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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (79 page)

¿Cuántas veces le había dicho a Federico que se alejara mientras estuviera con mujeres, que no lo molestara durante sus aventuras?

La representación había sido hermosa, y no se trataba de ninguna ópera. Y él que había dicho: «Es un eunuco, pueden estrangularlo con las manos desnudas».

Observó a Tonio sentarse a la mesa frente a él, con la camisa blanca abierta en el cuello. La luz jugaba con los huesos de su cara. Todos sus movimientos sugerían los de un enorme felino, una pantera, traspasados de una gracia misteriosa.

Lo invadió el odio, un odio peligroso, que se aferraba a aquella cara, a aquellos rasgos perfectos y a todos los detalles que alcanzaba a ver, todo aquello que siempre había sabido y sufrido al oír hablar de Tonio, el cantante, Tonio, la prostituta ante los focos; Tonio, el joven hermoso, el famoso, el niño criado por Andrea con mimos e indulgencia hacía tantos años, mientras en Istanbul él bramaba y se debatía; Tonio, que lo tiene todo; Tonio, al que nunca había escapado ni por un momento; Tonio, Tonio y Tonio, cuyo nombre había ella gritado en su lecho de muerte. Tonio, que en esos momentos lo tenía prisionero, pese al cuchillo y a esas extremidades largas y débiles de eunuco, pese a los
bravi
y todas sus precauciones. Había vencido y lo tenía cautivo.

Si no soltaba un gran alarido, aquel odio acabaría enloqueciéndolo.

Pero pensaba, pensaba. Lo que necesitaban sus
bravi
era tiempo. Tiempo para darse cuenta de que aquella casa estaba vacía, demasiado oscura, tiempo para empezar a recorrerla.

—¿Por qué no me has matado? —preguntó de pronto, debatiéndose contra la correa, al tiempo que cerraba los puños en el aire—. ¿Por qué no lo hiciste en la góndola? ¿Por qué no me has matado?

—¿De una manera apresurada y furtiva? —preguntó de nuevo con aquel susurro ronco ya familiar—. ¿Y sin más explicaciones? ¿De la misma forma que me atacaron tus hombres en Roma?

Carlo contrajo los ojos.

Tiempo, necesitaba tiempo. Federico tenía buen olfato para el peligro. Se daría cuenta de que algo ocurría. Estaba a la puerta de esa casa.

—Quiero vino —dijo Carlo. Sus ojos se movieron hacia la mesa, hacia el cuchillo con el mango de marfil clavado en el pollo, lejos de su alcance, los vasos, la botella de coñac junto a ellos—. ¡Quiero vino! —Su voz se debilitó—. Qué Dios te maldiga; si no me has matado en la góndola, al menos dame un poco de vino.

Tonio lo estudiaba como si dispusiera de todo el tiempo del mundo.

Entonces con uno de esos brazos increíblemente largos, le acercó la copa a Carlo.

—Toma, padre —dijo.

Carlo la levantó pero tuvo que inclinar la cabeza para beber. Sorbió el vino, escupió el primer trago para quitarse el sabor rancio de la boca y mientras alzaba la cabeza sintió un aturdimiento tan intenso que la cabeza se le inclinó involuntariamente hacia un lado.

Apuró la taza.

—Dame más —pidió. Ese cuchillo estaba demasiado lejos. Aun en el caso de que hubiera podido volcar aquella mesa, que pesaba más que la silla a la que estaba atado, no hubiese podido coger el cuchillo a tiempo.

Tonio cogió la botella.

Federico advertiría que pasaba algo raro. Se acercaría a la puerta. La puerta, la puerta.

Al subir aquellas escaleras delante de Tonio, había oído un fuerte ruido que resonaba en aquel recinto como el estallido de un cañón, y por su mente pasó la idea de que una mujer no tenía la fuerza suficiente para echar un cerrojo tan grande y ruidoso.

Aquello no detendría a sus hombres.

—¿Por qué no lo has hecho? —preguntó con la copa en las manos—. ¿Por qué no me has matado todavía?

