Read Un grito de amor desde el centro del mundo Online
Authors: Kyoichi Katayama
Tags: #Drama, Romántico
Cada día parecía calcado del anterior. Dentro de mí, el tiempo no transcurría como una línea continua. Había perdido por completo el sentido de que algo proseguía, crecía y se formaba, el sentido de que las cosas cambiaban. Para mí, la vida era una simple sucesión de instantes. Sin futuro, sin perspectiva alguna abriéndose ante mí. Y el pasado estaba sembrado de recuerdos que, sólo tocarlos, me hacían sangrar. Los tocaba, vertiendo sangre. ¿Acallaría aquella sangre derramada coagulándose y formando una costra dura? ¿Llegaría, tal vez, un momento en que, al recordar lo que había vivido junto a Aki, dejara de sentir algo?
Poco después de Año Nuevo, estaba viendo la televisión en casa de mi abuelo cuando, en un programa de variedades, salió un escritor famoso y empezó a hablar del otro mundo. «El otro mundo existe», afirmó. «El hombre existe como una mezcla de conciencia y de cuerpo. Y, con la muerte, nos desprendemos de estas vestiduras llamadas cuerpo. Es entonces cuando la conciencia, de la misma manera que una mariposa se desprende de la crisálida, se alza del cuerpo muerto y se dirige al otro mundo. Y allí se encuentra con las personas amadas, ya difuntas. El otro mundo nos envía constantemente señales bajo diversas formas. Sin embargo, acostumbrados al pensamiento racionalista, los hombres no las percibimos. Tenemos que estar alerta para no pasar por alto las señales del otro mundo.» Eso fue lo que dijo el escritor. A mí me pareció un hombre muy desaseado.
—¿Y tú qué opinas, abuelo? —le pregunté al terminar el programa—. ¿Crees que existe el otro mundo? ¿Que hay un lugar donde podremos encontrarnos con las personas a las que queremos?
—Ojalá sea así —dijo mi abuelo con la cara clavada en la pantalla.
—Yo no lo creo.
—Pues qué triste, ¿no?
—Los muertos, muertos están, jamás podremos volver a verlos. Esto está clarísimo, vamos —dije yo tercamente.
Mi abuelo puso cara de apuro.
—Eso es muy pesimista, ¿no crees? —dijo.
—He pensado mucho sobre ello. En por qué la gente se ha inventado lo del otro mundo, o lo del paraíso.
—¿Y por qué crees que ha sido?
—Pues porque habían perdido a las personas a las que querían.
—Ya.
—Como se les habían muerto muchas personas que les importaban, pues se inventaron lo del otro mundo y lo del paraíso. El que muere siempre es el otro, ¿no? Nunca es uno mismo. Así que el que se queda intenta salvarlo valiéndose de esta idea. Pero a mí me parece que eso es mentira. Creo que tanto el otro mundo como el paraíso son una invención del hombre.
Mi abuelo cogió el mando a distancia de encima de la mesa y apagó el televisor.
—En nuestro mundo la muerte es algo muy cruel, Sakutarô —dijo mi abuelo en tono cariñoso—. Sin nada después de la muerte, sin reencarnación, la muerte es un vacío. ¿No te parece algo despiadado?
—Pero es un hecho. No podemos hacer nada para evitarlo.
—Es posible que haya otras maneras de verlo.
—Pues yo, cuando leo que los cristianos dicen que la muerte es hermosa y que no hay por qué temerla, me indigno. Me parece algo estúpido y arrogante. La muerte no es hermosa. Es patética y vacía. Y tenemos que aceptarlo.
Mi abuelo permaneció unos instantes contemplando el techo en silencio. Poco después, todavía mirando hacia arriba, dijo:
—Dicen que Confucio, que nunca hablaba del cielo, ante la muerte de un discípulo se lamentó diciendo: «¡Cielo, me estás destruyendo!». Y también cuentan que a Kûkai
[19]
, que negaba los conceptos de nacimiento y muerte, se le escaparon las lágrimas cuando perdió a uno de sus discípulos.
