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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

Un día de cólera (37 page)

Sobre las diez de la noche, mientras la gente aún muere en sus casas y cuerdas de presos son encaminadas hacia los lugares de ejecución, el infante don Antonio, presidente de la Junta de Gobierno, que ha escrito al duque de Berg para interceder por la vida de algunos de los sentenciados, recibe la siguiente nota firmada por Joachim Murat:

Señor mi primo. He recibido la notificación de V.A.R. sobre los proyectos de algunos militares franceses de quemar casas desde las que se han disparado bastantes tiros de fusil Prevengo a V.A.R. que remito este asunto al general Grouchy, mandándole reciba todas las informaciones posibles. Me pide V.A.R. la libertad de algunos paisanos que han sido cogidos con las armas en la mano. Según mi orden del día, y para imponer en lo sucesivo, serán pasados por las armas. Mi determinación será, sin duda, de vuestra aprobación.

A la misma hora, Francisco Javier Negrete, capitán general de Madrid, escribe antes de irse a dormir una carta al duque de Berg. El borrador lo redacta a la luz de un candelabro, en zapatillas y bata de casa, mientras en la habitación contigua su asistente cepilla el uniforme con el que mañana Negrete se presentará a cumplimentar a Murat y recibir instrucciones. En la carta, publicada días más tarde por el
Moniteur
en París, el jefe de las tropas españolas acuarteladas en la ciudad resume perfectamente su punto de vista sobre la jornada que termina:

Vuestra Alteza comprende cuán doloroso debe haber sido para un militar español ver correr en las calles de esta capital la sangre de dos naciones que, destinadas a la alianza y unión más estrechas, no deberían ocuparse más que en combatir a nuestros enemigos comunes. Dígnese V.A. permitirme que le exprese mi agradecimiento, no solamente por los elogios que hace de la guarnición de esta villa y por las bondades con que me colma, sino sobre todo por su promesa de hacer cesar las medidas de rigor tan pronto como lo permitan las circunstancias. Así V.A. confirma la opinión que le había precedido en este país y que anunciaba todas las virtudes de que se halla ornado. Conozco perfectamente las intenciones rectas de V.A., previendo las ventajas que indudablemente deben resultar para mi patria. Ofrezco a V.A. la adhesión más sincera y absoluta.

En la cripta de la iglesia de San Martín, sólo cinco amigos de Daoiz y de Velarde, con los sepultureros Pablo Nieto y Mariano Herrero, velan a los dos capitanes de artillería: sus compañeros Joaquín de Osma, Vargas y César González, el capitán de Guardias Walonas Javier Cabanes y el escribiente Almira. Los cadáveres fueron traídos al anochecer, metiéndolos a escondidas desde la calle de la Bodeguilla por la puerta y las escaleras que hay detrás del altar mayor. Daoiz llegó a última hora de la tarde en un ataúd desde su casa de la calle de la Ternera, con las botas puestas y vestido con el mismo uniforme con que halló la muerte en Monteleón. El cuerpo de Velarde vino hace poco rato, conducido por cuatro artilleros del parque sobre dos tablas de cama con unos palos atravesados, desnudo como lo dejaron los franceses tras el combate, envuelto en una lona de tienda de campaña que los soldados se llevaron al irse. Alguien ha dispuesto un hábito de San Francisco para amortajar el cuerpo con decencia, y ahora los dos capitanes yacen juntos, uniformado uno y en hábito franciscano el otro. Mantiene el rigor de la muerte cara arriba el rostro de Daoiz, y vuelto el de Velarde a la derecha —por enfriarse tirado en el suelo del parque— como si todavía aguardara una última orden de su compañero. Llora a la cabecera, desconsolado, Manuel Almira; y junto a los muros húmedos y oscuros, apenas iluminados por dos velones de cera puestos junto a los cadáveres, se mantienen silenciosos los pocos que se atreven a estar allí, pues los demás se encuentran, a estas horas, escondidos o fugitivos de la venganza francesa.

—¿Qué se sabe del teniente Ruiz? —pregunta Joaquín de Osma—. El de Voluntarios del Estado.

—Lo atendió un cirujano francés en casa del marqués de Mejorada, sondándole la herida —responde Javier Cabanes—. Luego lo llevaron a su domicilio. Me lo contó hace un rato don José Rivas, el catedrático de San Carlos, que estuvo a verlo un momento.

—¿Grave?

—Mucho.

—Por lo menos, así no lo detendrán los franceses.

—No estés tan seguro. En cualquier caso, su herida es de las mortales… No creo que salga de ésta.

Los militares se miran, inquietos. Corre el rumor de que Murat ha cambiado de idea y ahora quiere detener a cuantos intervinieron en la sublevación del parque de artillería, sean civiles o militares. La noticia la confirman los capitanes Juan Cónsul y José Córdoba, que en este momento bajan a la cripta. Ambos vienen embozados y sin sable.

—He visto atados por la calle a unos artilleros —refiere Cónsul—. También han ido a buscar a algunos Voluntarios del Estado que estuvieron batiéndose… Por lo visto, Murat quiere un escarmiento.