—Porque quería hablar contigo —respondió Tonio en un murmullo—. Quería saber por qué intentaste matarme. —Su rostro, hasta entonces impasible, se tiñó de una leve emoción—. ¿Por qué mandaste asesinos a Roma si yo en cuatro años no te he hecho daño ni te he pedido nada? ¿Fue mi madre la que te frenó?

—Ya sabes por qué los mandé —afirmó Carlo—. ¿Cuánto más pensabas esperar para venir a por mí? —Su rostro estaba encendido y empapado y se lamió el sudor salado que le llegaba a los labios—. ¡Todo lo que hacías indicaba que pensabas volver! Pediste que te enviaran las espadas de mi padre, te has pasado la vida en salones de esgrima; cuando todavía no llevabas seis meses en Nápoles, mataste a otro eunuco, y al año siguiente casi mandaste a un joven toscano a la tumba. ¡Todo el mundo te temía!

»¿Y tus amigos? ¿Tus poderosos amigos? Me harté de oír hablar de ellos. Los Lamberti, el cardenal Calvino, di Stefano de Florencia. Incluso te atreviste a utilizar mi apellido para salir al escenario, como si me arrojaras un guante a la cara. Tu único propósito en esta vida ha sido atormentarme. Toda tu trayectoria ha sido un filo que cada vez se acercaba más a mi garganta.

Se reclinó en la silla. Su pecho era una masa de dolor pero, oh, qué bien sentaba decirlo por fin en voz alta, notar que las palabras brotaban de él en una riada incontrolable de veneno e ira.

—¿Qué pensabas? ¿Que lo iba a negar? —Miró la figura silenciosa que tenía delante, aquellas manos blancas y largas, aquellas garras que jugaban con el mango de hueso del cuchillo—. Una vez te di la vida, pensando que la llevarías aferrada entre las piernas y correrías con ella, pero me has puesto en ridículo. Dios mío, no ha pasado un solo día sin que haya oído hablar de ti, sin que me haya visto obligado a hablar de ti, a negar esto y aquello, a jurar inocencia y fingir lágrimas, y decir trivialidades y frases de resignación, mentiras sin fin. Me has puesto en ridículo. ¡Yo, el sentimental, temeroso de derramar tu sangre!

—¡Cuidado con lo que dices, padre! —dijo Tonio en un susurro de asombro—. ¡Eres un necio!

Carlo rió, una carcajada seca y melancólica que le provocó un agudo pinchazo en la cabeza.

Bebió vino maquinalmente y su mano pugnó por coger la botella, vio cómo se deslizaba hacia delante, y el líquido salpicaba la taza.

—¿Necio, yo? —Rió una y otra vez—. Si quieres ver arrepentimiento, si quieres que te suplique, te llevarás una decepción. Coge la espada, esa famosa espada tuya, que a buen seguro tienes escondida en algún sitio, y utilízala. ¡Derrama la sangre de tu padre! ¡Demuéstrame la misma crueldad que yo he empleado contigo!

Los grandes tragos de borgoña lo tranquilizaron por un momento y borraron la pena y la sequedad de aquella risa que acompañaba a sus palabras.

Quiso secarse la boca con la mano. Era un suplicio no poder tocarse la boca.

Dejó que el vino le cayera por encima del labio y se estremeció de nuevo por el pánico, aquel impulso que lo impulsaba a debatirse en vano.

—¡Yo no quería mandar esos hombres a Roma! —exclamó—. ¡No tenía alternativa! Si todo hubiera sido distinto, si hubieran venido a contarme que habías crecido sumiso e inseguro, temeroso de tu sombra… He conocido eunucos así: Beppo, ese viejo despreciable; o el escurridizo Alessandro, pese a toda su insolencia, un ser sin ningún espíritu. De los capados de ese tipo no hay nada que temer, pero tú… A ti la castración no te ha causado el mismo efecto. Eras demasiado fuerte, demasiado hermoso, habías heredado el temple de mi padre y tal vez ya eras demasiado mayor. Siempre, siempre oía hablar de ti, era como si durmieras en mi misma cama, como si vivieras y respiraras bajo mi techo. ¿Qué podía hacer? ¡Dímelo! ¡No me quedaba otra salida!