Entonces mi abuelo se volvió hacia mí y me preguntó:
—¿Por qué es tan duro perder a la persona amada?
Ante mi silencio, mi abuelo prosiguió:
—Debe de ser porque ya amabas a esa persona antes. No es que la separación o la ausencia sean, en sí mismas, tristes. El amor hacia esa persona, que ya existía previamente, es el que hace tan dolorosa la separación y el que te hace perseguir su recuerdo con nostalgia. Y ese dolor nunca desaparece. ¿No se puede afirmar, por lo tanto, que el dolor y la tristeza no son más que una manifestación parcial de esa gran emoción que es nuestro amor por alguien?
—No lo sé.
—Piensa en la desaparición de una persona. Si se trata de alguien que no te importa, no sientes nada. No tienes conciencia de haberla perdido. En realidad, sólo sientes que pierdes a alguien cuando es alguien a quien no quieres perder. Es decir que, posiblemente, la sensación de pérdida es una parte del amor que se siente por alguien. Como se ama a una persona, su ausencia se convierte en un problema, su ausencia produce dolor en la persona que ha dejado atrás. Y la tristeza siempre le lleva a uno a la misma conclusión: «La despedida ha sido dura, pero algún día volveremos a reencontrarnos».
—Abuelo, ¿crees que volverás a estar junto a ella algún día?
—Sakutarô, cuando hablas de volver a estar juntos, ¿piensas en formas humanas?
No respondí.
—Si creemos que lo único que existe es lo que podemos ver, lo que tiene forma, nuestra existencia es muy pobre, ¿no te parece? —dijo mi abuelo—. No creo que la persona que yo amaba vuelva a aparecer ante mis ojos con la forma que yo conocía. Pero, si te olvidas de la forma, puedo decirte que ella y yo hemos estado juntos siempre. A lo largo de estos cincuenta años, no ha habido un solo instante en que no hayamos estado juntos.
—¿Y eso no es algo que tú te crees?
—Pues claro que sí. ¿Y qué hay de malo en estar convencido de algo? ¿Qué son las ciencias sino un montón de creencias? Cualquier cosa que piense un hombre utilizando su cabeza no puede ser más que una creencia. La cuestión es lo violenta o fuerte que esta creencia pueda llegar a ser. Un científico utiliza el telescopio o el microscopio para demostrar lo que cree. Nosotros no somos científicos, así que supongo que podemos usar otras cosas. Como, por ejemplo, el amor.
—¿Y de qué estabas hablando ahora?
—De amor. Amor. ¿Sabes lo que es?
—Sí, lo sé. Pero, cuando tú hablas de amor, parece otra cosa.
—Eso es porque el amor del que yo hablo y lo que se suele entender por amor son dos cosas que se parecen, pero que, en realidad, son de distinta naturaleza.
Pensé que todo aquello no era más que el desvarío de un anciano. Después de la muerte de Aki, las palabras de consuelo y la compasión de los adultos me parecían meras falacias, meras excusas. Y no toleraba lo que consideraba desprovisto de sentimiento auténtico. Era incapaz de aceptar cualquier explicación lógica que no se aviniera con mi dolor por la pérdida de Aki.
—En el último momento, ella no me buscó —dije. Al fin salió de mi boca algo que me había estado doliendo durante todos aquellos días—. Fue como si no deseara verme. ¿Por qué crees que fue?
—Vaya. O sea que ni tú ni yo pudimos presenciar la muerte de la mujer amada —dijo mi abuelo sin responder directamente a mi pregunta.
—Sí, pero ¿por qué no quiso permanecer a mi lado hasta el último momento?
