Read Un guijarro en el cielo Online
Authors: Isaac Asimov
—¿Fue el secretario..., ese gordo con una nariz que parece un tomate?
Schwartz no podía describir el aspecto físico solamente a través del contacto mental, pero... ¿El secretario? Sí, había captado un contacto mental fugaz y bastante intenso perteneciente a un hombre que tenía mucho poder, y le parecía que había sido el secretario.
—¿Balkis? —preguntó con curiosidad.
—¿Cómo? —exclamó Arvardan.
—Es el nombre del secretario —intervino Shekt.
—Oh... ¿Y qué dijo?
—No dijo nada —respondió Schwartz—. Sencillamente lo sé. Todos moriremos, y no hay salvación posible.
—Shekt... ¿No le parece que está loco? —preguntó Arvardan bajando la voz.
—No, me preguntó si... Sus suturas craneanas eran primitivas..., muy primitivas.
—¿Quiere decir que...? —preguntó Arvardan, muy sorprendido—. Oh, vamos, eso es imposible...
—Siempre lo supuse —murmuró Shekt. Su voz era una pálida imitación de su tono normal, como si la presencia de un problema científico hubiera desviado su mente hacia esa rutina aislada y objetiva en la que todos los problemas personales desaparecían—. Algunos físicos han calculado la cantidad de energía que sería necesaria para desplazar la materia por el eje del tiempo, y obtuvieron un valor mayor que el infinito, por lo que el proyecto siempre fue considerado imposible; pero también hubo quien habló de la posibilidad de que existieran «fallas temporales» análogas a las fallas geológicas que usted conoce... Por ejemplo, se han dado casos de naves espaciales que desaparecieron ante los ojos de muchas personas. También está el caso de Hor Devallow, un hombre de la antigüedad que entró un día en su casa y nunca volvió a salir de ella..., y tampoco estaba dentro. También tenemos el caso de ese planeta que fue visitado por tres expediciones que volvieron de él trayendo consigo descripciones completas..., y que después nadie volvió a ver. Puede encontrar abundantes referencias en los textos de galactografía del siglo pasado...
»Y en la química nuclear existen ciertas reacciones que parecen contradecir la ley de conservación de la relación masa–energía. Han intentado explicarlo postulando que una parte de la masa se pierde a lo largo del eje temporal. Por ejemplo, cuando los núcleos de uranio son mezclados con bario y cobre en proporciones mínimas pero definidas y la mezcla es sometida a una emisión de radiaciones gamma no muy intensa, ésta hace detonar un sistema de resonancias que...
—¡Basta, papá! —exclamó Pola—. Todo eso no sirve de nada, y...
—¡Un momento! —la interrumpió Arvardan con voz perentoria—. Déjenme pensar. Creo que soy el único que puede aclarar esto... ¿Quién mejor que yo? Dejen que le haga algunas preguntas. ¡Schwartz! —Schwartz volvió a levantar la mirada—. ¿Ha dicho que su mundo era el único planeta habitado de la Galaxia?
—Sí —asintió Schwartz con voz átona.
—Pero eso era sencillamente lo que pensaban sus habitantes, ¿no? Quiero decir que... Bueno, no podían viajar por el espacio, por lo que no tenían forma alguna de comprobar si estaban en lo cierto. Podrían haber existido muchos mundos habitados aparte del suyo.
—No tengo forma de saberlo.
—Sí, claro... Es una lástima. ¿Y la energía atómica?
—Teníamos la bomba atómica. De uranio..., y plutonio... Supongo que eso fue lo que hizo que este mundo se volviera radiactivo. Tuvo que haber otra guerra después de todo..., después de que me fuera. Con bombas atómicas...
Schwartz se acordó de su Chicago, el Chicago que había existido en su mundo antes del bombardeo nuclear; y sufrió, no por él, sino por aquel mundo tan hermoso que había sido destruido...
Pero Arvardan estaba mascullando algo entre dientes.