—Creía que sólo arcabuceaban a paisanos cogidos con armas en la mano —se sorprende el capitán Vargas.

—Pues ya ves. Se amplía el cupo.

Los militares cambian nuevas ojeadas, nerviosos, mientras bajan la voz. Únicamente Cónsul, Córdoba y Almira han estado en Monteleón, pero la amistad con los muertos y su presencia allí los compromete a todos. Los franceses fusilan por menos de eso.

—¿Y qué hace el coronel Navarro Falcón? —susurra César González—. Dijo que iba a interceder por su gente.

Mientras habla, el militar mira suspicaz hacia la escalera de la cripta, donde vigila uno de los enterradores. Esta noche debe temerse tanto a los imperiales como a quienes —nunca faltan en tiempos revueltos— procuran congraciarse con ellos. Meses más tarde, ya sublevada toda España contra Napoleón, incluso uno de los oficiales que hoy se han batido en el parque, el teniente de artillería Felipe Carpegna, prestará juramento al rey José, luchando del lado francés.

—No sé lo que Navarro intercede, ni con quién —dice Juan Cónsul—. Lo único que repite a todos es que ni se hace responsable ni sabe nada; pero que si él hubiera estado hoy en Monteleón, mañana se encontraría a muchas leguas de Madrid.

—¡Estamos perdidos, entonces! —exclama Córdoba.

—Si nos cogen, no te quepa duda —apunta Juan Cónsul—. Yo me voy de la ciudad.

—Y yo. En cuanto pase por mi casa a buscar algunas cosas.

—Tened cuidado —los previene Cabanes—. No os estén esperando.

Se abrazan los militares, echando una última mirada a Daoiz y a Velarde.

—Adiós a todos. Buena suerte.

—Eso. Que Dios nos proteja a todos… ¿Viene usted, Almira?

—No —el escribiente señala los cuerpos yacentes de los capitanes—. Alguien tiene que velarlos.

—Pero los franceses…

—Ya me arreglaré con ellos. Váyanse.

Los otros no se hacen de rogar. Por la mañana, cuando los sepultureros Nieto y Herrero entierren con mucha discreción los cadáveres, sólo Manuel Almira permanecerá a su lado, leal hasta el fin. Daoiz será puesto en la cripta misma, bajo el altar de la capilla de Nuestra Señora de Valbanera, y Velarde enterrado afuera, con otros muertos de la jornada, en el patio de la iglesia y junto a un pozo de agua dulce, en el lugar llamado El Jardinillo. Años más tarde, Herrero atestiguará:
«Tuvimos la precaución de dejar ambos cuerpos de los referidos D. Luis Daoiz y D. Pedro Velarde lo más inmediato posible a la superficie de la tierra, por si en algún tiempo se trataba deponerlos en otro paraje más honroso a su memoria»
.

Ildefonso Iglesias, mozo del hospital del Buen Suceso, se detiene horrorizado bajo el arco que comunica el patio con el claustro. A la luz del farol que lleva su compañero Tadeo de Navas, el montón de cadáveres semidesnudos conmueve a cualquiera. Iglesias y su compañero han visto muchos horrores durante la jornada, pues ambos, con riesgo de sus vidas, la pasaron atendiendo a heridos y transportando muertos cuando los disparos y los franceses lo permitían. Aun así, el espectáculo lamentable de la iglesia y el hospital contiguos a la puerta del Sol les eriza el cabello. Unos pocos cuerpos fueron retirados al ponerse el sol por los amigos o familiares más osados, exponiéndose a recibir un balazo, pero el resto de los fusilados a las tres de la tarde sigue allí: carne pálida, inerte, sobre grandes charcos de sangre coagulada. Huele a entrañas rotas y vísceras abiertas. A muerte y soledad.

—Se han movido —susurra Iglesias.

—No digas tonterías.

—Es verdad. Algo se ha movido entre esos muertos.

Con cautela, el corazón en un puño, los dos mozos de hospital se acercan a los cadáveres, iluminándolos con el farol en alto. Quedan catorce: ojos vidriosos, bocas entreabiertas y manos crispadas, en las diferentes posturas en que los sorprendió la muerte o los dejaron, cuando todavía estaban calientes, los franceses que hicieron en ellos el último despojo después de asesinarlos.

—Tienes razón —cuchichea Navas, aterrado—. Algo se mueve ahí.

Al acercar más el farol, un gemido levísimo, apagado, que procede de otro mundo, estremece a los mozos, que retroceden sobresaltados. Una mano, rebozada de sangre parda, acaba de alzarse débilmente entre los cadáveres.

—Ése está vivo.

—Imposible.

—Míralo… Está vivo —Iglesias toca la mano—. Aún tiene pulso.

—¡Virgen santísima!

Apartando los cuerpos rígidos y fríos, los mozos de hospital liberan al que aún alienta. Se trata del impresor Cosme Martínez del Corral, que lleva ocho horas allí, dejado por muerto tras recibir cuatro balazos y robársele, con sus ropas, los 7.250 reales en cédulas que llevaba consigo. Lo sacan del montón como a un espectro, desnudo y cubierto con una costra de sangre seca, propia y ajena, que lo cubre de la cabeza a los pies. Llevado arriba con toda urgencia, el cirujano Diego Rodríguez del Pino conseguirá reanimarlo, obteniendo su curación completa. Durante el resto de su vida, que pasará en Madrid, vecinos y conocidos tratarán con respeto casi supersticioso a Martínez del Corral: el hombre que, en la jornada del Dos de Mayo, peleó con los franceses, fue fusilado y regresó de entre los muertos.

