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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz (37 page)

BOOK: Un barco cargado de arroz
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13

El cabreo continuaba trabajándome la mente al despertar. Después, sentada en la cocina frente al café y al pan integral, se convirtió en simple tristeza. Lo había pasado bien con Ricard. Era un hombre al que recordaría, con el que me hubiera gustado charlar, intercambiar experiencias, acostarme de vez en cuando. Pero no, al parecer el amor consistía inevitablemente en vivir juntos compartiendo la nevera y el mal humor. Si ambos nos hubiéramos enamorado, si la pasión hubiera hecho tanta mella en nuestro corazón que no hubiéramos podido separarnos ni para dormir, entonces yo hubiera seguido considerando que la convivencia era un mal, aunque, en ese caso, un mal menor. Quizá si se lo explicaba a Ricard exactamente de aquella manera, entonces... pero no, daba igual, se saldría por la tangente asegurando que mi deseo de soledad era neurótico, o quién sabe si le atribuiría algún origen patológico aún peor. ¡Al carajo!, si volvía a la carga, intentaría despedirlo con argumentos más generales, que hicieran menos mella en su autoestima, y si no... si no, la bronca del restaurante tampoco había sido mal broche final, el noventa por ciento de las relaciones acaban justo así.

El policía gordo y entrometido —nunca le perdonaría a Ricard que banalizara de esa manera a mi compañero— me esperaba en comisaría recién duchado y perfumado, como un petimetre en flor, y de un humor excelente, además.

—¿Ha dormido bien, inspectora?

—Como un lirón muerto.

—¡Estupendo! Ya he hablado con la mariscala y nos espera en su hogar dentro de media hora.

—Muy eficaz. ¿Qué impresión le ha causado?

—Creo que no sabía nada de que rondamos a su ex esposo, el inútil total.

—Si continúa poniendo motes a los sospechosos, va a tener que editar un diccionario para mí.

—Me gusta hacerlo. La mariscala... no me diga que no suena bien. ¿Se imagina un ejército todo formado por mujeres? Mariscalas de campo, almirantas..., y las tropas preparadas para pasar revista: todas ellas marciales, uniformadas, con las guerreras bien prietas sobre los pechos abundantes...

Me quedé mirándolo como si se hubiera vuelto loco.

—¿Qué mosca le ha picado, Fermín?

—Estoy contento. El caso se perfila por fin y el culpable me cae como una patada. Además, usted también está contenta, y ya sabe que eso siempre me llena de alegría.

Le pegué una temible mirada de través:

—Sí, estoy convencida. De todas maneras, le recuerdo que el perfilado del caso no cuenta aún con pruebas concluyentes. Y así no creo que el juez lo admita para instruirlo.

—¡Las encontraremos, florecilla mía, no sufra por eso! Encontraremos tantas pruebas que el juez no sólo instruirá el caso, sino que, sediento de justicia, se arrojará al cuello del culpable clamando venganza por sus crímenes.

Sacudí la cabeza como se hace frente a un caso imposible.

—¡Qué barbaridad, Garzón, y pensar que tengo que aguantarlo todo el día de hoy!

Reía como un niño travieso. Podía ser casualidad, pero me inclinaba a pensar que Garzón intuía lo que estaba pasando: mis dudas frente a Ricard y mi negativa final a vivir con él. ¿Tan transparente resultaba para mi compañero? Probablemente, sí. El trato diario acaba generando un conocimiento del otro que te faculta para entrar en sus más ocultos pensamientos. Eso me espantaba, y era una de las razones por las que detestaba la convivencia. Con mis dos maridos solía tener la impresión de que sabían por anticipado lo que iba a decir. ¡Una auténtica condena!, porque siempre me ha encantado sorprender.

El piso de Margarita Llopart, «la mariscala», según el alias de Garzón, era pequeño y lujoso como una caja de joyas. Muebles de diseño y cuadros de firma formaban un recinto en el que una persona podía vivir con algo más que comodidad. La ex esposa de Ayguals Jr. tenía apariencia juvenil. Alta y atractiva, según el arquetipo de su clase social: rubia teñida, labios prominentes tributarios de la silicona, vestido entre sexy y discreto..., no se la veía muy dispuesta a sonreír. Hablaba por teléfono cuando entramos y su criada nos hizo pasar al salón. Tenía la pronunciación gangosa y autosuficiente de una niña bien. Ante nuestras preguntas no se intimidó:

—¿Qué quieren que les cuente de mi ex marido? ¡Ya se lo pueden imaginar! No me extraña que esté metido en algún lío, se lo digo sinceramente. Es un hombre que no sabe lo que quiere. Nos conocíamos de toda la vida porque nuestras familias eran amigas, pero aun así, mucha gente se extrañó cuando hicimos el anuncio de nuestra boda. De lo que se extrañaban era de que yo me casara con él, claro.

—¿Puede decirnos por qué?

