de él y el éter era atravesado por mensajes ordenándole que se detuviera.
No había regresado..., por lo menos hasta después de haber destruido el Templo de Senloo.
Y ahora su heroísmo por fin había merecido la recompensa oficial. Schwartz tenía en un bolsillo la Orden de la Nave y el Sol de Primera Clase. Sólo otros dos seres humanos en toda la Galaxia habían sido honrados con ella antes de morir.
Eso era más que suficiente para un sastre jubilado.
Salvo los funcionarios más destacados del Imperio nadie sabía con exactitud qué había hecho Schwartz, naturalmente, pero eso no importaba. Algún día los libros de historia hablarían de lo ocurrido incorporándolo a una crónica maravillosa que jamás sería olvidada.
Schwartz se dirigía hacia la casa del doctor Shekt envuelto en el silencio de la noche. La ciudad estaba tan tranquila y callada como el cielo lleno de estrellas que la cubría. Las bandas armadas de celotes aún causaban disturbios en algunos lugares aislados de la Tierra, pero todos sus dirigentes habían muerto o estaban en prisión, y los terrestres moderados podrían encargarse del resto sin ayuda exterior.
Los primeros convoyes de naves gigantescas que transportaban suelo normal ya estaban en camino. Ennius había repetido su propuesta original de trasladar a otro planeta toda la población de la Tierra, pero naturalmente no podía ser aceptada. Lo que se pedía no era caridad. Los terrestres querían reconstruir su propio planeta. Querían reconstruir la patria de sus antepasados, el mundo donde había nacido la raza humana. Querían trabajar con sus manos arrancando el suelo contaminado y reemplazándolo por suelo puro, viendo cómo la vegetación crecía allí donde todo había estado muerto y haciendo florecer de nuevo la belleza en el erial.
Era una tarea titánica que muy bien podía durar un siglo entero, ¿pero qué importaba eso? Que la Galaxia prestase la maquinaria, que enviara provisiones, que proporcionase el suelo... Con ello sólo consumiría una mínima parte de sus inmensos recursos, y la Tierra pagaría las deudas que contrajese.
Y algún día los terrestres volverían a ser un pueblo más entre los pueblos de la Galaxia y habitarían un planeta que no tendría nada que envidiar a los otros planetas, y podrían mirar de frente a toda la humanidad con dignidad y en pie de igualdad.
Schwartz pensó en todo aquello, y su corazón aceleró su pulso mientras subía por la escalinata que llevaba hasta la puerta principal. La semana próxima partiría con Arvardan hacia los grandes mundos centrales de la Galaxia. ¿Qué otro hombre de su generación había podido salir jamás de la Tierra?
Y por un momento pensó en la Vieja Tierra, su Tierra, muerta hacía tanto, tanto tiempo...
Y sin embargo apenas habían transcurrido tres meses y medio.
Se detuvo con la mano levantada para llamar a la puerta, y las palabras que se estaban pronunciando dentro de la casa resonaron en su mente. Schwartz podía oír con toda claridad la música tintineante de los pensamientos.
Se trataba de Arvardan, naturalmente, en cuya mente había mucho más de lo que podía expresar con palabras.
—He esperado y he pensado, Pola, y no estoy dispuesto a seguir así por más tiempo. Vendrás conmigo.
—No podría, Bel —respondió Pola, cuya mente estaba tan agitada como la de Arvardan y, en su caso, a causa de palabras que no quería pronunciar en voz alta—. Mis modales y mis costumbres son tan primitivas... Me sentiría muy fuera de lugar en esos grandes mundos del espacio, y además sólo soy una te...
—No lo digas. Eres mi esposa. Si te preguntan qué y quién eres responderás que eres nativa de la Tierra y ciudadana del Imperio. Si te piden más detalles, bastará con decir que eres mi esposa.
—Bueno, ¿y qué haremos después de que hayas pronunciado ese discurso ante la Sociedad Arqueológica de Trántor?
—¿Después? Bien, para empezar nos tomaremos un año de descanso y visitaremos los mundos más importantes de la Galaxia. No pasaremos por alto ni uno solo aunque tengamos que ir y venir a bordo de naves correo. Conocerás toda la Galaxia, Pola, y tendrás la mejor luna de miel que se puede pagar con el dinero del gobierno imperial.
—Y después...
—Y después volveremos a la Tierra y nos ofreceremos como voluntarios para los batallones de trabajo, y pasaremos los cuarenta años próximos transportando suelo fértil a paletadas para reemplazar las zonas radiactivas.
—¿Y por qué ibas a hacer tú algo semejante?
—¿Por qué? —El contacto mental de Arvardan se tiñó en aquel instante con el equivalente en pensamientos a un profundo suspiro—. Porque te amo y porque eso es lo que tú deseas, y porque soy un terrestre lleno de patriotismo..., y puedo demostrarlo con mi documento de nacionalización honoraria.
—Bien, entonces...
Y la conversación se interrumpió en ese punto.
Pero los contactos mentales no, y Schwartz se alejó sintiéndose muy satisfecho y un poco turbado. Podía esperar. Ya habría tiempo más que suficiente para molestar a la pareja cuando todo estuviese más tranquilo.
Schwartz esperó en la calle, con las frías estrellas brillando sobre su cabeza. Había toda una constelación de ellas, tanto visibles como invisibles. Y repitió en voz baja una vez más aquel antiguo poema que ahora sólo él sabía entre tantos miles de millones de seres humanos, y lo recitó para él, y para la nueva Tierra, y para todos esos millones de planetas lejanos.
¡Envejece a mi lado!
Lo mejor aún no ha llegado.
El final de la vida, para el cual fue creado el principio...
FIN