El soldado de Voluntarios del Estado Manuel García camina por la calle de la Flor con las manos atadas a la espalda, entre un piquete francés. La llovizna que poco antes de la medianoche empieza a caer del cielo negro moja su uniforme y su cabeza descubierta. Después de batirse en el parque de artillería, donde atendió uno de los cañones, García se retiró al cuartel de Mejorada con el capitán Goicoechea y el resto de compañeros. Por la tarde, al propagarse el rumor de que también los militares que lucharon en Monteleón iban a ser pasados por las armas, García se marchó del cuartel en compañía del cadete Pacheco, el padre de éste y un par de soldados más. Fue a esconderse a su casa, donde su madre viuda lo aguardaba llena de angustia. Pero varios vecinos lo vieron llegar cansado y roto de la refriega, y alguno lo denunció. Los franceses han ido a buscarlo, tirando abajo la puerta ante el espanto de la madre, para llevárselo sin miramientos.

—¡Más gápido!…
Allez!
… ¡Camina más gápido!

Empujándolo con los fusiles, los franceses meten al soldado en el cuartel en construcción del Prado Nuevo —más tarde se conocerá como de los Polacos—, en cuyo patio, a la luz de antorchas que chisporrotean bajo la llovizna, descubre a un grupo de presos atados entre bayonetas, a la intemperie. Los guardias ponen a García con ellos, que están tumbados en el suelo o sentados, mojadas las ropas, maltrechos de golpes y vejaciones. De vez en cuando los franceses cogen a uno, lo llevan a un ángulo del patio, y allí lo registran, interrogan y apalean sin piedad. No cesan los gritos, que estremecen a quienes aguardan turno. Entre los detenidos, a la luz indecisa de las antorchas, García reconoce a un paisano de los que estaban en Monteleón. Así lo confirma el otro, el chispero del Barquillo Juan Suárez, capturado por una patrulla de cazadores de Baygorri cuando huía tras la entrada de los franceses.

—¿Qué van a hacer con nosotros? —pregunta el soldado.

El paisano, que está sentado en el suelo y apoya su espalda en la de otro preso, hace un gesto de ignorancia.

—Puede que nos fusilen, y puede que no. Aquí cada uno dice una cosa diferente… Hablan de diezmarnos: como somos muchos, a lo mejor fusilan a uno de cada tantos, o así. Aunque otros dicen que van a matarnos a todos.

—¿Lo consentirán nuestras autoridades?

El chispero contempla al soldado como si éste fuera tonto. La cara de Suárez, barbuda, sucia y mojada, brilla grasienta a la luz de las antorchas. García observa que tiene los labios agrietados por los golpes y la sed.

—Mira alrededor, compañero. ¿Qué ves?… Gente del pueblo. Pobres diablos como tú y como yo. Ni un oficial detenido, ni un comerciante rico, ni un marqués. A ninguno de ésos he visto luchando en las calles. ¿Y quiénes nos mandaban en Monteleón?… Dos simples capitanes. Hemos dado la cara los pobres, como siempre. Los que nada teníamos que perder, salvo nuestras familias, el poco pan que ganamos y la vergüenza… Y ahora pagaremos los mismos, los que pagamos siempre. Te lo digo yo. Con una madre de sesenta y cuatro años, mujer y tres hijos… Vaya si te lo digo yo.

—Soy militar —protesta García—. Mis oficiales me sacarán de aquí. Es su obligación.

Suárez se vuelve hacia el preso que está a su espalda, escuchándolos —el banderillero Gabriel López—, y cambia con él una mueca burlona. Después se ríe amargo, sin ganas.

—¿Tus oficiales?… Ésos están calentitos en sus cuarteles, esperando que escampe. Te han dejado tirado, como a mí. Como a todos.

—Pero la patria…

—No digas tonterías, hombre. ¿De qué hablas?… Mírate y mírame. Fíjate en todos estos simples, que se echaron a la calle como nosotros. Acuérdate de la hombrada que hemos hecho en Monteleón. Y ya ves: nadie movió un dedo… ¡Maldito lo que le importamos a la patria!

—¿Por qué saliste a luchar, entonces?

El otro inclina un poco el rostro, pensativo, las gotas de lluvia corriéndole por la cara.

—Pues no sé, la verdad —concluye—. A lo mejor no me gusta que los mosiús me confundan con uno de esos traidores que les chupan las botas… No permito que se meen en mi cara.

Manuel García señala con el mentón a los centinelas franceses.

—Pues éstos nos van a mear, y bien.

Una mueca lobuna, desesperada y feroz, descubre los dientes de Suárez.

—Éstos, puede ser —replica—. Pero los que dejamos destripados allá arriba, en el parque… De ésos te aseguro que ni uno.

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