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Authors: Kyoichi Katayama

Tags: #Drama, Romántico

Un grito de amor desde el centro del mundo (15 page)

Mientras íbamos andando por la playa, Aki recogió una piedra pequeña.

—Mira, tiene cara de gato.

—¿A ver?

—Aquí están las orejas, esto es la boca.

—¡Anda, es verdad! ¿Te la llevarás?

—Sí, como recuerdo de haber venido aquí juntos.

Estábamos sentados en el embarcadero contemplando el mar cuando, a la hora fijada, llegó la barca de Ôki.

—¡Ostras! Lo siento, chicos. Pero es que mi madre se encontraba mal y… —fue lo primero que dijo sólo lanzar la amarra.

—Déjalo correr.

—¿Qué?

Ôki miró hacia Aki con recelo. Ella se ruborizó un poco y bajó los ojos.

—Vamos —dije yo.

En el cielo del este había aparecido un gigantesco cúmulo. Su parte superior, lisa y redonda, brillaba como una perla bañada por la luz del sol. Ôki manejaba el motor y el bote avanzaba a buen ritmo. A mano izquierda, se veían los baños. Y también la noria y la montaña rusa del parque de atracciones. La colina, lavada por la lluvia, lucía un brillante e intenso color verde bajo los rayos del sol del verano. Apenas había olas, el mar estaba en calma. En la superficie del agua flotaban muchas medusas. La barca avanzaba abriéndose paso entre la legión de medusas por la parte de proa.

—¿Oís eso? —preguntó Aki.

El bote estaba en el extremo norte de la isla. Una enorme roca se adentraba en el mar y, a su alrededor, asomaban unos peñascos negros y puntiagudos. Agucé el oído, pero no oí nada.

—¡Para el motor un momento! —le grité a Ôki.

—¿Qué? —repuso Ôki aflojando la válvula reguladora.

Cuando cesó la trepidación del motor, empezó a oírse un grave gemido.
¡Uuoo! ¡Uuoo! ¡Uuoo!
, ululaba, en el mismo tono, a intervalos regulares. Era un sonido lúgubre a más no poder, que yo jamás había oído antes.

—¿Qué será eso? —dijo Aki.

—Son las grutas —respondió Ôki—. Hay grutas en este extremo de la isla.

Ôki hizo girar la válvula reguladora y el bote arrancó. Sin embargo, pronto pudimos oír cómo empezaban a bajar las revoluciones del motor. Poco después, con un
¡puf!, ¡puf!, ¡puf!
, se detuvo por completo. Ôki tiró del cordón que salía del motor fuera borda e intentó que volviera a ponerse en marcha. Pero, por más que lo intentó, sólo logró arrancarle al motor un insípido
pr-r-r-r-r
, sin lograr ponerlo en marcha.

—Yo tiro del cordón y tú mantén las manos en el motor.

Plantado firmemente sobre mis pies en el fondo de la barca, tiré del cordón del fuera borda. Tras repetirlo unas cuantas veces, el motor hizo un
purrun-run-run
… y pareció que, finalmente, iba a ponerse en marcha. Pero cuando Ôki hizo girar la válvula reguladora para aumentar las revoluciones, el motor hizo
purrun-run… run… run
… y volvió apararse.

—Nada, imposible —dijo Ôki.

—Lo siento. Ha sido porque he dicho una tontería.

—No es culpa tuya, Hirose.

—¡Claro! Podemos pedir ayuda por radio —dije.

—Esta barca nunca ha tenido radio —dijo Ôki con brusquedad.

La barca iba a la deriva, arrastrada poco a poco por la corriente. Yumejima aparecía, ahora, muy pequeña en la distancia. Ôki y yo cogimos un destornillador de la caja de herramientas y sacamos la tapa del motor fuera borda, pero no pudimos descubrir dónde estaba la avería.

—Pues no parece que le pase nada —dijo Ôki ladeando la cabeza.

—¿No se habrá quedado sin combustible?

—No, todavía hay.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —dijo Aki con cara de susto.