—Muy bien —dijo en voz alta—. Tenían un idioma, naturalmente. —¿En la Tierra? Teníamos muchos idiomas.
—¿Y cuál era el suyo?
—El inglés..., bueno, lo aprendí cuando ya no era joven.
—Bien, pues diga algo en ese idioma.
Hacía dos meses que Schwartz no hablaba en inglés.
—Quiero volver a mi casa y estar con los míos —dijo lentamente y con infinita melancolía.
—¿Es el idioma que utilizaba cuando fue sometido al tratamiento con el sinapsificador, Shekt? —preguntó Arvardan.
—No lo sé —respondió Shekt, quien parecía totalmente aturdido—. Sólo sé que entonces no entendía nada de lo que decía, y sigo sin entenderlo. ¿Cómo quiere que relacione unos sonidos con otros?
—Bien, no tiene importancia... Schwartz, ¿cómo se decía «madre» en su idioma?
Schwartz se lo dijo.
—Ya. Y ahora «padre»..., «hermano»..., «uno»..., «dos»..., «tres»..., «casa»..., «hombre»..., «esposa»...
La enumeración de palabras continuó durante largo rato, y cuando hizo una pausa para respirar el inmenso asombro que sentía resultó claramente visible en el rostro de Arvardan.
—Shekt, o este hombre dice la verdad o estoy siendo víctima de la pesadilla más absurda que se pueda llegar a concebir —murmuró—. Habla un idioma prácticamente equivalente a las inscripciones descubiertas en los estratos de hace cincuenta mil años en Sirio, Arturo, Alfa del Centauro y otros veinte mundos..., y él habla ese idioma. No ha sido descifrado hasta la última generación, y en toda la Galaxia no hay más de doce hombres que puedan entenderlo, yo entre ellos.
—¿Está seguro de eso?
—¿Que si estoy seguro? ¡Pues claro que lo estoy! Soy arqueólogo, recuérdelo...
Por un instante Schwartz sintió que la armadura de su aislamiento se resquebrajaba, y por primera vez tuvo la impresión de estar recuperando la individualidad que había perdido. El secreto había sido revelado: Schwartz era un hombre llegado del pasado, y aquellas personas lo aceptaban. Eso demostraba que estaba cuerdo, y alejaba de una vez por todas las dudas que habían torturado su mente. Schwartz se sintió tremendamente agradecido, pero decidió seguir manteniendo su distanciamiento.
—Necesito a este hombre —siguió diciendo Arvardan, repentinamente inflamado por la llama sagrada de su profesión—. Shekt, no puede imaginarse lo que significa esto para la arqueología... Es un hombre del pasado, Shekt. ¡Oh, por todo el espacio...! Oiga, podemos llegar a un acuerdo. Este hombre es la prueba que la Tierra andaba buscando. Pueden quedarse con él. Pueden...
—Sé lo que está pensando —le interrumpió Schwartz con voz sarcástica—. Cree que gracias a mí la Tierra podrá demostrar que es la cuna de la civilización humana, y que quedarán muy agradecidos por ello. ¡Se equivoca! Ya pensé eso, y hubiese estado dispuesto a llegar a un acuerdo con ellos para salvar mi vida..., pero no nos creerán ni a usted ni a mí.
—Hay pruebas terminantes.
—No le escucharán. ¿Sabe por qué? Porque tienen ciertas ideas fijas sobre el pasado. Cualquier cambio sería considerado como una blasfemia aunque fuese cierto... No quieren la verdad, quieren sus tradiciones.
—Creo que tiene razón, Bel —dijo Pola.
—Podríamos intentarlo —insistió Arvardan apretando los dientes.
—No conseguiríamos nada —replicó Schwartz tercamente.
—¿Cómo puede saberlo?
—¡Lo sé! —afirmó Schwartz.
Las palabras fueron pronunciadas en un tono tan categórico que Arvardan no dijo nada.