—Tenía fama de solterón de los que se las saben todas, y era bastante inútil. Sacar una carrera de grado medio le costó años. Era torpe, aún lo es. Pero su padre me lo vendió como un artículo de primera: será el director de la compañía, es un hombre hecho y derecho que ya ha corrido lo suyo y ahora se centrará... bueno, una bicoca. Pero luego, a la hora de la verdad, nada de nada, ¡un desastre! Un tío que sólo pensaba en beber y en dormir, ¡ni salir por las noches quería, como si fuera un santo o un viejo! Y luego, de santo, nada de nada. Yo fui aguantando como podía, pero claro, un día voy y me lo encuentro en la cama con una puta. Pero no una puta de lujo ni nada por el estilo, no, una puta de lo más tirado, de la calle Robadors y, claro, ¡hasta allí habíamos llegado! Le dije a mi madre: «Mamá, puede que el matrimonio sea sacrificio y aguantar, pero yo de aquí no paso. ¿O es que tú a papá te lo habías encontrado alguna vez en la cama con una prostituta de tercera?» ¡Claro, hasta mi madre me dio la razón!

—Y se separaron.

—¡Hombre, usted dirá! Y desde luego les aseguro que no sé en qué se ha metido ni me importa, pero la noche que les interesa yo le llamé muchas veces a casa y no estaba. Les diré también que el móvil lo tuvo desconectado toda la noche.

—Un momento, un momento... ¿usted sabe cuál es la noche que nos interesa?

—¡Pues claro, cuando mataron a ese desgraciado en la oficina de la fundación! Me lo ha contado mi suegro. Me llamó. También me dijo que a lo mejor venían a verme y que no me preocupara, que contara todo lo que tenía que contar. Es que mi suegro es un caballero, y conservamos la relación... bueno, en cierto modo, me llama de vez en cuando para saber cómo estoy y se ocupa de que la pensión se me pague puntualmente, porque si no...

—Aquella noche dice usted que llamó varias veces a su ex marido.

—Sí, y mi suegro me dijo que había salido y no sabía adónde había ido, que le llamara al móvil. Luego le llamé más tarde otra vez. Mi suegro me dijo que se iba a la cama y que iba a dejar el contestador automático puesto, que llamara cuantas veces quisiera porque él no oye el teléfono desde su habitación.

—Comprendo. ¿Recuerda qué quería decirle a su ex marido?

—¡Bah!, no me acuerdo. Ah, sí, quería hablarle de vender la única cosa que aún tenemos en común: un coche deportivo. Me habían hecho una buena oferta que, por supuesto, perdí.

—Durante su matrimonio, ¿frecuentaba su marido a gente poco recomendable, o se metió en algún asunto extraño...?

—No, ¡qué va!, con las señoritas de alterne ya tenía bastante, por lo que se ve. Era incapaz ni de levantarse de la cama antes de las doce. Aún ahora no para de preguntarme: «¿Te vas a volver a casar?» Tenía la esperanza de dejar de pagarme. Pero yo de casarme ¡ni hablar!, estoy bien como estoy.

—Tendrá que repetir su declaración ante el juez, Margarita.

—Pues lo haré, ante quien haga falta. Yo ya paso de todo, y si hay publicidad, que la haya. ¿Saben dónde está la puerta, verdad? Perdonen que no los acompañe, pero es que tengo que hacer unas llamadas y...

En la calle, el subinspector pegó un sonoro silbido:

—¡Joder, con la mariscala!

—Puede apostar a que gasta en una semana de teléfono lo que nosotros ganamos en un mes.

—¡Un negocio ruinoso para cualquier ex marido!

—Razón de más para que Juan necesitara salir del atolladero económico de la manera que fuera.

—Inspectora, ¿se da cuenta? El padre corroboró que su hijo estaba en casa. Ha intentado encubrir a su nene. Ese cabrón se va a pasar los próximos treinta años en el trullo por mucho que lo proteja su papá. Y usted habrá vengado a sus mendigos.

—¡Quién piensa ahora en eso, Fermín!, la ira y las ganas de justicia se van atemperando en los casos largos.

—Pasa como con el amor en los matrimonios largos.

—Los míos no duraron demasiado, no le puedo decir. Oiga, Garzón, ¿tiene el informe de huellas y rastreo de la oficina de la fundación?

—Sí, desde hace tres días. Encontraron lo típico: polvo y un montoncito de pelos. Están haciendo el análisis de ADN, pero hasta la semana que viene no estará listo.

—Pues llame y que se apuren, ahora tendremos otros pelos para comparar.

—Los del señorito Ayguals Jr.

—No me parece bien que se regodee tanto en encontrar a un culpable.

—Lleva razón, y una vez conocida la mariscala, hasta empiezo a compadecerle. Nunca hay que juzgar a un hombre hasta ver a la mujer que tiene al lado.

—Muy gracioso. ¿Espera que me ría?

—Al menos haga una mueca ligera.

Arrugué los labios y Garzón soltó una carcajada infantil. Nunca dejaría de jugar conmigo a la lucha de sexos, era el juego que le divertía más.

—Y ahora, ¡a buscar al guapo mozo!

—Es importante que se sienta acosado, pero debemos hacerlo con cuidado. No quiero que se nos largue a Suiza o algo por el estilo.