—Sakutarô, cada uno tiene que enfrentarse a una separación distinta. Curiosamente, a ti y a mí nos ha tocado vivir experiencias parecidas. Ni el uno ni el otro hemos podido vivir junto a la mujer que amábamos ni tampoco estar presentes en el momento de su muerte. Entiendo tu amargura, créeme. Pero ¿sabes?, a mí la vida me parece algo bueno. Creo que es hermosa. Posiblemente tú no lo veas así en estos momentos, pero eso es lo que siento. De un modo muy real. Que la vida es bella.
Mi abuelo pareció sumergirse en sus propias palabras. Pronto se volvió hacia mí y me preguntó:
—¿Cuál crees que es el verdadero carácter de la belleza?
—Paso —le respondí con brusquedad.
—En la vida, hay cosas que pueden realizarse y otras que no —dijo mi abuelo—. Las que se materializan, las olvidamos enseguida. Sin embargo, las que no podemos realizar, las guardamos eternamente dentro de nuestro corazón como algo muy preciado. Éste es el caso de los sueños o de los anhelos. Me pregunto si la belleza de la vida no residirá en nuestros sentimientos respecto a aquello que no se ha cumplido. Que no se haya realizado no quiere decir que se haya malogrado inútilmente. Porque lo cierto es que ya se ha materializado como belleza.
Cogí el mando a distancia y encendí el televisor. Daban un montón de programas insulsos, como reacción al hartazgo de los de Año Nuevo.
—Al ir cambiando así, a lo tonto, de canal, me da la sensación de que va a aparecer ella —dije mientras cambiaba de canal sin parar—. Sería fantástico que pudiéramos hablar.
—¿Como si eso fuera un aparato de
Doraemon
?
—Más o menos.
—Pues, la verdad, si se inventara una máquina que permitiera hablar sin problemas con los muertos, quizá seríamos peores de lo que somos.
—¿Peores?
—Tú, Sakutarô, ¿no te vuelves más humilde cuando piensas en alguien que está muerto?
Permanecí en silencio, sin afirmarlo ni negarlo. Mi abuelo prosiguió:
—Nosotros somos incapaces de albergar sentimientos negativos respecto a un muerto. No podemos ser egoístas ni interesados. Por lo visto, ha sido así desde siempre. Haz una prueba. Analiza tus sentimientos respecto a tu novia muerta. Tristeza, arrepentimiento, compasión… Ahora deben de hacerte sufrir mucho, pero no son malos sentimientos. No hay ni uno solo que sea malo. Todos te hacen crecer, te enriquecen. ¿Por qué será que la muerte de un ser querido nos hace mejores? Tal vez sea porque la muerte está claramente separada de la vida y porque no acepta ninguna influencia de parte de los vivos. Quizá sea ésta la razón de que la muerte de las personas nos enriquezca.
—Me parece que estás intentando consolarme.
—No, qué va —dijo mi abuelo con una sonrisa amarga—. Ya me gustaría, ya. Pero eso es imposible. Nadie puede consolarte, Sakutarô. Eres tú quien debe superarlo. Y solo.
—¿Y cómo lograste superarlo tú, abuelo?
—Decidí ponerme en su lugar —dijo mi abuelo, entrecerrando los ojos como si mirara a lo lejos—. Imaginar qué habría sucedido si hubiera sido yo el muerto. Decirme que ella tendría que haber sentido, por mi muerte, la misma tristeza que me partía el corazón a mí por la suya. A ella, además, le habría resultado muy difícil profanar mi tumba y robar mis cenizas. Y tampoco sé si ella tenía un nieto tan comprensivo como tú, Sakutarô. Y al pensar de este modo, siento que, quedándome atrás, he asumido el dolor que ella debería haber experimentado. Y así, no la he hecho sufrir tanto a ella.
—Además, tú pudiste conseguir las cenizas, ¿no?
Mi abuelo adoptó una expresión humilde.