—Seguro que pronto pasará alguna barca por aquí —dijo Ôki para tranquilizarla.

Pasado mediodía, llovió. Alzamos nuestros rostros al cielo para que los bañara la lluvia. Pronto dejó de llover y volvió a brillar el sol. No se veía ninguna isla en la dirección en la que íbamos.

—Así mirado, el mar parece redondo —dijo Aki mirando, con la barbilla apoyada en un costado de la barca y los ojos entrecerrados, la línea del horizonte del amplio mar.

—¡Pues claro! Como que la Tierra es redonda —dije yo.

—Es redonda, pero se dice «horizonte». ¡Qué raro!, ¿no?

—¡Y tanto!

—Seguro que el nombre proviene de la época en que la gente creía que la Tierra era plana como una bandeja y que las aguas de los océanos iban cayendo por sus extremos como si fueran una cascada.

Por unos instantes, nos quedamos mirando el horizonte cegador.

Poco después, Ôki gritó: «¡Un barco!». Al volvernos, vimos una barca de pesca que se acercaba. Nos pusimos en pie y empezamos a agitar con fuerza los brazos en su dirección. La barca siguió aproximándose mientras aminoraba la velocidad. Llegó hasta unos cinco metros de distancia.

—¿Eres tú, Ryûnosuke? —le preguntó a Ôki un pescador de edad.

—¿Es un conocido? —pregunté en voz baja.

—Un vecino. El señor Hotta.

Ôki le explicó al patrón de la barca lo que había ocurrido. Luego ató a la proa de nuestro bote la cuerda que el señor Hotta le lanzó. A remolque de la barca de pesca, nuestro bote empezó a avanzar.

—¡Salvados! —dijo Ôki con alivio.

—¡Mira! —exclamó Aki.

Al mirar hacia donde ella señalaba, vi un gran arco iris en la linde entre los nubarrones y el cielo azul. Sus colores perdían intensidad y se difuminaban en la parte inferior, y no lograba formar un arco perfecto. Permanecí unos instantes con los ojos clavados en aquel arco iris. Contemplándolo, me di cuenta de que todos los colores se dividían en sutiles tonalidades y de que, entre el rojo y el amarillo, y entre el azul y el verde, se mezclaban infinitas gradaciones de color. Las ágiles uñas del viento habían raspado aquellas gradaciones, como si fueran la piel de una espalda tostada a finales del verano, y la luz del sol las había disuelto en el aire. Y el cielo brillaba como si hubieran esparcido por él incontables pedacitos de cristal.

Capítulo IV
1

El funeral de Aki se celebró un día frío de finales de diciembre. Desde la mañana temprano, unos nubarrones grises y bajos cubrieron el cielo y el sol no asomó ni un instante. A la ceremonia acudieron muchos profesores y alumnos del instituto. Me acordé de cuando había muerto la profesora de Aki, durante las Navidades de tercero de secundaria. En aquella ocasión, Aki había leído el discurso fúnebre. Hacía dos años exactos. Era incapaz de tener una conciencia clara de lo que representaban aquellos dos años. No me parecían ni largos ni cortos. Había perdido la noción del tiempo.

Mientras un representante de los alumnos leía el discurso fúnebre, empezó a granizar con gran violencia. Por un momento se levantó un murmullo dentro del recinto, pero el discurso fue leído hasta el final. Casi todas las chicas lloraban. Poco después empezó la ofrenda del incienso. Conforme a los preceptos, quemé el incienso y uní las palmas de las manos frente al altar. Al levantar la mirada, me encontré con una fotografía de Aki ante los ojos. Aki aparecía en ella como una intachable, hermosa jovencita. Aquella Aki no se parecía en nada a la Aki real. Al menos, a la Aki que yo tan bien conocía.