—¿Lo interrogamos en la empresa?

—Ni hablar, convóquelo a comisaría, no vamos a darle facilidades.

Supuse que con Juan Ayguals nos encontrábamos frente al típico caso de chico con padre potente que acaba anulando su personalidad, aunque ese arquetipo poco fuera a servirnos en la investigación. Sólo podíamos aplicarlo para dotarnos de un móvil más elaborado desde el punto de vista psicológico: el hijo quiere demostrar su valía y, para salir del atolladero en el que se ha metido él mismo, idea un plan. El plan resulta un desastre, por supuesto.

Después de saber lo poco que sabía sobre la vida y el modo de ser de Juan Ayguals, los rasgos de su rostro adquirieron una nueva significación para mí, todos me parecían determinantes: la boca carnosa de labios caídos, los párpados gruesos, ojos abotagados, pelo lacio y sin brillo alrededor de las orejas y en el occipital... sí, tenía lo que se llama un físico indolente. Tampoco sus modales eran brillantes. Nos esperaba en mi despacho y en seguida espetó:

—Creí que ya no íbamos a vernos.

—Así es la vida, Juan, imprevisible.

Garzón abrió su libreta y dirigió el interrogatorio:

—Queremos hacerle algunas preguntas.

—Pregunten lo que quieran, pero yo no he tenido nada que ver con la muerte de Flores.

—¿Recuerda dónde estaba la noche en que lo mataron?

—En casa, ya se lo dije.

—Empezamos mal, señor Ayguals. Hay alguien que asegura haber estado llamándole por teléfono a su casa muchas veces sin recibir ninguna contestación.

—¿Quién?

—Un testigo del caso; no importa de momento saber quién.

—¿Eso dijo?, pues, bueno, sería verdad. La casa es grande y mi dormitorio no está cerca de ningún teléfono. Creo que todo esto ya se lo conté el otro día, ¿no?

—Si no le importa, es bueno que lo repita, apenas si pudimos hablar el otro día. ¿Conocía usted al señor Flores?

—¡Bah, lo había visto una vez, creo!

—¿Dónde?

—Un día que vino a la empresa para hablar con mi padre.

—No hacía eso muy frecuentemente, ¿verdad?

—Ni idea, no creo.

—¿Usted nunca iba por la fundación?

—No. Ni siquiera he visitado las instalaciones.

—¿Por qué?

—No me interesan.

Mientras los escuchaba en silencio, iban entrándome ganas de estrangular a Ayguals. Costaba sacarle cada palabra, como si hablar fuera de por sí un esfuerzo superior a sus escasas fuerzas.

—¿No le interesa nada la fundación?

—Nada.

—¿Puede ser un poco más explícito al darnos sus razones, por favor? —intervine con los nervios de punta. Me miró con un desprecio terrible.

—Oigan, a mí todo eso de la fundación me parece un enredo de mi padre. Las empresas no están para hacer caridad. Puede que él sea un santo y todo eso que dice la gente, pero yo no lo soy. Así que, por mí, todos los pobres del mundo pueden seguir apañándoselas solos.

—Pero usted no ignora que las fundaciones presentan beneficios fiscales que pueden favorecer a una empresa.

—Yo no sé nada de fundaciones. He sido director de la empresa durante dos años y ahora estoy en el consejo de administración. Pregúnteme por mi trabajo si quiere.

—¿Qué balance económico tuvo su gestión como director?

—No tengo cifras aquí.

—Díganoslo en general. ¿No es cierto que se produjeron importantes pérdidas?

Por primera vez, su mal humor, que parecía congénito, subió un punto más hasta convertirse en ira reprimida.

—¡Dos años no es tiempo suficiente para hacer valoraciones! Las empresas pasan por ciclos al alza o a la baja, y a mí me tocó uno de éstos.

—Pero su padre le relevó del cargo.

—Mi padre se puso nervioso. Es una persona mayor y a veces tiene miedo de las cosas cuando no hay motivo para ello.

Garzón estaba lanzado, controlando la situación, muy seguro de sí mismo.

—Su cese como director, ¿coincidió con el inicio de la fundación?

—Sí, me parece, no lo sé seguro. Ya les digo que a mí la jodida fundación siempre me ha traído sin cuidado. La creó mi padre.

—¿Por qué motivo?

—Pregúnteselo a él.

—¿Dónde pasó la noche del jueves día 25, señor Ayguals?

Subió bastante la voz:

—¡¿Otra vez?!, ¡no me lo puedo creer!, ¡estaba en mi casa, durmiendo, y estaba allí mi padre también! ¡¿Cuántas veces más tendré que decirlo?! Si sonó el teléfono, yo no lo oí.

—¿Y su teléfono móvil?

—Lo tenía desconectado.

—¿Conocía usted a un hombre llamado Tomás Calatrava Villalba?

—En absoluto, no sé quién es.

—¿Tiene usted contratado personal al margen de la empresa, guardaespaldas o algo así?

—No, ¿por qué?, ¿cree que debería tenerlo?

—¿Podrá facilitarnos la lista de las personas que trabajan en la empresa y en la fundación?

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