A través de la bruma de las velas encendidas, vio el rostro distante aún colmado de asombro, pero parecía más remoto, más apenado.

—No te quedaba otra salida —repitió Tonio casi con amargura—. ¿Y si hubieras venido a Roma? ¿Y si nos hubiésemos encontrado y hubiéramos hablado como hacemos ahora?

—¿Hablar, yo? —preguntó Carlo con repugnancia—. ¿Para qué? ¿Para pedirte perdón por haberte capado? —Casi se burló—. Una y otra vez te pedí que te rindieras a mí, ¡hijo bastardo! Y tú te negaste. Tú mismo te has buscado ese destino. Fue decisión tuya, no mía.

—¿Cómo puedes creer eso? —preguntó Tonio.

—¡No tenía otra salida! —bramó Carlo—. Te lo he dicho y lo repito, no tenía otra salida. Y malditos sean los hombres a quienes mandé contra ti, eso fue una estupidez. Si te incitaron a venir, mucho mejor, porque lo hubieras hecho de todos modos, y lo sabes, y te aseguro que no tenía más remedio que hacerlo.

Se le nubló la vista, pero, oh, el rostro, incluso en aquellos momentos, era tan hermoso, demoníaco, qué ironía, y la juventud, la juventud, eso era lo que más lamentaba de todo.

De nuevo veía el borde de la copa. El vino volvió a derramársele por la barbilla. Cogió la botella.

—Encontrarme contigo, hablar contigo. —Suspiró, resollante, con los ojos entornados.

Pero ¿qué estaba haciendo? ¿Qué estaba diciendo?

Sus ojos se movieron hacia el alto techo, la gran bóveda oscura que temblaba levemente con las llamas de las velas, donde vivían las arañas, y la lluvia, que se filtraba, brillaba en pequeñas gotas a través de las finas grietas.

Lo que necesitaba era tiempo, tiempo para que oscureciera, y todo lo que había dicho, lo que había brotado de él, todo el veneno de aquellas viejas heridas…

Sin embargo, cuando notó que el vino invadía cálidamente su cuerpo y una fatiga inmensa y dulce se apoderaba de él, no le importó.

Lo que le importaba era la injusticia de todo aquello, una injusticia implacable y brutal que se había prolongado durante años. Mentiras y acusaciones que nunca tocaban a su fin, y por todo eso había pagado. Y tanto que había pagado. Ése era el misterio que encerraba: cada vez que lo había intentado le había costado tan caro que al final no merecía la pena. Oh, ¿le había sido permitido disfrutar de algo que no le hubiera costado juventud, sangre e interminables disputas? ¿Cuándo había hallado un poco de comprensión, algún momento en que pudiera confiar en la imparcialidad de un juez?

—¿Qué sabes tú de eso? —dijo—. De todos aquellos años en Istanbul, lejos de ella, mientras a ti te mimaban y te consentían, y luego volver a casa y que ella me acusara, sí, me acusara. Nunca me creyó, ¿sabes? Siempre era Tonio y sólo Tonio. Le supliqué miles de veces que dejara el vino, recurrí a médicos y enfermeras para que la examinaran y la cuidaran. ¿Hubo algo que no le diera? Joyas, la moda de París, criadas que la servían, las mejores institutrices para nuestros hijos. ¡Todo se lo di! ¡Pero lo único que ella quería era a Tonio y el vino, y fue el vino lo que la llevó a la tumba, y en su lecho de muerte preguntó por ti!

Contempló a Tonio. ¿Qué era esa expresión en su rostro? ¿Incredulidad? ¿Dolor inesperado? No lo sabía, no le importaba.

—Saber eso debe producirte placer, sin duda —dijo con amargura al tiempo que se inclinaba otra vez hacia delante. La cabeza le pesaba demasiado, dejó que el vino fresco y claro se le desparramara en la boca—. Y sus últimos días… ¿Sabes qué me dijo? Que la había destrozado, que la había llevado a la locura y a la bebida, y que le había quitado a su hijo, su único consuelo. ¡Eso fue lo que me dijo!