—Y lo mismo puede aplicarse a ti, Sakutarô —dijo—. Ahora estás sufriendo por ella. Pero ella está muerta y ya no padecerá más. Y tú sufres en vez de ella. En su lugar. Y, haciéndolo, ¿no estás empezando a vivir por ella?
Reflexioné sobre lo que me había dicho mi abuelo.
—Todo eso me parece un juego de palabras.
—Bueno, de acuerdo —dijo mi abuelo sonriendo apaciblemente—. Pensar, en sí mismo, no es más que eso. Es mejor tener claro que no hay nada que sea suficiente. Aunque a veces pensemos que algo lo es, en cuanto pasa un tiempo ya nos da la sensación de que es insuficiente. Y las partes insuficientes, hay que repensarlas. Y de este modo, poco a poco, nuestros pensamientos van adecuándose más a lo que sentimos realmente. Así es como va.
Los dos enmudecimos y escuchamos los ruidos del exterior. Por lo visto, había empezado a soplar el viento. De vez en cuando, una violenta ráfaga sacudía la puerta del balcón, como si fuera a arrancarla.
—Vete a Australia —me dijo cariñosamente mi abuelo—. Y mira junto a ella el desierto y los canguros.
—Sus padres tienen la intención de esparcir sus cenizas en Australia.
—Hay muchas maneras de honrar a un difunto.
—Cuando ella estaba bien, le conté que había robado las cenizas contigo.
—¿Ah, sí?
—Y miramos juntos las cenizas que yo te estoy guardando.
Espié su reacción. Mi abuelo permanecía con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Te sabe mal?
Abrió los ojos despacio y sonrió.
—Te las confié a ti, así que puedes hacer con ellas lo que quieras.
—Después de mirar juntos las cenizas de la mujer que amabas, nos besamos por primera vez. No sé por qué. No teníamos la intención, pero pasó. Sucedió de forma espontánea.
Mi abuelo permaneció unos instantes en silencio.
—Es una historia bonita —dijo luego.
—Sí, pero ahora es ella quien se ha convertido en ceniza.
La tierra cedida a los aborígenes era un desierto árido y el Territorio del Norte estaba lleno de arbustos y barrancos. El Land Cruiser en el que íbamos montados avanzaba sacudiendo con violencia el camino polvoriento. Mientras corríamos a lo largo del río, vimos una estación de telégrafo construida en piedra. Más adelante no había casas, sólo una llanura cubierta de vegetación rala. En los campos había plantados melones. Los caminos se extendían en línea recta hasta el infinito. Justo a la salida de la ciudad, se había interrumpido el camino pavimentado. Y, ahora, el vehículo levantaba a su paso una nube de polvo tan gigantesca que era imposible ver nada a nuestras espaldas. Poco después, a ambos lados del camino, aparecieron pastos con vacas. Las reses muertas permanecían allí en los campos. Y los cuervos se apiñaban sobre sus vientres hinchados por el calor.
Estábamos en una pequeña ciudad, como las que salen en las películas del Oeste. Una ciudad asfixiante y polvorienta. Al lado de la gasolinera había un restaurante tipo pub. Paramos allí a descansar y, de paso, a comer algo. Cerca de la puerta había unos hombres jugando a los dardos. En el oscuro interior del local, camioneros y albañiles bebían cerveza y comían pastel de carne. Todos llevaban tatuados unos brazos parecidos a los de Popeye. Las piernas peludas que asomaban por sus pantalones cortos eran tan gruesas como mi torso.
—El «aki» de Aki es el del periodo cretácico, ¿verdad? —le pregunté a la madre de Aki, que estaba sentada a mi lado.
Su madre, que estaba distraída, se volvió hacia mí con sorpresa.
—¡Ah, sí! —asintió—. Fue idea de mi marido. ¿Por qué lo preguntas?
—Es que yo creía que era el «aki» de la estación del año. Estaba convencido, desde que la conocí. Y como ella, en las cartas, siempre escribía Aki en
katakana
.