La mayor parte de los asistentes al funeral despidieron el cortejo fúnebre en la entrada del templo, pero a mí me permitieron seguirlo hasta el crematorio. Monté, junto con los familiares de Aki, en un microbús de la empresa funeraria y marchamos a muy poca velocidad detrás del coche fúnebre, que iba en cabeza. De vez en cuando caía aguanieve, y siempre que esto ocurría el conductor ponía en marcha el limpiaparabrisas. El crematorio estaba entre las montañas, en una zona apartada de la ciudad. El vehículo ascendió por un solitario sendero de montaña flanqueado por cedros. Pasamos por delante de un lugar donde se apilaban un montón de carrocerías de coches desguazados. También dejamos atrás una granja de pollos. Pensé vagamente en Aki, a quien llevaban a un paraje tan desolado como aquél para quemarla y convertirla en cenizas.

Sólo recordaba la Aki de cuando estaba bien. En otoño del primer año de instituto, cuando, un atardecer, la acompañé hasta su casa. El pelo le caía sobre los hombros, haciendo resaltar la blancura de la blusa. Recordaba nuestras dos sombras proyectándose sobre el muro de cemento. Y aquel otro día, en verano. La recordaba flotando boca arriba, a mi lado, en el mar. Sus párpados cerrados con fuerza al sol, la cabellera desparramándose por la superficie del agua, la pálida piel de su garganta brillando al sol por efecto del agua… Al pensar que este cuerpo iba a ser quemado y convertido en ceniza, sentí un desasosiego atroz. Abrí la ventanilla del microbús y expuse mi rostro al aire frío. Algo que no llegaba a ser nieve, pero que tampoco era lluvia, me azotó la cara y se fundió. Por ella hubiese querido hacer eso. Por ella hubiese querido hacer aquello. Sólo acudían a mi mente, uno tras otro, pensamientos de este tipo, y después se iban borrando como el aguanieve que me azotaba la cara.

Mientras se incineraba el cadáver, sirvieron sake a los adultos. Di una vuelta, yo solo, por los alrededores del edificio. La pendiente de la montaña llegaba hasta allí. Crecían en ella unos hierbajos de color marrón. Encontré una especie de basurero donde habían arrojado unas cenizas negruzcas. En los alrededores reinaba un silencio profundo y no se oían voces, ni tampoco el canto de los pájaros. Al aguzar el oído, percibí, apagado, el zumbido del horno donde estaban incinerando a Aki. Alcé sobresaltado los ojos al cielo. Allí se erguía una chimenea de ladrillo rojo y, por su boca cuadrada, tiznada de negro, se alzaba una columna de humo.

Era una sensación extraña. Ver cómo asciende en silencio hacia el cielo el humo del cuerpo quemado de la persona que más quieres en el mundo. Permanecí largo tiempo inmóvil en aquel lugar, siguiendo con la mirada los avatares de la columna de humo. El humo siguió alzándose hacia el cielo, a veces negro, después blanco. Y cuando los últimos jirones se fundieron con las nubes grises y el humo dejó de verse, sentí un terrible vacío en mi corazón.

Empezó un nuevo año, y el año que yo había vivido junto a Aki fue arrancado junto con la última hoja del calendario viejo. Pasé la primera semana del año viendo la televisión en la sala de estar. Apenas salí. Ni siquiera visité el santuario sintoísta el día de Año Nuevo. En la televisión, los artistas, con sus mejores galas, cantaban y bromeaban. No conocía ni sus caras ni sus nombres. Y, a pesar de que era un televisor en color, en la pantalla no aparecía color alguno. Veía como una amorfa masa blanca y negra a aquella legión de famosos que hablaban animadamente o se reían a carcajadas. Y, junto con su silencio bullicioso, pronto acababan fundiéndose en un paisaje desconocido.

Vivir la vida cotidiana, día tras día, era un suicidio del alma y una resurrección perpetuas. Cada noche, antes de dormir, deseaba no volver a despertarme. Al menos, no volver a despertarme en un mundo sin Aki. Y, sin embargo, al llegar la mañana, abría los ojos en un mundo vacío, helado, donde ella no estaba. Y volvía a resucitar como un Cristo sin esperanza. Empezar un nuevo día, comer, hablar con la gente, abrir el paraguas cuando llovía, secarse la ropa mojada. Nada tenía sentido. Era como arrancarles unas notas disparatadas a las teclas de un piano que pulsas al buen tuntún.