—Y claro, tú no la creíste, ¿verdad? —preguntó Tonio con un hilo de voz.

—¿Creerla? Después de todo lo que sufrí por ella. —Carlo notó que la correa se le clavaba en el cuerpo causándole un agudo dolor, y recostándose hacia atrás sujetó la botella con ambas manos—. ¡Después de todo lo que hice por ella! Desterrado por amor a ella, ¿y quién, después de todos aquellos años en Istanbul, y ella casada con mi padre, hubiera vuelto a quererla?

»Pero yo la amaba, y era una pasión que duró quince años para ser destruida. ¿Cómo? No fue el tiempo, te lo aseguro, ni mi padre, sino tú. Dijo tu nombre, y murió. Al final ya ni siquiera miraba a nuestros hijos…

Su voz se quebró. Se quedó asombrado al escuchar su sonido, y si hubiera podido, habría hundido la cabeza entre los brazos.

Aquella esclavitud era insoportable, pero habría sido peor si hubiera luchado y hubiese fracasado, se dijo con desespero, sentado, inmóvil. Las manos se esforzaban por alcanzar su rostro, apenas podía soportar el peso de la cabeza.

—Me preguntas si la creí. ¿Qué derecho tienes a preguntarme nada? ¿Qué derecho tienes a juzgarme?

Cogió la botella de coñac y la vació deprisa en la copa. Lo bebió y sintió el calor más fuerte y agudo del licor, delicioso. La habitación pareció temblar bajo sus pies, y su cuerpo se convulsionaba, llegando incluso a poner los ojos en blanco. Ante él se alzaba una imagen, una imagen que lo atormentaba: la de su joven y hermosa Marianna la primera vez que la había sacado del convento; cuando habían ido a sus aposentos, ella había advertido que él no quería casarse y había empezado a gritar.

Temblaba, recordando sólo sus palabras apresuradas al consolarla, y asegurarle que lo único que necesitaba era tiempo, tiempo para convencer a su padre. «Soy su único hijo, ¿comprendes? Tiene que ceder ante mí».

Pero no era eso lo que quería entonces. Estaba al borde del delirio, y le recorrió cierta sensación experimentada durante los años anteriores a aquéllos, cuando su madre estaba viva, y todos sus hermanos, y la vida era fácil, llena de esperanza y amor. Entre él y su padre no había obstáculos insalvables, nada que no pudiera enmendar, que no pudiera corregir. Sin embargo, todo eso se lo habían arrebatado con crueldad, del mismo modo que le habían arrebatado a Marianna, le habían arrebatado la juventud, y en esos instantes se dio cuenta de que sus recuerdos más nítidos estaban traspasados de lucha y amargura, y que borraban todo lo demás.

Carlo gimió. Miró la mesa de la cena. Tenía una vaga idea de dónde se encontraba y de que era Tonio quien lo retenía allí. La correa se le clavaba, y ladeando la cabeza intentó ver con claridad, recordar de nuevo que lo único que necesitaba era tiempo.

Las velas ardían bajas, y el fuego del hogar era un montón de cenizas fulgurantes. Aquella mañana, cuando había acudido borracho al Broglio, jurando que se casaría con ella con o sin su consentimiento, su padre se había plantado ante él con aquel espantoso semblante. «¡Te atreves a desafiarme!» Y ella lloraba en la cama de aquel sucio albergue. «¿Qué me has hecho, Dios mío?»

Emitió un sonido, un gemido.

Con un sobresalto advirtió que la habitación estaba más oscura y era enorme, y Tonio, ante él, lo miraba todavía inexpresivo a excepción de la dura línea de su boca.

Su cabello negro se veía más suave y le caía sobre el rostro de una manera más natural. ¿Qué parecía? Incluso después de la castración existía ese parecido asombroso, sí, como una docena de retratos pintados muchos años atrás cuando estaban todos juntos, sus hermanos y él, y su madre, pero ¡aquél era Tonio!

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