Ahora era Shekt quien estaba mirando a Schwartz con un brillo extraño en sus ojos cansados.
—¿Puede decirme si el tratamiento con el sinapsificador le produjo algún efecto nocivo o desagradable? —preguntó en voz baja y suave.
Schwartz no conocía la palabra, pero captó su significado. Le habían operado, ¡y en la mente! ¡Cuánto estaba aprendiendo!
—No me produjo ningún efecto nocivo o desagradable.
—Pero veo que ha aprendido muy deprisa nuestro idioma. Lo habla muy bien, ¿sabe? Oyéndole hablar nadie diría que no es un nativo, créame... ¿Le sorprende eso?
—Siempre he tenido muy buena memoria —respondió Schwartz con voz gélida.
—De modo que ahora no se siente distinto de como se sentía antes del tratamiento, ¿eh?
—Así es.
El doctor Shekt miró fijamente a Schwartz.
—Vamos, ¿por qué se preocupa? —dijo de repente—. Usted sabe que estoy seguro de que puede captar lo que estoy pensando.
—¿Cree que puedo leer los pensamientos? —replicó Schwartz, y soltó una risita—. ¿Y qué importancia tiene eso?
Pero Shekt ya había vuelto su rostro pálido y desesperado hacia Arvardan.
—Puede averiguar lo que hay en las mentes, Arvardan —dijo—. ¡Ah, cuántas cosas podría llegar a hacer con él! Y estoy aquí..., atrapado, impotente...
—¿Qué..., qué..., qué...? —balbuceó Arvardan con los ojos desencajados.
Hasta el rostro de Pola reflejaba interés.
—¿Realmente puede hacer eso? —preguntó mirando a Schwartz.
Schwartz asintió. Aquella muchacha había cuidado de él, e iban a matarla..., pero seguía siendo una traidora, ¿no?
—Arvardan, ¿se acuerda del bacteriólogo del que le hablé..., el que murió como consecuencia de los efectos del sinapsificador? —dijo Shekt de repente—. Uno de los primeros síntomas de su crisis fue su afirmación de que podía leer los pensamientos..., y podía hacerlo. Lo descubrí antes de que muriese, y he guardado el secreto desde entonces. No se lo había dicho a nadie..., pero es posible, Arvardan, es posible. El descenso del umbral de resistencia de las células cerebrales permite que el cerebro pueda captar los campos magnéticos inducidos por las microcorrientes de otros cerebros y transformarlas en vibraciones similares en su seno. Es el mismo principio que se aplica en cualquier sistema de grabación... Sería la telepatía en el más amplio sentido de la palabra.
Schwartz mantuvo un silencio terco y hostil mientras Arvardan volvía lentamente la cabeza en dirección a él.
—En ese caso quizá pueda sernos de utilidad, Shekt. —La mente del arqueólogo funcionaba a una velocidad frenética concibiendo un plan imposible detrás de otro—. Quizá ahora sí haya una salida... Tiene que haberla. Para nosotros y para la Galaxia...
Pero la desesperación y el conflicto de emociones que percibía con tanta claridad a través del contacto mental no conmovieron a Schwartz.
—Y para ello tendría que leer sus pensamientos, ¿no? —preguntó—. ¿De qué serviría eso? Bueno, la verdad es que puedo hacer algo más que leer los pensamientos... ¿Qué le parece esto?
Fue un empujón mental muy suave, pero el súbito dolor que produjo hizo gritar a Arvardan.
—He sido yo —dijo Schwartz—. ¿Quiere otra prueba?
—¿Puede hacérselo a los guardias? —preguntó Arvardan—. ¿Y al secretario...? ¿Por qué demonios permitió que le trajeran aquí? Shekt, va a ser sencillísimo. Escúcheme con atención, Schwartz...
—No, escúcheme usted —le interrumpió Schwartz—. ¿Qué motivos puedo tener para querer esperar? ¿En qué situación me encontraré? Siempre estaré en un mundo muerto... Quiero volver a mi hogar y no puedo hacerlo. Quiero tener a mi familia y a mi mundo, y no puedo recuperarlos..., y quiero morir.