Noche tras noche, tenía el mismo sueño. Aki y yo estábamos en un bote, flotábamos en un dulce mar en calma. Ella me hablaba del horizonte. «Seguro que el nombre viene de la época en que se creía que el mar era plano como una bandeja y que el agua iba cayendo por sus extremos como si fuera una cascada.» Yo replicaba: «Aunque existiera esa cascada, estaría tan lejos que sería imposible llegar en barca. Así que es como si no existiera». Apenas acababa de decir estas palabras cuando me daba la vuelta y veía cómo, a escasos metros, el mar se vaciaba en la nada e ingentes cantidades de agua eran absorbidas, con una furia salvaje, sin un sonido.

Empujando a Aki ante mí, yo me zambullía en el mar y empezaba a nadar en dirección opuesta a la cascada. El mar, que tan apacible había parecido desde la barca, fluía ahora con una energía indómita hacia la cascada. Nadábamos, debatiéndonos con fuerza, contra la corriente, agitando brazos y piernas. En cierto momento, sentía cómo la succión del agua se aflojaba y entonces comprendía que había logrado escapar al poder de la corriente. Sin embargo, al dirigir la vista a mi lado, descubría que Aki no estaba.

Entonces oía un grito. Al volverme, veía a Aki, a punto de ser engullida por la cascada. Zarandeado por la fuerte corriente, su cuerpo rodaba como una peonza. Llorando, Aki batía con ambas manos la superficie del agua. A sus espaldas, el mar iba despeñándose sin un sonido. El hecho de que la escena fuera completamente muda hacía que el mar pareciera aún más cruel. Yo empezaba a retroceder apresuradamente. Pero ya era demasiado tarde. Sabía que era demasiado tarde. «Siempre llego demasiado tarde», me decía yo mientras nadaba.

La voz de Aki me llegaba ahora desde lejos. Yo empezaba a gritar. La llamaba una vez tras otra. Pero las manos, la cara, el pelo de Aki esparcido por la superficie del agua, todo estaba siendo ya succionado por la corriente. Y sus ojos, que se abrían con terror y desesperación, desaparecían absorbidos junto con las aguas azules.

Al empezar el nuevo curso, el vacío que sentía en mi interior siguió inalterado. Los compañeros de clase no fueron ni una distracción ni un consuelo. Fingía disfrutar con sus conversaciones, pero no era así. Las palabras que yo pronunciaba estaban desprovistas de sentimiento. Me sentía vacío jugando con las palabras ante mis amigos. Ni siquiera reconocía aquella voz como mía. Su presencia empezó a representarme una molestia. Dejé de frecuentar los lugares con gente. Prefería estar solo. Perdí la sensación de coexistir con los demás. Me sentía como si estuviera completamente solo en el mundo.

Al llegar a casa, abría los libros de consulta y los cuadernos de preguntas y estudiaba. Podía permanecer concentrado en ellos horas y horas. Resolver difíciles cálculos infinitesimales y buscar en el diccionario palabras en inglés no me representaba el menor esfuerzo. Cualquier actividad mecánica desprovista de sentimiento me resultaba relativamente cómoda. Con todo, a veces me veía atacado por sorpresa. Como cuando, por ejemplo, en medio de un largo texto en inglés aparecía la expresión
rain cats and dogs
. Lo que me hacía recordar un día en que Aki y yo caminamos juntos bajo una lluvia torrencial. Sólo ella llevaba paraguas. Y ambos nos agazapamos debajo, hombro con hombro, y recorrimos el camino de siempre. Cuando llegamos a su casa, los dos estábamos empapados. Aki me trajo una toalla de baño, pero yo le dije que no valía la pena, que iba a seguir mojándome, tomé su paraguas y me dirigí a mi casa. Cada vez que acudían a mi mente recuerdos de este tipo, el corazón me escocía como si los rayos del sol del verano me abrasaran la piel.

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