—¡Pero se trata de toda la Galaxia, Schwartz! No puede limitarse a pensar en usted...
—¿De veras? ¿Por qué no puedo hacerlo? Así que ahora tengo que preocuparme por su preciosa Galaxia, ¿eh? Por mí ojalá se pudra... Sé lo que planea hacer la Tierra, y me alegro. Hace un rato la muchacha dijo que había escogido su bando, ¿recuerda? Bien, yo también he escogido el mío..., y mi bando es la Tierra.
—¿Qué?
—¿Por qué no? ¡Soy terrestre!
Había transcurrido una hora desde que Arvardan fue saliendo poco a poco y con mucha dificultad de la inconsciencia para encontrarse inmóvil sobre la superficie del banco, como una res que espera el cuchillo del matarife. Desde entonces no había ocurrido nada..., nada salvo aquella conversación tan febril como inútil que hacía todavía más insoportable la ya de por sí insoportable espera.
Todo aquello tenía un objetivo, y por lo menos Arvardan ahora lo sabía. El estar acostado e inerme sin que se les concediera ni la dignidad de un guardia para que les vigilara, sin la más mínima concesión que hiciera pensar que eran considerados como un posible peligro, equivalía a adquirir conciencia de la propia debilidad. Un espíritu obstinado no podía sobrevivir a esto, y cuando llegase el inquisidor encontraría muy poca o ninguna resistencia a sus preguntas. Arvardan necesitaba romper el silencio.
—Supongo que esta sala estará vigilada mediante rayos espía —comentó—. No deberíamos haber hablado tanto.
—No está vigilada —dijo Schwartz con voz átona—. Nadie nos escucha.
El arqueólogo reaccionó de manera automática abriendo los labios para preguntarle cómo lo sabía, pero se contuvo a tiempo. ¡Porque aquel poder existía! Y no era él quien lo tenía, sino un hombre del pasado, que había dicho ser un terrestre y que deseaba morir.
En esa postura su campo visual sólo abarcaba una parte del techo. Si volvía la cabeza podía ver el perfil anguloso de Shekt, y una pared lisa al otro lado. Si levantaba la cabeza podía distinguir durante unos momentos el rostro pálido y agotado de Pola.
De vez en cuando le atormentaba la idea de que era ciudadano del Imperio..., ¡del Imperio, por todas las estrellas! Arvardan era un ciudadano galáctico, y ser tratado de aquella manera suponía una injusticia particularmente terrible..., doblemente terrible porque había permitido que unos terrestres le hicieran aquello.
Y eso también se disipó.
¿Por qué no le habrían colocado al lado de Pola? No, así era mejor... En aquellos momentos Arvardan no ofrecía un espectáculo capaz de animar a nadie.
—¿Bel?
El sonido vibró en el aire, y Arvardan lo encontró misteriosamente agradable, quizá porque llegaba a él mientras sufría el vértigo de la muerte que estaba tan próxima.
—¿Sí, Pola?
—¿Crees que tardarán mucho?
—Quizá no, querida... Es una lástima. Desperdiciamos dos meses enteros, ¿verdad?
—Yo tuve la culpa —susurró ella—. Yo he sido la culpable de todo... Por lo menos podríamos haber gozado de estos últimos minutos. Esto es tan..., tan innecesario...
Arvardan no supo qué contestar. Su mente quedó repentinamente envuelta en un torbellino de pensamientos y pareció girar locamente como si la hubiesen colocado sobre un engranaje bien aceitado. ¿Era obra de su imaginación o estaba sintiendo realmente la dureza del plástico encima del que estaba rígidamente acostado su cuerpo? ¿Cuánto duraría la parálisis?
Tenían que conseguir que Schwartz les ayudase. Arvardan intentó ocultar sus pensamientos..., y enseguida comprendió que eso era imposible.